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la crítica, como las de Hermano Lobo, se abrían paso. Con su final, en las postrimerías de 1978, desaparecía también una parte de lo que había sido la vida cotidiana de los españoles durante los años del franquismo.

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      Los referéndums franquistas

      Franco era jefe del Estado, por entonces media España, la que tenía su capital en Burgos. Era el presidente de un Gobierno que estaba integrado prácticamente por militares. Era el jefe del único partido político, la Falange Española y de las JONS, una curiosa miscelánea donde se integraban falangistas, miembros de las JONS (Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista) creadas por Ramiro Ledesma Ramos y el partido tradicionalista, de abolengo carlista, los conocidos como requetés. Se le dio el nombre de caudillo, como a Hitler el de führer o a Mussolini el de duce. Era también quien, bajo la denominación de Generalísimo —curiosa palabra que venía a significar algo así como ‘general de generales’—, ostentaba el mando supremo del Ejército.

      Sin embargo, esa concentración de autoridad en sus manos no permaneció inalterada en sus casi cuatro décadas de dictadura. Su poder fue adaptándose a las circunstancias del momento, tanto en el seno de los pilares que constituían la base principal del franquismo, la Falange, el Ejército, la Iglesia, la élite económica…, como en la forma en que se detentaba. Franco quiso que algunos de los cambios más significativos fueran aprobados mediante la convocatoria de referéndums, con los que buscaba arrogarse un barniz democrático de cara a la opinión pública internacional. Utilizó la fórmula en dos ocasiones: en 1947 y en 1966.

      El primero de estos referéndums se celebró en los años más duros de la posguerra, cuando España se encontraba aislada internacionalmente. Eran los tiempos en que no quedaba resquicio de poder que no estuviera en sus manos. Se definía a España como una monarquía, a pesar de que no había rey y tampoco un regente que ejerciera en su nombre las funciones propias del monarca. En realidad, aunque sin título, el rey era el propio Franco. Eso hizo que con los monárquicos mantuviera una relación de amor odio verdaderamente llamativa. Estaban los que podrían denominarse monárquicos franquistas y los llamados monárquicos juanistas —que apoyaban la subida al trono de don Juan de Borbón y la renuncia de Franco a la Jefatura del Estado—, que rompieron con el dictador de forma definitiva cuando promulgó una ley orgánica denominada de Sucesión a la Jefatura del Estado, que le otorgaba el cargo de jefe del Estado con carácter vitalicio.

      El Régimen se encargó de dejar muy claro que la monarquía no sería restaurada, lo que eliminaba la obligación de mantener la línea sucesoria que habría llevado al conde de Barcelona a convertirse en soberano, por ser el heredero más directo de Alfonso XIII; se instauraría, sí, pero ello dependía exclusivamente de la voluntad del propio Franco, que podía alterar, como de hecho lo hizo, la línea sucesoria de la familia real. Incluso podía designar como monarca a un miembro de alguna rama colateral de la dinastía. En algunos círculos se rumoreaba —el rumor suele ser compañero de la falta de libertades— que, incluso después de haber designado a Juan Carlos de Borbón como su sucesor, Franco tuvo la tentación de sustituirlo por su primo, Alfonso de Borbón Dampierre. Aunque, como tantas cosas de las que se decían, solo se trataba de un rumor.

      El asunto que se sometía a referéndum en 1947 era la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado, según la cual España quedaba formalmente constituida como un reino y un Estado confesional, cuya religión oficial era la católica. Dicho texto señalaba en el primero de sus artículos: «España, como unidad política, es un Estado católico, social y representativo que, de acuerdo con su tradición, se declara constituido en Reino». Asimismo, convertía en vitalicia la Jefatura del Estado en manos de Franco, al indicar que la misma «corresponde al Caudillo de España y de la Cruzada, Generalísimo de los Ejércitos, don Francisco Franco Bahamonde». Le investía de la prerrogativa de proponer a las Cortes, en el momento que él considerase oportuno, a la persona llamada a sucederle en dicho cargo. Sería a título de rey o de regente y también podría revocar el nombramiento si así lo deseaba:

      En cualquier momento el Jefe del Estado podrá proponer a las Cortes la persona que estime deba ser llamada en su día a sucederle, a título de Rey o de Regente, con las condiciones exigidas por esta Ley, y podrá, asimismo, someter a la aprobación de aquéllas la revocación de la que hubiere propuesto, aunque ya hubiese sido aceptada por las Cortes.

      Franco dispuso que aquel atropello legislativo fuese corroborado por unas Cortes en las que tenía representación en exclusiva el Movimiento Nacional en sus diferentes manifestaciones. Como no podía ser de otra manera, la cámara lo aprobó por unanimidad. Pero tratando de darle un barniz de legalidad democrática, decidió someter la propuesta a referéndum. Para el dictador era muy importante que esa consulta le proporcionara un espaldarazo incontestable, porque se celebraba en un contexto en el que, una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, se había iniciado el aislamiento internacional del Régimen, se habían ido cerrando, una tras otra, las embajadas y se habían marchado las delegaciones diplomáticas acreditadas en Madrid.

      El proyecto de ley se remitió a las Cortes el 28 de marzo de 1947 y su tramitación fue realizada con gran rapidez; se aprobó el 7 de junio y, sin pérdida de tiempo, se convocó un referéndum el 6 de julio de aquel año. Por primera vez desde antes de la Guerra Civil los españoles eran llamados a las urnas y, pese al alejamiento de la política que el Régimen había propiciado, se estimuló por todos los canales posibles la participación, que alcanzó el 88,6

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