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las fórmulas etiológicas que antes hice valer se hallaban contenidas en nuestro primer escrito. Las consignaremos de nuevo: existe, para la neurosis de angustia, un factor etiológico específico cuya acción puede ser reemplazada cuantitativamente por influencias nocivas vulgares, pero nunca sustituida cualitativamente. Este factor específico determina, sobre todo, la forma de la neurosis, mientras que la emergencia o la falta de la enfermedad neurótica dependen de la carga total que pesa sobre el sistema nervioso (en proporción con su capacidad para soportarla). Por lo regular, las neurosis se muestran sobredeterminadas, actuando en sus etiologías variados factores.

      3) Menos trabajo aún ha de costarme rebatir las restantes observaciones de Löwenfeld, en parte porque atacan menos directamente a mi teoría, y en parte por limitarse a hacer resaltar dificultades que yo mismo reconozco. Dice Löwenfeld: «La teoría freudiana es insuficiente en absoluto para explicar al detalle la emergencia y la desaparición de los ataques de angustia. Si los estados de angustia, esto es, los fenómenos de la neurosis de angustia, fueron simplemente motivados por la acumulación subcortical de la excitación sexual somática y el aprovechamiento anormal de la misma, los enfermos de ataques de angustia tendrían que sufrir de tiempo en tiempo, en tanto su vida sexual no cambiase, uno de tales ataques del mismo modo que los epilépticos sus ataques de grand mal y de petit mal. Pero la experiencia cotidiana testimonia en contrario. Los ataques de angustia surgen, en su gran mayoría, sólo en determinadas circunstancias, y el paciente que logra evitarlas o paralizar su influjo permanece al abrigo de todo ataque, lo mismo si practica el coito interrumpido que si goza de una vida sexual normal.»

      Sobre esto habría mucho que decir. Ante todo, es de advertir que Löwenfeld impone a mi teoría una deducción que la misma no tiene por qué aceptar. Que la acumulación de la excitación sexual somática haya de motivar procesos de curso análogo a los dependientes de la acumulación del estímulo provocador de las convulsiones epilépticas, es una hipótesis para la cual no hemos dado ocasión alguna, no siendo tampoco la única posible. Para destruir la conclusión de Löwenfeld nos bastará admitir que el sistema nervioso puede dominar cierta medida de excitación sexual somática, aunque ésta se halle desviada de su fin, y que las perturbaciones no surgen sino cuando la cuantía de tal excitación experimenta un súbito incremento. Pero no hemos querido desarrollar nuestra teoría en esta dirección, porque no esperábamos hallar en ella sólidos puntos de apoyo. Me limitaré, pues, a indicar que no debemos representarnos la producción de tensión sexual como independiente de su gasto y que en la vida sexual normal se conforma esta producción de un modo muy distinto, según sea estimulada por el objeto sexual o suceda en estado de reposo psíquico, etc.

      A la otra afirmación de Löwenfeld de que los estados de angustia sólo emergen en determinadas circunstancias, evitando las cuales no se presentan nunca cualquiera que sea la vida sexual del sujeto, hemos de oponer que nuestro contradictor no debe de haber tenido en cuenta, seguramente, al hablar así, más que la angustia de las fobias, como lo prueban los ejemplos que aduce. De los ataques de angustia espontáneos, constituidos por vértigos, taquicardia, disnea, temblores, sudores, etc., no dice absolutamente nada. Y sin embargo, no nos parece nuestra teoría incapaz de explicar la emergencia y la falta de tales ataques. En toda una serie de estos casos de neurosis de angustia se da realmente la apariencia de una periodicidad de los ataques de angustia análoga a la observada en la epilepsia, con la diferencia de que el mecanismo de tal periodicidad se muestra aquí mucho más transparente. Una detenida investigación nos descubre con gran regularidad un proceso sexual excitante (esto es, capaz de producir tensión sexual), al cual se enlaza, después de un determinado intervalo, a veces constante, el ataque de angustia. Tales procesos son en las mujeres abstinentes la excitación menstrual, las poluciones nocturnas, también de retorno periódico, y, sobre todo, el comercio sexual nocivo por su imperfección, que transmite a sus consecuencias, o sea los ataques de angustia, su propia periodicidad. Cuando se presentan ataques de angustia que interrumpen la acostumbrada periodicidad, se consigue casi siempre referirlos a causas ocasionales, de aparición más rara e irregular, tales como una experiencia sexual aislada, una lectura, una representación, etc. El intervalo antes indicado oscila entre algunas horas y dos días, siendo el mismo con el que en otras personas se presenta, a consecuencia de iguales causas, la conocida jaqueca sexual, relacionada seguramente con el complejo de síntomas de la neurosis de angustia.

      Al lado de estos hay otros muchos casos en los que el estado de angustia es provocado por la acumulación de un factor vulgar o por una cualquier excitación. Así, pues, en la etiología del estado de angustia aislado pueden tener los factores vulgares la misma intervención cuantitativa que en la causación de la neurosis total. El hecho de que la angustia de las fobias obedezca a otras condiciones no tiene nada de extraño. Las fobias poseen una contextura más complicada que los ataques de angustia meramente somáticos. La angustia se encuentra enlazada en ellas al contenido de una representación o una percepción determinadas y la emergencia de este contenido psíquico es la condición principal para la de la angustia. La angustia es desarrollada entonces análogamente a como lo es la tensión sexual por el despertar de representaciones libidinosas. Pero, de todos modos, la conexión de este proceso con la teoría de la neurosis de angustia no ha quedado aún aclarada.

      No veo por qué habría de procurar ocultar las lagunas ni los puntos débiles de mi teoría. Para mí, el rasgo principal del problema de las fobias está en el hecho de que tales perturbaciones no surgen jamás dada una vida sexual normal del sujeto, o sea cuando no aparece cumplida la condición, consistente en la existencia de una perturbación de la vida sexual en el sentido de un extrañamiento entre lo somático y lo psíquico. Por muy densa que sea aún la oscuridad en que permanece el mecanismo de las fobias, sólo podrá rebatirse nuestra teoría sobre ellas demostrando su aparición en sujetos de vida sexual normal o la falta de una perturbación específicamente determinada de la misma.

      4) Nuestro distinguido crítico hace aún otra observación que no queremos dejar sin respuesta.

      En nuestro estudio sobre la neurosis de angustia decimos así:

      «En algunos casos de neurosis de angustia nos resulta imposible descubrir un proceso etiológico, siendo precisamente estos casos en los que se nos hace más fácil comprobar la existencia de una grave tara hereditaria.

      «Pero cuando poseemos algún fundamento para creer que se trata de una neurosis adquirida, hallamos siempre, después de un cuidadoso examen, como factores etiológicos, una serie de perturbaciones e influencias nocivas provenientes de la vida sexual.» Löwenfeld reproduce este pasaje y lo glosa en la forma siguiente: «Así, pues, Freud considera ‘adquirida’ la neurosis siempre que le es dado hallar causas ocasionales en la misma.»

      Si es éste el sentido que se deduce de mis palabras, habré de confesar que no he acertado a expresar con ellas mi verdadero pensamiento. Ya habrá visto el lector que mi valoración de las causas ocasionales es bastante más severa que la de Löwenfeld. Si hubiese de aclarar el pasaje antes copiado, lo haría ampliándolo en la siguiente forma: «Pero cuando poseemos algún fundamento para creer que se trata de una neurosis adquirida…», puesto que no nos resulta posible comprobar la existencia de una tara hereditaria… En concreto, mi verdadero pensamiento es éste: creo que se trata de una neurosis adquirida cuando no hallo en el caso huella alguna de herencia. Obrando así me conduzco como todos, quizá con la pequeña diferencia de que algunos ven también una etiología hereditaria en aquellos casos en los que nada la hace suponer, prescindiendo así, en absoluto, de la categoría de las neurosis adquiridas. Ahora bien: esta diferencia no puede serme sino favorable. De todos modos, confieso haber dado fácil ocasión al error de interpretación de Löwenfeld al hablar de «casos de neurosis de angustia» en los que «nos resulta imposible descubrir un proceso etiológico». No extrañaré tampoco oír que mi investigación de las causas específicas de las neurosis es totalmente superflua, toda vez que la verdadera etiología de la neurosis de angustia, como de las demás neurosis, no es otra que la herencia, no pudiendo coexistir en ningún caso dos causas primeras. Y no habiendo yo negado el papel etiológico de la herencia, todas las demás etiologías no serían sino causas ocasionales de un igual valor muy secundario.

      No comparto ciertamente esta opinión sobre la significación de la herencia, y siendo éste el tema al que menos espacio concedí en mi breve

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