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LA NEUROSIS DE ANGUSTIA

      1895

      EN el número 2 del Neurologisches Zentralblatt, de Mendel, correspondiente al año 1895, publiqué un breve estudio en el que intenté separar de la neurastenia toda una serie de estados nerviosos, reuniéndolos en un grupo independiente bajo el nombre de «neurosis de angustia». Me movió a ello una constante coincidencia de caracteres clínicos y etiológicos suficiente para justificar una diferenciación. Había descubierto, en efecto, que los síntomas de referencia pertenecían todos a la expresión de la angustia, descubrimiento en el cual vi luego que me había precedido Hecker, y mis investigaciones sobre la etiología de las neurosis me permitieron agregar que tales elementos del complejo «neurosis de angustia» poseían condiciones etiológicas particulares casi opuestas a la etiología de la neurastenia. Mis experiencias me habían enseñado que en la etiología de las neurosis (por lo menos en los casos adquiridos y en las formas susceptibles de adquisición) desempeñan un importante papel, poco o nada estudiado hasta ahora, factores sexuales, de manera que la afirmación de que «la etiología de las neurosis reposa en la sexualidad» se hallaba, pese a toda su inevitable inexactitud per excessum et defectum, más cerca de la verdad que las demás teorías actualmente aceptadas. Otra aserción a la que me obligaban también mis observaciones fue la de que las diferentes prácticas sexuales viciosas no actuaban indistintamente en la etiología de todas las neurosis, sino que existían relaciones especiales entre sus diferentes órdenes y determinadas neurosis. Hube así de suponer que había descubierto las causas especiales de las distintas neurosis. A continuación intenté encerrar en una breve fórmula la característica de las faltas sexuales que constituyen la etiología de las neurosis de angustia, y apoyándome en mi concepción del proceso sexual (véase el estudio citado), obtuve la conclusión de que la neurosis de angustia tenía por causa todo aquello que desviaba de lo psíquico la tensión sexual somática, perturbando su elaboración psíquica. Pasando a las circunstancias concretas en las cuales se realiza este principio, resultó entonces que los factores etiológicos específicos de los estados denominados por mí «neurosis de angustia» eran la abstinencia voluntaria o involuntaria, el comercio sexual sin satisfacción completa, el coito interrumpido, la desviación del interés psíquico de la sexualidad, etc.

      Al publicar el estudio al que vengo refiriéndome no me hacía ilusión alguna sobre su poder de convencimiento. En primer lugar, sabía no haber realizado en él sino una exposición sintética incompleta y a trozos difícilmente comprensible de la materia suficiente sólo, quizá, para preparar la atención del lector. Además, apenas si citaba algunos ejemplos; no daba cifra alguna; no describía la técnica de la anamnesia; no tomaba en consideración, para evitar errores de juicio, más que las objeciones más próximas, y sólo acentuaba de la teoría el principio fundamental sin hacer resaltar de igual manera sus restricciones. Quedaba así el lector en libertad completa para enjuiciar adversamente la coherencia de toda la construcción teórica que se le ofrecía. Pero no era éste el único de los factores que me hacían contar con una mala acogida de mi teoría. Sé muy bien que con la «etiología sexual» de las neurosis no he descubierto nada nuevo, sino algo conocido incluso por la Medicina oficial escolástica. Pero esta última ha hecho como si lo ignorase, evitando deducir de ello conclusión alguna. Esta conducta ha de tener algún profundo fundamento, consistente quizá en una especie de horror a lo sexual o en una reacción contra antiguas tentativas de aclaración, que se consideran ya superadas. De todos modos, al emprender la tentativa de hacer verosímil a otros algo que ellos hubieran podido descubrir por sí mismos sin gran trabajo, era de esperar tropezase con una vigorosa resistencia.

      En tal situación hubiera sido quizá más adecuado no responder a objeción crítica ninguna hasta después de haber expuesto con todo detalle el complicado tema y haberlo hecho claramente comprensible. Pero no me es dado resistir a los motivos que me mueven a contestar sin más dilación a una crítica de mi teoría de la neurosis de angustia publicada en estos últimos días. Lo hago así, en primer lugar, por la persona del crítico L. Löwenfeld, de Munich, autor de la Patología y terapia de la neurastenia y hombre cuya opinión ha de pesar mucho en el público médico; en segundo, por la necesidad de rechazar una errónea concepción que se me atribuye en dicha crítica, y en tercero, porque quiero combatir desde un principio la impresión de que mi teoría puede rebatirse sin trabajo alguno con las primeras objeciones halladas a mano.

      Con segura intuición ve Löwenfeld lo esencial de mi trabajo en mi afirmación de que los síntomas de la angustia tienen una etiología unitaria y específica de naturaleza sexual. No siendo esto un hecho, desaparecerá la razón principal para separar de la neurastenia una neurosis de angustia independiente. Ahora bien: como los síntomas de la angustia representan también innegables relaciones con la histeria, resultará que, aceptando la opinión de Löwenfeld, queda igualmente dificultada la diferenciación de la histeria y la neurastenia. Para Löwenfeld desaparece esta dificultad acudiendo a la herencia como causa común de todas estas neurosis.

      Veamos los argumentos con que Löwenfeld apoya su crítica de mi teoría:

      1) Hemos considerado esencial para la comprensión de la neurosis de angustia el hecho de que la angustia de las mismas no es susceptible de una derivación psíquica, no pudiendo ser adquirida la disposición a la angustia que constituye el nódulo de la neurosis por un sobresalto único o repetido psíquicamente justificado. El sobresalto provocaría una histeria o una neurosis traumática, pero nunca una neurosis de angustia. Esta negación no es sino la contrapartida de mi afirmación de contenido positivo de que la angustia en mi neurosis correspondía a una tensión sexual somática desviada de lo psíquico, que de otro modo hubiera actuado como el libido.

      Contra esto afirma Löwenfeld que en un gran número de casos «surgen estados de angustia inmediatamente o al poco tiempo de un shock psíquico (simple sobresalto o accidente unido a él), dándose circunstancias que hacen muy improbable la colaboración de faltas sexuales de la especie indicada». Como ejemplo convincente, cita brevemente una observación clínica (una sola). Trátase en ella de una mujer de treinta años, casada hacía cuatro y con taras hereditarias, que un año antes de acudir a él había tenido un parto difícil. Pocas semanas después de su alumbramiento se asustó al ver a su marido presa de un repentino ataque, y levantándose en camisa anduvo por la habitación largo rato. A partir de este día enfermó, presentándose primero estados nocturnos de angustia con taquicardia, y más tarde ataques de temblor convulsivo, fobias, etcétera, hasta quedar constituido el cuadro clínico completo en una neurosis de angustia plenamente desarrollada. «En este caso -concluye Löwenfeld- los estados de angustia tienen un indudable origen psíquico, habiendo sido provocados por el sobresalto experimentado.»

      No dudo que mi distinguido contradictor disponga de muchos ejemplos análogos. Yo mismo puedo ofrecerle toda una serie de ellos. Quien no haya visto tales casos de explosión de la neurosis de angustia después de un shock psíquico, no puede siquiera permitirse intervenir en una discusión sobre tal neurosis. Pero he de advertir que la etiología de tales casos no ha de integrar siempre necesariamente un sobresalto o una espera angustiada; cualquiera otra emoción produce el mismo efecto. Repasando rápidamente mis recuerdos de este orden, encuentro en seguida los siguientes ejemplos: un hombre de cuarenta y cinco años, que sufrió el primer ataque de angustia (con colapso cardíaco) al recibir la noticia de la muerte de su anciano padre, desarrollando luego una plena y típica neurosis de angustia con agorafobia; un joven que cayó en la misma neurosis por la excitación que le producían las querellas domésticas entre su mujer y su madre, sufriendo en cada una de estas ocasiones un nuevo ataque de agorafobia; un estudiante desaplicado, que comenzó a sufrir los primeros ataques de angustia en una época de trabajo intenso al que le obligaban la proximidad de un importante examen y la severidad con que su padre castigaba su anterior desaplicación; una mujer que no tenía hijos y enfermó a causa de la preocupación que le ocasionaba la salud de una sobrinita. Y así muchos casos. El hecho mismo que Löwenfeld opone a mis teorías es indiscutible.

      No así su interpretación. No creemos lícito aplicar en esta ocasión el sencillo principio de post hoc ergo propter hoc, prescindiendo de toda colaboración crítica de la materia prima. Conocemos, por el contrario, muchos casos en los que la última causa provocadora no pudo mantenerse ante el análisis crítico como causa eficiente.

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