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y devenidos ilícitos, razón por la cual termina siempre en sueño de angustia este sueño que la leyenda de Nausicaa objetiviza.

      El sueño antes expuesto, en el que la agilidad de que doy pruebas al subir la escalera se transforma a poco en la imposibilidad de hacer movimiento alguno, es igualmente un sueño exhibicionista, pues presenta los componentes esenciales de los de este género. Por tanto, habremos de poder referirlo a suceso infantiles, y el conocimiento de estos sucesos habrá de permitirnos deducir hasta qué punto la conducta de la criada con respecto a mí y el reproche que me dirige de haber ensuciado la alfombra contribuyen a hacerla ocupar un lugar en mi sueño. No resulta, en efecto, nada difícil llegar por este camino a un total esclarecimiento. La labor psicoanalítica nos enseña a interpretar la contigüidad temporal como relación objetiva. Dos ideas, faltas en apariencia de todo nexo, pero que se suceden inmediatamente, pertenecen a una unidad que habremos de adivinar del mismo modo que una a y una b, escritas una a continuación de otra en el orden marcado, forman la sílaba ab y han de ser pronunciadas conjuntamente. Esto mismo sucede con respecto a la relación de varios sueños entre sí. El citado sueño de la escalera forma parte de una serie cuyos restantes elementos me han revelado ya su sentido. Debe, pues, de referirse al mismo tema. Ahora bien: dichos otros sueños tienen todos como base común mi recuerdo de una niñera a la que estuve confiado desde el destete hasta los dos años, persona de la que también mi memoria consciente conserva una oscura huella. Por lo que mi madre me ha referido hace poco sobre ella, sé que era vieja y fea, pero muy trabajadora y lista, y por las conclusiones que de mis sueños puedo deducir, ha de admitir que no siempre se mostraba muy cariñosa conmigo, llegando a tratarme con rudeza cuando infringía las reglas de limpieza a las que quería acostumbrarme. La criada de mi anciana pariente, al tomar a su cargo en la escena real antes detallada la continuación de dicha labor educativa, me da derecho a tratarla en mi sueño como encarnación de aquella vieja niñera de mi época prehistórica. Habremos de admitir, además, que el niño, no obstante los malos tratos de que le hacía objeto, la distinguía con su amor.

      Otros sueños que también hemos de considerar como típicos son aquellos cuyo contenido entraña la muerte de parientes queridos: padres, hermanos, hijos, etc. Ante todo observamos que estos sueños se dividen en dos clases: aquellos durante los que no experimentamos dolor alguno, admirándonos al despertar nuestra insensibilidad, y poseídos por una profunda aflicción hasta el punto de derramar durmiendo amargas lágrimas.

      Los primeros no pueden ser considerados como típicos y, por tanto, no nos interesan de momento. Al analizarlos hallamos que significan algo muy distinto de lo que constituye su contenido y que su función es la de encubrir cualquier deseo diferente. Recordemos el de aquella joven que vio ante sí muerto y colocado en el ataúd a su sobrino, el único hijo que quedaba a su hermana de dos que había tenido. El análisis nos demostró que este sueño no significaba el deseo de la muerte del niño, sino que encubría el de volver a ver después de larga ausencia a una persona amada a la que en análoga situación, esto es, cuando la muerte de su otro sobrino, había podido contemplar de cerca la sujeto, también después de una prolongada separación. Este deseo, que constituye el verdadero contenido del sueño, no trae consigo motivo ninguno de duelo, razón por la cual no experimenta la sujeto durante él sentimiento alguno doloroso. Observamos aquí que la sensación concomitante al sueño no corresponde al contenido manifiesto, sino al latente, y que el contenido afectivo ha permanecido libre de la deformación de que ha sido objeto el contenido de representaciones.

      Muy distintos de éstos son los sueños en que aparece representada la muerte de un pariente querido y sentimos dolorosos afectos. Su sentido es, en efecto, el que aparece manifiesto en su contenido, o sea el deseo de que muera la persona a que se refieren. Dado que los sentimientos de todos aquellos de mis lectores que hayan tenido alguno de estos sueños habrán de rebelarse contra esta afirmación mía, procuraré desarrollar su demostración con toda amplitud.

      Uno de los análisis expuestos en páginas anteriores, nos reveló que los deseo que el sueño nos muestra realizados no son siempre deseos actuales. Pueden ser también deseos pasados, agotados, olvidados y reprimidos, a los que sólo por su resurgimiento en el sueño hemos de atribuir una especie de supervivencia. Tales deseos no han muerto, según nuestro concepto de la muerte, sino que son semejantes a aquellas sombras de Odisea, que en cuanto bebían sangre despertaban a una cierta vida. En el sueño de la niña muerta y metida en una caja se trata de un deseo que había sido actual quince años antes y que la sujeto confesaba ya francamente haber abrigado por entonces. No será quizá superfluo para la mejor inteligencia de nuestra teoría de los sueños el hacer constar aquí incidentalmente que incluso este mismo deseo se basa n un recuerdo de la más temprana infancia. La sujeto oyó, siendo niña, aunque no le es posible precisar el año, que, hallándose su madre embarazada de ella, deseó a causa de serios disgustos que el ser que llevaba en su seno muriera antes de nacer. Llegada a la edad adulta y embarazada a su vez, siguió la sujeto el ejemplo de su madre.

      Cuando alguien sueña sintiendo profundo dolor en la muerte de su padre, su madre

      o de alguno de sus hermanos, no habremos de utilizar ciertamente este sueño como demostración de que el sujeto desea en la actualidad que dicha persona muera. La teoría del sueño no exige tanto. Se contenta con deducir que lo ha deseado alguna vez en su infancia. Temo, sin embargo, que esta limitación no logre devolver la tranquilidad a aquellos que han tenido sueños de este género y que negarán la posibilidad de haber abrigado alguna vez tales deseos con la misma energía que ponen en afirmar su seguridad de no abrigarlos tampoco actualmente. En consecuencia, habré de reconstituir aquí, conforme a los testimonios que el presente ofrece a nuestra observación, una parte de la perdida vida anímica infantil.

      Observamos, en primer lugar, la relación de los niños con sus hermanos. No sé por qué suponemos a priori que ha de ser cariñosísima, no obstante los muchos ejemplos con que constantemente tropezamos de enemistad entre hermanos adultos, enemistad de la que por lo general averiguamos que comenzó en épocas infantiles. Pero también muchos adultos que en la actualidad muestran gran cariño hacia sus hermanos y los auxilian y protegen con todo desinterés vivieron con ellos durante su infancia en interrumpida hostilidad. El hermano mayor maltrataba al menor, le acusaba ante sus padres y le quitaba sus juguetes; el menor, por su parte, se consumía de impotente furor contra el mayor le envidiaba o temía y sus primeros sentimientos de libertad y de consciencia de sus derechos fueron para rebelarse contra el opresor. Los padres dicen que los niños no congenian, pero no saben hallar razón alguna que lo justifique. No es difícil comprobar que el carácter del niño -aun el más bueno- es muy distinto del que nos parece deseable en el adulto. El niño es absolutamente egoísta, siente con máxima intensidad sus necesidades y tiende a satisfacerlas sin consideración a nadie y menos aún a los demás niños, sus competidores, entre los cuales se hallan en primera línea sus hermanos. Mas no por ello calificamos al niño de «criminal», sino simplemente de «malo», pues nos damos cuenta de que es tan irresponsable ante nuestro propio juicio como lo sería ante los tribunales de justicia. Al pensar así nos atenemos a un principio de completa equidad, pues debemos esperar que en épocas que incluimos aún en la infancia despertarán en el pequeño egoísta la moral y los sentimientos del altruismo, o sea, para decirlo con palabras de Meynert, que un yo secundario vendrá a superponerse al primario, coartándolo. Claro es que la moralidad no surge simultáneamente en toda línea y que la duración del período amoral infantil es individualmente distinta. Las investigaciones psicoanalíticas me han demostrado que una aparición demasiado temprana (antes del tercer año) de la formación de reacciones morales debe ser contada entre los factores constitutivos de la predisposición a una ulterior neurosis. Allí donde tropezamos con una ausencia de dicho desarrollo moral solemos hablar de «degeneración» y nos hallamos indudablemente ante una detención o retraso del proceso evolutivo. Pero también en aquellos casos en los que el carácter primario queda dominado por la evolución posterior pude dicho carácter recobrar su libertad, al menos parcialmente, por medio de la histeria. La coincidencia del llamado «carácter histérico» con el de un niño «malo» es harto singular. En cambio, la neurosis obsesiva corresponde a la emergencia de una supermoralidad que a título de refuerzo

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