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      —Aléjese usted de ellos, sir .

      La alta prestancia de mister Creighton parecía suspendida silenciosamente sobre la delgada silueta del patrón.

      —Las hemos sufrido de todas clases en esta travesía, pero ésta es ya el colmo —dijo una voz ásperamente.

      —¿Es un camarada o no lo es?

      —¿Somos chiquillos?

      —El cuarto de babor no debe obedecer.

      Charlie, arrebatado por su ardor, silbó estridentemente y luego aulló:

      —¡Dadnos a nuestro Jimmy!

      La zambra pareció cambiar de tono con estas palabras. Un nuevo estallido de discordante cólera se produjo, suscitando a la vez diversas querellas.

      —Sí.

      —No.

      —Nunca ha estado enfermo.

      —Vamos por ellos.

      —Cierra la boca, tú, pilluelo; esto es cuestión de hombres.

      —¿Es posible? —murmuró el capitán Allistoun no sin amargura.

      Mister Baker gruñó:

      —¡Hum! Se vuelven locos. Hace un mes que venía hirviendo la marmita.

      —Lo había observado —dijo el patrón.

      —Ahora se querellan entre ellos —dijo mister Creighton con desdén—. Mejor sería que se fuese usted a popa, sir . Nosotros los calmaremos.

      —Sangre fría, Creighton —dijo el patrón.

      Y los tres hombres se pusieron en marcha lentamente hacia la puerta de la cámara.

      Entre las sombras de los obenques de proa, una masa negra pateaba, volteaba, avanzaba, retrocedía. Se cambiaban palabras de reproche, de estímulo, de desconfianza, de odio. Los marineros más viejos, en el desorden de su cólera, gruñían su decisión de terminar de una vez con esto o aquello; los espíritus avanzados de la escuela más joven exponían sus quejas y las de Jimmy en clamores confusos y discutían entre sí. Reunidos en torno de aquel cuerpo moribundo, justo emblema de sus aspiraciones, y exhortándose uno a otro, oscilaban, pateaban sin moverse del mismo sitio, gritaban que no querían dejarse engañar. En el interior del camarote, Belfast, al mismo tiempo que ayudaba a Jimmy a acostarse de nuevo, sentía hormiguear el deseo de no perder nada de la trifulca y retenía a duras penas las lágrimas de su emoción fácil. James Wait, tendido de espaldas bajo sus mantas, lanzaba gemidos entrecortados.

      —No tengas miedo; nosotros te apoyaremos —aseguró Belfast atareado a los pies del negro.

      —Saldré mañana por la mañana…, ya veremos…, será preciso que vosotros… —farfulló Wait—. Saldré mañana…, no hay patrón que valga.

      Con gran trabajo levantó un brazo y se pasó la mano por el rostro.

      —No vuelvas a dejar que ese cocinero… —suspiró.

      —No, no —dijo Belfast volviendo la espalda a la litera—. Ya verá lo que sale ganando si se te acerca.

      —Le romperé el hocico —exclamó débilmente James Wait en un paroxismo de rabia impotente—; no quisiera matar a nadie, pero…

      Jadeaba rápidamente, como un perro después de una carrera bajo el sol. Alguien gritó desde fuera, junto a la puerta:

      —Está tan bien como el que más.

      Belfast empuñó el botón de la cerradura.

      —¡Oye! —llamó James Wait precipitadamente y con una voz tan clara que el otro giró sobre sí mismo dando un salto.

      James Wait, tendido, negro y cadavérico bajo la luz deslumbrante, volvió la cabeza sobre la almohada. Sus ojos contemplaban fijamente a Belfast con una expresión suplicante y descarada.

      —Estoy un poco débil por haber permanecido acostado tanto tiempo —dijo claramente.

      Belfast aprobó con una inclinación de cabeza.

      —Pero me restablezco —insistió Wait.

      —Sí. Ya había yo observado que estabas mejor desde hace… un mes —dijo Belfast mirando al suelo—. ¡Eh! ¿Qué es eso? —gritó luego y salió corriendo.

      Tan pronto como salió, dos hombres que chocaron con él lo lanzaron contra el muro de la toldilla. Un estruendo de querellas parecía envolverlo. Logró desasirse y vio tres formas indecisas en pie, aisladas en la sombra menos opaca, bajo el arco de la vela mayor que subía por encima de sus cabezas como la muralla convexa de un alto edificio. Donkin silbaba.

      —Vamos por ellos… está oscuro.

      El grupo se dirigió hacia popa y se detuvo luego repentinamente. Donkin, ágil y delgado, pasó rasando el suelo y describiendo un molinete con el brazo derecho; luego se paró en seco con los dedos rígidamente tendidos hacia el cielo.

      Se oyó cruzar por el aire un objeto macizo que pasó volteando por entre la cabeza de los dos oficiales, fue a rebotar pesadamente a lo largo de la cubierta y golpeó la escotilla con un choque pesado y sordo. La forma maciza de mister Baker se precisó:

      —¡Cuidado con perder la cabeza, muchachos! —gritó dirigiéndose hacia el grupo que se había detenido.

      —Venga acá, mister Baker —ordenó el patrón con voz tranquila.

      El piloto obedeció de mala gana. Hubo un minuto de silencio y luego estalló un alboroto ensordecedor. Dominando el tumulto, la voz de Archie afirmó enérgicamente:

      —Si vuelves a empezar, diré que eres tú.

      Gritaban:

      —¡Detente!

      —¡Suelta eso!

      —No nos convencerán de ese modo.

      El racimo humano de formas negras osciló hacia los empalletados y volvió luego hacia la toldilla.

      Sombras vagas se tambaleaban, caían, se levantaban de un salto. Bajo los pies vacilantes sonaban los cáncamos.

      —¡Suelta eso!

      —¡Déjame!

      —No.

      —Maldito…

      Luego un ruido de bofetada, de trozo de hierro cayendo sobre la cubierta, de lucha breve, en tanto que la sombra de un cuerpo cortaba la escotilla mayor en su rápida carrera, oblicuamente, ante la sombra de un puntapié. Una voz que lloraba de rabia vomitó un torrente de injurias innobles.

      —¡Dios mío, están arrojando cosas! —gruñó mister Baker consternado.

      —Las arrojan contra mí —dijo el capitán tranquilamente—. He sentido pasar algo por el aire. ¿Qué era? ¿Una cabilla de hierro?

      —¡Demonio! —dijo mister Creighton.

      Las voces confusas de los marineros en medio del barco se mezclaban al chapoteo de las olas, subían por entre las velas mudas y distendidas, parecían desbordarse en la noche, más allá del horizonte, más arriba del cielo. Las estrellas brillaban sin desmayo encima de los mástiles inclinados. Estelas de luz estriaban el agua, rotas por la roda en marcha, y, tras el paso del barco, temblaban todavía largo tiempo, como atemorizadas por el murmullo del mar.

      Entretanto, el timonel, deseoso de saber lo que pasaba, había abandonado la rueda, y, curvado en dos, corrió con largos pasos amortiguados hasta la toldilla.

      El Narcissus , abandonado a sí mismo, se volvió lentamente en dirección al viento, sin que nadie se diese cuenta. Se balanceó ligeramente, y las dormidas velas se despertaron de pronto, golpearon todas a la vez los mástiles con

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