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quitó las botas sin desatarse los cordones y se acostó en la cama.

      Se oyó un crujido, cantaron los muelles. El abuelo apareció en el suelo.

      El vendedor, sonriendo imperturbable, desplegó otra cama.

      Se repitieron los crujidos. El abuelo soltó un sordo improperio y se frotó la espalda.

      El vendedor colocó la tercera cama plegable.

      En esta ocasión, los muelles aguantaron, pero las patas de aluminio se doblaron silenciosamente. El abuelo aterrizó con suavidad. Al poco rato el local se llenó de camas mágicas retorcidas. Trizas de lona de colorines colgaban por todas partes; los armazones retorcidos emitían pálidos destellos.

      Después de regatear cierta compensación, el abuelo se compró un bocadillo y abandonó el lugar.

      Pero la reputación de la casa americana quedó por los suelos. En lo sucesivo, la casa Merher, Merher and Co. se dedicó a vender arañas de cristal…

      El abuelo Isaak comía mucho. No cortaba las barras de pan a lo ancho, sino a lo largo. Cuando alguien lo invitaba a comer, la abuela Raísa no dejaba de sonrojarse. Antes de acudir al convite, el abuelo comía en casa. Pero tampoco eso bastaba. El hombre doblaba las rebanadas de pan por la mitad. Bebía vodka en las copas del agua de soda. Al llegar los postres pedía que no retiraran los platos. Y al volver a casa cenaba aliviado…

      El abuelo tuvo tres hijos. El pequeño, Leopold, se fue siendo muy joven a China. Y de allí se trasladó a Bélgica. Pero él tendrá su propio relato.

      A los mayores, Mijaíl y Donat, les atraía el arte. Abandonaron la provinciana Vladivostok y se instalaron en Leningrado. Hasta allí los siguieron el abuelo y la abuela.

      Los hijos se casaron. Al lado del abuelo parecían escuálidos y poca cosa. Ambas nueras miraban con buenos ojos al abuelo.

      En Leningrado se colocó de algo parecido a un administrador de inmuebles. Por las tardes arreglaba relojes y fogones eléctricos. Seguía siendo extraordinariamente fuerte.

      Una vez, en el callejón Scherbakov, un chófer lo insultó. Al parecer lo llamó «cerdo judío».

      El abuelo agarró el camión de tonelada y media. Lo detuvo. Apartó de un empujón al chófer, que había saltado de la cabina. Levantó el camión por el parachoques y lo atravesó en el callejón.

      Los faros del camión quedaron empotrados en el edificio de los baños. Y la parte posterior, en las rejas del jardín Scherbakov.

      El chófer, al darse cuenta de lo sucedido, se echó a llorar. A ratos lloraba y a ratos amenazaba.

      —¡Te voy a dar con el gato! —decía.

      —Atrévete… —le replicaba el abuelo.

      El vehículo estuvo dos días en el callejón. Después, una grúa vino a rescatarlo.

      —¿Por qué no le diste simplemente en los morros? —le preguntó mi padre.

      El abuelo se quedó pensativo. Luego dijo:

      —Tuve miedo de que me gustara…

      Ya he dicho que su hijo menor, Leopold, recaló en Bélgica. Una vez vino a vernos un hombre de su parte. Se llamaba Monia. Monia le trajo al abuelo un esmoquin y una enorme jirafa inflable. Como comprendimos más tarde, la jirafa servía de percha para sombreros.

      Monia echaba pestes del capitalismo, se maravillaba de la industria soviética; luego se marchó.

      Al poco arrestaron al abuelo, acusado de ser un espía belga. Le cayeron diez años. Diez años sin derecho a correspondencia. Eso significa que lo ejecutaron. Tampoco habría sobrevivido. Los hombres corpulentos soportan mal el hambre. Y peor aún la humillación y el insulto…

      Veinte años más tarde, mi padre tramitó su rehabilitación. Rehabilitaron al abuelo por inexistencia de delito.

      Y entonces uno se pregunta: si no hubo delito, ¿qué hubo? ¿Por qué segaron aquella vida disparatada y divertida?…

      Aunque no nos conocimos, pienso en él a menudo.

      Por ejemplo, alguno de mis amigos comenta asombrado:

      —¿Cómo puedes beber el ron en tazón?

      Y al instante me acuerdo del abuelo.

      O cuando mi mujer me dice:

      —Hoy estamos invitados en casa de los Dombrovski. Come algo antes de salir.

      Y de nuevo recuerdo a aquel hombre.

      También me acordé de él en la celda de la cárcel…

      Tengo varias fotos del abuelo. Mis nietos nos confundirán al hojear el álbum familiar…

      Capítulo 2

      Mi abuelo materno se distinguía por tener un temperamento más que severo. Hasta en el Cáucaso lo tenían por persona irascible. Su mujer y sus hijos temblaban ante su sola mirada.

      Cuando algo lo sacaba de quicio, fruncía el ceño y exclamaba en voz baja:

      —¡TU UTAMÁ!

      La misteriosa expresión literalmente paralizaba a quienes se hallaban a su lado. Les infundía un pavor místico.

      —¡TU UTAMÁ! —exclamaba el abuelo.

      Y en la casa se instalaba un silencio sepulcral.

      Mi madre nunca llegó a descifrar el sentido de aquella expresión. También yo tardé muchos años en comprenderla. Solo cuando fui a la universidad, inesperadamente, caí en la cuenta. Pero ya no se lo expliqué a mi madre. ¿Para qué?…

      Creo que el mal carácter de mi abuelo se debía a su peculiar educación. Su padre, campesino, solía atizarle con un leño. Una vez lo dejó en un pozo abandonado. Lo tuvo en el pozo un par de horas. Luego hizo bajar un pedazo de queso y media botella de vino. Y solo una hora más tarde lo sacó, empapado y borracho…

      Tal vez por eso el abuelo creció tan severo e irritable.

      Era un hombre alto, elegante y orgulloso. Trabajaba de empleado en la sastrería de Epstein. Con los años, se convirtió en copropietario de la tienda.

      Repito, era guapo. Frente a su casa vivía la numerosa prole de los príncipes Chikvaídze. Cuando el abuelo atravesaba la calle, las jovencitas Eteri, Nana y Galatea Chikvaídze se asomaban a la ventana.

      Toda la familia se le sometía sin rechistar.

      Él, en cambio, no se sometía a nadie. Incluidas las fuerzas celestiales. Uno de los duelos de mi abuelo con Dios acabó en tablas.

      En Tiflis se esperaba un terremoto. Ya entonces existían centros meteorológicos. Por añadidura, se daban todas las señales que designan las creencias populares. Los sacerdotes iban por las casas e informaban a la población.

      Los habitantes de Tiflis abandonaron sus casas, llevándose los objetos de valor. Muchos dejaron incluso la ciudad. Los que se quedaron encendieron hogueras en las plazas.

      En los barrios ricos operaban tranquilamente los ladrones. Se llevaban la leña, los muebles, la vajilla.

      Solo una de las casas de Tiflis permanecía iluminada. Mejor dicho, una sola de las habitaciones de la casa. Justamente el despacho de mi abuelo.

      No quiso abandonar su hogar. Los parientes intentaron convencerlo, sin éxito.

      —Vas a morir, Stepán —le decían.

      El abuelo fruncía disgustado el ceño y pronunciaba sombrío y triunfal:

      —¡K-A-A-KEM!…

      (Que significa, con perdón, «me cago en vosotros»).

      La abuela condujo a los niños a un descampado. Se llevaron de casa todo lo necesario, incluidos el perro y

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