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un plan, quería decir. Y hacer malabarismo de bastón es parte del plan. Cerró los ojos e imaginó a su papá en un gabinete de cafetería, sentado frente a Lee Ann Dickerson.

      Imaginó a su papá abriendo el periódico y descubriendo que ella era Pequeña Señorita Neumáticos de Florida. ¿No estaría impresionado? ¿No querría volver a casa de inmediato? ¿Y Lee Ann Dickerson no estaría impactada y celosa?

      —¿Qué pudo haber visto tu papá en esa mujer? —dijo la mamá de Raymie, casi como si supiera lo que Raymie estaba pensando—. ¿Qué pudo haber visto en ella?

      Raymie agregó esta pregunta a la lista de preguntas imposibles e incontestables que los adultos solían formularle.

      Pensó en el señor Staphopoulos, su entrenador de salvamento del verano anterior. No era el tipo de hombre que hiciera preguntas que no tenían respuesta.

      El señor Staphopoulos hacía una sola pregunta: ¿Vas a solucionar problemas o a ocasionarlos?

      Y la respuesta era obvia.

      Debías solucionarlos.

      DIEZ

      El señor Staphopoulos tenía pelo en los dedos de los pies y vello a lo largo de toda su espalda. Se colgaba un silbato plateado alrededor del cuello. Raymie creía que nunca se lo quitaba.

      El señor Staphopoulos era muy apasionado en lo concerniente a que la gente no se ahogara.

      —¡La tierra viene después, señores! —eso era lo que el señor Staphopoulos decía a sus estudiantes de Salvamento 101—. El mundo está hecho de agua, y ahogarse es un peligro siempre presente. Debemos ayudarnos unos a otros. Seamos solucionadores de problemas.

      Entonces el señor Staphopoulos haría sonar su silbato, lanzaría a Edgar al agua, y comenzaría la clase de salvamento.

      Edgar era el maniquí que simulaba ahogarse. Medía como tres metros. Estaba vestido con jeans y una camisa a cuadros. Tenía botones en vez de ojos, y su sonrisa estaba dibujada con marcador permanente rojo. Estaba relleno de algodón que nunca terminaba de secarse, y en las manos y pies y estómago tenía cosidas piedras para que se hundiera. Olía a moho: una especie de olor dulzón y triste.

      El señor Staphopoulos hizo a Edgar. Lo había diseñado para que se ahogara.

      Parecía un motivo extraño por el cual ser llamado al mundo: ahogarse, ser rescatado, ahogarse otra vez.

      También era extraño para Raymie que Edgar estuviera condenado a sonreír durante todo el proceso.

      Si ella hubiera hecho a Edgar le habría puesto una expresión de mayor perplejidad en el rostro.

      De cualquier manera, tanto Edgar como el señor Staphopoulos ya no estaban. Se habían mudado a Carolina del Norte al final del verano anterior.

      Raymie los había visto en el estacionamiento del supermercado Tag & Bag el día que se fueron. Todas las pertenencias del señor Staphopoulos estaban empacadas en su camioneta, e incluso llevaba algunas cosas sujetas al toldo. Edgar iba sentado en el asiento trasero, mirando directo al frente. Por supuesto, estaba sonriendo. El señor Staphopoulos abordaba el coche. Raymie lo llamó:

      —Adiós, señor Staphopoulos.

      —Raymie —respondió él, y se dio la vuelta—. Raymie Clarke —cerró la puerta de su camioneta y caminó hacia ella. Puso la mano sobre la cabeza de Raymie.

      Hacía calor en el estacionamiento de Tag & Bag. Había gaviotas revoloteando y graznando, y la mano del señor Staphopoulos se sentía pesada y ligera al mismo tiempo.

      El señor Staphopoulos vestía unos pantalones color caqui y sandalias. Raymie veía los pelos en sus pies. El silbato estaba colgado alrededor de su cuello y el sol se reflejaba en él y hacía que se viera como un pequeño círculo de luz. Parecía como si algo en medio del pecho del señor Staphopoulos estuviera en llamas.

      El sol hacía destellar los carritos de súper abandonados y los volvía mágicos, hermosos. Todo relucía. Las gaviotas graznaban. Raymie pensó que algo maravilloso estaba a punto de suceder.

      Pero no sucedió nada, excepto que el señor Staphopoulos dejó la mano sobre su cabeza por lo que pareció ser un largo tiempo, y luego la levantó, le dio un apretón en el hombro y dijo:

      —Adiós, Raymie.

      Sólo eso.

      —Adiós, Raymie.

      ¿Por qué esas palabras eran tan importantes?

      Raymie no lo sabía.

      ONCE

      Ya en casa, después de la muy extraña clase de malabarismo de bastón, Raymie se sentó en su habitación con la puerta cerrada y comenzó a llenar la solicitud para Pequeña Señorita Neumáticos de Florida. Era una fotocopia de dos páginas, y era obvio que el señor Pitt, el dueño de Neumáticos de Florida, la había mecanografiado. No lo había hecho muy bien. La solicitud estaba repleta de errores, que por algún motivo hacían que todo el plan (el concurso y que Raymie lo ganara y la consiguiente esperanza de que al ganarlo su papá volviera a casa) pareciera dudoso.

      La primera pregunta estaba en mayúsculas. Decía: ¿QUIERES SER PEQUEÑA SEÑORITA NEUMÁTICOS DE FLORIDA 1975?

      No había espacio para la respuesta, pero Raymie pensó que sería mejor hacerlo, ya que la solicitud decía: “Asegúrate de risponder TODAS las preguntas”.

      Raymie escribió SÍ muy apretado justo después del signo de interrogación. Usó puras mayúsculas. Pensó añadir un signo de exclamación, pero decidió no hacerlo.

      Y luego escribió su nombre: Raymie Clarke.

      Y su dirección: Calle Borton 1213, Lister, Florida.

      Y luego su edad: 10.

      Se preguntó si Louisiana y Beverly estarían sentadas en sus habitaciones llenando sus solicitudes. ¿Uno tenía que llenar la solicitud para un concurso si es que intentaba sabotearlo?

      Raymie cerró los ojos y vio a Louisiana escribiendo en el aire las palabras Los Elefantes Voladores con el bastón. ¿Cómo podía competir Raymie con alguien proveniente del mundo del espectáculo?

      Raymie abrió los ojos y miró por la ventana. La vieja señora Borkowski estaba sentada en una tumbona en medio de la calle. Las agujetas de sus zapatos estaban desatadas. Tenía el rostro levantado hacia el sol.

      La mamá de Raymie decía que la señora Borkowski estaba chiflada. Raymie no sabía si eso era verdad o no. Pero ella pensaba que la señora Borkowski sabía cosas, cosas importantes. Algunas de las cosas que sabía las decía. Y se negaba a decir otras cosas que también sabía, a veces se limitaba a decir Fffffttttt cuando Raymie pedía más información.

      La vieja señora Borkowski quizá sabía quiénes eran los Elefantes Voladores.

      Raymie volvió a mirar la solicitud. Decía: “Por favor, enlista todas tus BUENAS OBRAS. Utiliza una hoja de papel adicional si es necesario”.

      ¿Buenas obras? ¿Qué buenas obras?

      El estómago de Raymie se encogió. Se levantó del escritorio, salió de su habitación, fue a la puerta principal y salió a la calle. Se paró enfrente de la tumbona de la señora Borkowski.

      —¿Qué? —dijo la señora Borkowski sin abrir los ojos.

      —Estoy llenando una solicitud —dijo Raymie.

      —Sí, ¿y?

      —Se supone que debo hacer buenas obras —dijo Raymie.

      —Una vez —dijo la señora Borkowski. Chasqueó los labios. Sus ojos seguían cerrados—. Una vez algo pasó.

      Obviamente, la señora Borkowski intentaba contar una historia. Raymie se sentó en medio de la calle a los pies de la señora

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