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de movilizar en nosotros las energías propias de la creatividad. Ahora bien, ¿cómo podemos adentrarnos en estas güijas y espiritismos de los espacios?

      Lo que os sugerimos, apoyándonos y contrapunteando algunas propuestas de Lappin, es un decálogo abierto de posibles abordajes para la ensoñación de espacios y paisajes. Os toca ensayarlo, cada uno a vuestro modo.

      Tomar nota de esos espacios a los que volvemos en nuestros sueños.

      Viajar, caminar. Exponernos al extrañamiento de nuevos paisajes.

      Transportarnos allí con un cuaderno de notas y dedicarnos, como diría san Juan de la Cruz, a esa harta contemplación y a anotar esos éxtasis.

      Desarrollar en cada viaje que hagamos una «ciencia de intuiciones» (Durrell). Dar con nuestras propias lecturas y correspondencias, siempre en la periferia de lo turístico.

      Cultivar esa fina conjunción entre la geografía, la antropología y la arqueología de cada lugar con voluntad poética.

      Investigar documentos asociados a esos espacios: viejos mapas, archivos, postales, fotografías, ilustraciones de revistas, canciones, hemerografía, cartas.

      Revisar lo que otros creadores y artistas han escrito, pintado, fotografiado, dicho o imaginado sobre ese lugar.

      Tomar nota de nombres con aura sonora (pueblos, calles, casas, locales).

      Hacernos con objetos que atesoremos como símbolos o fetiches. No descartar suvenires.

      Cultivar y documentar lo que Coleridge llamaba «reliquias de sensación», es decir, toda clase de experiencias sensoriales y espirituales de alta orfebrería.

      Este decálogo reúne una serie de rutinas que nos ayudarán a recrear lo que Lappin llama the mood of a location (la firma de un paisaje, la sensación que emana) y que podríamos traducir en contigüidades semánticas: el humor, el temperamento y el ánimo; la fisiología, la pulsión y el espíritu de un lugar. Así motivaremos eso que Virginia Woolf llama «momentos del ser» y que, lo mismo que las epifanías de Joyce, constituyen experiencias de conciencia lúcida en torno a nuestros mapas, geografías, paisajes y espacios más íntimos: una nueva luz portadora de la llave que nos libere de la profecía de Kavafis y nos sensibilice hacia el temblor de nuevos umbrales.

      7

       El reloj secreto.

       El tiempo del relato

      Alejandro Marcos

      La historia narra la vida en el tiempo, en tanto que la novela —si es buena— […] refleja además la vida de acuerdo con sus valores.

      E. M. Forster

      La escritura no puede sustraerse del tiempo como pueden hacer otras artes. Solo tiene sentido en él. Siempre ocurre hacia delante.

      Como pasa con la música, el tiempo no afecta solo a la literatura como un fenómeno físico mensurable, sino que además transforma al propio producto resultante: la historia que se está contando. Nosotros tardamos una serie de minutos en leer un cuento pero, dentro de la narración misma, el tiempo es diferente. Ese tiempo también influye en nuestro modo de percibir el texto. Uno y otro no suelen coincidir.

      En este capítulo vamos a aprender a diferenciar cada uno de esos «tiempos» diferentes, y analizaremos algunas técnicas para escribir contando con la temporalidad siempre a nuestro favor.

      7.1. El tiempo interno y el externo

      Lo primero que tenemos que diferenciar es el tiempo externo y el tiempo interno del relato:

      El tiempo externo es ajeno a la narración, es decir, es el tiempo objetivo (el que se podría calcular con un reloj) que tardamos en leer el relato entero, desde la primera palabra hasta el último punto.

      El tiempo interno, por el contrario, es el tiempo que transcurre dentro de la historia. Es el período que abarca toda la narración, desde el primer hecho que se narra, hasta el último. Pueden ser días, semanas, décadas y hasta siglos.

      En el relato «El gusano», de Roberto Bolaño, se nos cuenta la relación que establece un chico que ha dejado el colegio, un joven Arturo Belano, con un asesino retirado a lo largo de un periodo indefinido (unos dos meses). Hagamos un cálculo básico: el relato se tarda en leer unos quince minutos (tiempo externo). El tiempo que transcurre «dentro» de la historia son esos dos largos meses en los que los dos personajes establecen una relación de amistad (tiempo interno).

      Habremos de tener en cuenta que, entre el tiempo externo y el interno, pueden establecerse tres tipos de relaciones:

      Cuando el tiempo externo es inferior al tiempo interno. Sucede en la mayoría de las historias. Para conseguir comprimir la temporalidad y narrar periodos largos (días, semanas o meses) será necesario emplear algunas técnicas, como el resumen o la elipsis.

      Cuando el tiempo externo es igual al tiempo interno. Suele darse sobre todo en relatos articulados sobre la unidad del espacio, tiempo y acción, y con narradores cámara. Un ejemplo es el relato «Los asesinos» de Ernest Hemingway: unos criminales entran en un restaurante. Se narra minuto a minuto lo que sucede allí. Es lógico pensar que nuestro recurso ideal para contar este momento será la escena.

      Cuando el tiempo externo es superior al tiempo interno. La posibilidad más rara. Pero podemos encontrarla en relatos como «El Aleph», de Borges. Cuando el protagonista mira dentro del Aleph, suceden muchos hechos al mismo tiempo, todo dura un instante y, sin embargo, nosotros tardamos más que ese instante en leer todas las acciones.

      Veremos con más detenimiento esas técnicas narrativas —resumen, elipsis, escena…— cuya elección depende íntimamente del tiempo en los capítulos 9 y 10.

      7.2. Tiempo de la historia y tiempo del discurso

      Dentro del tiempo interno encontraremos el tiempo de la historia y el tiempo del discurso. Su diferencia radica en lo siguiente: en un relato no podemos contar absolutamente todo lo que pasa en el periodo que abarca la historia, a no ser que se trate de una simple escena que transcurre en un lapso muy breve. Hay que hacer una selección o el lector se aburrirá y buscará una lectura más interesante.

      Tiempo de la historia es el tiempo que se sucede entre la primera acción narrada en el relato y la última. Por ejemplo, en el relato «El rastro de tu sangre en la nieve», Gabriel García Márquez nos cuenta la historia de amor de Billy Sánchez y Nena Daconte, que abarca exactamente tres meses y diez días.

      Tiempo del discurso: se compone solo de las acciones narradas en el relato, obviando aquellas que no son relevantes para el desarrollo de la narración y que, por lo tanto, no aparecen en el texto. En el mismo relato de Gabriel García Márquez no se nos narran todas las acciones de los tres meses de relación de la pareja. Se nos narra con detenimiento tan solo la última semana y, aun así, ni siquiera se nos detallan todas las acciones que realizan los personajes esos días.

      7.2.1. Relaciones entre tiempo de la historia y tiempo del discurso: orden, duración y frecuencia

      Siguiendo la terminología establecida por Gérard Genette, la relación entre el tiempo de la historia y el tiempo del discurso puede dividirse en términos de orden, de duración o de frecuencia.

      7.2.1.1 Orden

      Esta relación establece la diferencia entre el orden cronológico de los acontecimientos de la historia y el orden textual en el que aparecen esos acontecimientos narrados en el relato. Si el orden cronológico y el textual coinciden, hablaremos de una relación de concordancia entre el orden del tiempo del discurso y el de la historia, mientras que, si no coinciden, hablaremos de una relación de discordancia.

      Esa discordancia supone, siempre, un salto temporal en el orden cronológico, ya sea hacia atrás (en cuyo caso hablaremos de una retrospección o analepsis) o hacia delante (donde nos encontraríamos

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