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mencionado a su madre –continuó la voz de Quint Damian–, pero si acepta que nos veamos, podría explicárselo. Lo único que le pido es que escuche lo que tengo que decirle.

      –¿Qué pasa con mamá? Está en la cocina guardando la compra.

      Greeley apagó el contestador, silenciando la voz del señor Damian en mitad de una frase.

      –Quiere venderme algo –repuso, mirando más allá del hombro de Worth.

      –¿Qué?

      –Una lápida –fue la respuesta más creíble que se le ocurrió–. Dijo que empezaba a hacerse mayor.

      –Me gustaría oír cómo se lo dice a mamá a la cara –Worth rio.

      –¿Decirme qué? –Mary Lassiter apareció en el vestíbulo.

      –Un tipo intenta venderle a Greeley una lápida para ti porque empiezas a hacerte vieja.

      –¿Qué? –Mary observó la luz roja que parpadeaba en el contestador y levantó el auricular del teléfono–. Aquí Mary Lassiter, quiero que sepa que solo tengo cincuenta y tres años y no espero que mi familia necesite una lápida para mí en al menos otros treinta años o más, de modo que puede… –una expresión aturdida apareció en su rostro–. ¿Después de tantos años? –miró a Greeley. Esta se sentó en la silla que había junto al aparato, sin apartar la vista de la cara de su madre–. No, si Greeley no quiere hablar con usted, es algo que ella ha decidido y yo no puedo ayudarlo –escuchó mientras retorcía el cordón del teléfono–. No lo sé. Quizá yo podría ir a reunirme con usted, señor Damian, si primero me diera una explicación.

      –No –musitó Greeley con un nudo de pavor en el estómago; le quitó el auricular a su madre–. A las seis –anunció con voz áspera–. En el Lirio Dorado en el St. Christopher Hotel –colgó con fuerza.

      Worth miró a las dos.

      –¿Quiere alguien aclararme qué está pasando?

      –No estoy segura –respondió Mary–. Un hombre llamado Quint Damian quiere hablar con Greeley sobre Fern Kelly.

      –¿Quién es Fern Kelly? Oh. Ella. ¿Qué podría desear de Greeley?

      –No tengo ni idea. ¿Y tú, Greeley?

      Los ojos azules de su madre y su hermano la miraron extrañados. Los de ella eran más grises que azules, pero había heredado los pómulos altos y la boca que Worth había recibido de su padre.

      –Ojalá tuviera el pelo rubio –soltó.

      –¿Quieres parecerte a los bombones de tus hermanas? –Worth sonrió.

      –Sí.

      La sonrisa de su hermano se desvaneció y miró a su madre con expresión enigmática.

      –Heredaste el resplandeciente pelo castaño de tu padre –Mary alargó la mano y pasó un dedo por una ceja de Greeley–. Eso y tus cejas. Las de él tampoco se arqueaban.

      –No tengo la nariz de nadie –se refería a que no se parecía a la de Worth, la de sus hermanas o la de Mary.

      –Claro que sí –Worth le rodeó los hombros con un brazo–. Tienes una nariz pequeña y respingona. Como la de las ardillas.

      –Tonto –sonriendo a pesar del bloque de hielo que le constreñía el pecho, le dio un codazo en el costado–. Sabes a qué me refiero.

      –Lo sé –le apretó un hombro–. Iré yo a hablar con ese tipo. Que me diga a mí qué quiere.

      –No, Worth –Mary apoyó la palma de la mano en la mejilla de Greeley–. Debo ir yo. Después de tanto tiempo… Iré a averiguar qué hace aquí el señor Damian.

      –Iremos los dos –insistió Worth.

      Greeley quería dejar que fueran ellos. Pero no podía. Durante veinticuatro años se había aprovechado de su amabilidad y generosidad. La emoción le estranguló la voz.

      –Os quiero –tragó saliva–. Pero voy a ir yo, gracias.

      –No tienes por qué hacerlo –afirmó Worth, observándola–, aunque si estás segura de que eso es lo que deseas…

      –Lo estoy –nunca en su vida había estado menos segura de algo.

      Toda la atmósfera tranquila y elegante del restaurante le indicó a Quint que la cena en el Lirio Dorado le iba a salir muy cara. «De tal palo, tal astilla», pensó sobre Greeley.

      No la vio entre los tempranos comensales. Aunque jamás había contemplado una foto suya, apostaba que reconocería a la hija de Fern en cuanto posara los ojos en ella.

      Una diosa alta y rubia de pelo largo entró en el restaurante. Observó el salón y cuando clavó la vista en él se detuvo.

      Su abierto interés lo desconcertó, hasta que la respuesta estuvo a punto de tirarlo de la silla. No había esperado que Greeley Lassiter fuera tan alta. Ni tan rubia. Habría apostado su último dólar a que el cabello rubio de Fern era teñido.

      Él hizo un gesto de asentimiento. Ella le lanzó una desagradable mirada.

      Era evidente que la señorita Lassiter no estaba contenta de conocerlo.

      Quint apartó la silla. Antes de poder incorporarse, entró un niño pelirrojo seguido de un caballero alto y bien vestido a los que ella saludó de un modo tan íntimo que supo que los tres iban juntos. Cuando la mujer se volvió se dio cuenta de que estaba embarazada. Se relajó y bebió un sorbo de vino, burlándose de sí mismo por imaginar que podría haber despertado el interés de esa mujer.

      La señorita Lassiter llegaba tarde. Como su madre. A Fern le gustaba hacer esperar a los hombres. Quint contuvo su irritación. Esperaría lo que fuera necesario.

      Una niña pelirroja apareció dando saltos y saludó con gritos de júbilo al trío que él observaba. Hasta el niño se entregó a los abrazos y besos entusiastas de la pequeña. ¿Sería su hermano?

      Entró otra pareja, un vaquero y una mujer rubia que era una copia exacta de la primera, salvo por el pelo corto.

      Se preguntó quiénes serían y a qué se debía el evidente interés que mostraban en él.

      Una explosiva mujer de cabello castaño se hallaba en la entrada; el intenso rojo de su vestido contrastaba con las paredes claras del restaurante. Debía haber una ley en contra de los vestidos sexys que llegaban hasta los tobillos y exhibían una raja tan marcada por delante.

      Quint experimentó el loco impulso de olvidar a Greeley Lassiter y llevarse a esa belleza a la habitación que tenía en el hotel.

      –Señor, ¿desea algo mientras espera?

      –No, gracias –la miró. Concentrado en la morena, no había visto acercarse a la camarera–. Esperaré a mi invitada.

      La joven se marchó. Probablemente pensaba que le habían dado plantón, pero él sabía que no. La zanahoria que había puesto delante de la nariz de la hija de Fern, la insinuación de dinero, la llevaría hasta allí.

      Volvió a mirar hacia la entrada. Ahí no había nadie. Ridículamente decepcionado, escrutó la sala. La vio junto a la mesa donde se sentaban las mujeres rubias.

      Parpadeó. Quizá debería dejar el vino. O avivar su vida social. Sí, la mujer era atractiva, pero en absoluto una diosa sexual. Con el niño pelirrojo abrazado a su cuello, la mujer parecía bastante corriente.

      Se volvió y lo observó. La rubia del pelo largo dijo algo, pero la morena realizó un gesto con la mano, se separó del pequeño y caminó hacia Quint.

      Este sintió un nudo en el estómago cuando la mujer se detuvo ante su mesa.

      –¿Señor Damian?

      –Sí –se puso de pie. La fragancia floral que irradiaba lo mareó. Quint no tenía ni idea de

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