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dirá Quítale todo, y también A qué esperas. Dos frases cortas pero determinantes que dirá mientras se desajusta el cinturón con los ojos clavados en el pubis de Astrid, que enseguida quedará al descubierto. Después vendrán las bofetadas y un quejumbroso despertar. El desconcierto y el peso y por supuesto los gritos y por qué no el dolor. Y las manos que sujetan. Y otra mano que tapa otra boca.

      Así.

      Marta piensa en Fran pero también en Thomas. Sabe que vendrán de un momento a otro. Por eso piensa qué dirá cuando lleguen. Lo cierto es que ya lo sabe. Lo supo un instante antes de decir Esperad, esperad. Dirá que las atacaron. Tres tíos, dirá. Y dirá que ella había ido a orinar entre la vegetación y que todo ocurrió de pronto. Y dará a entender que a las dos les sucedió lo mismo: el mismo miedo, el mismo ultraje. Aunque esto último tampoco será cierto porque dentro de un rato comprobará que a Astrid, los tres jóvenes, le harán cosas que no le hicieron a ella. Entonces dirá que las separaron, que no pudieron defenderse, que pidieron auxilio a voces, que no había ni un alma, que todo fue horrible. Eso dirá. Que las violaron en distintos sitios, en distintos momentos. Y que todo lo demás no lo recuerda. Tres tíos, dirá. Y llorará y se cubrirá el rostro como si de ese modo pudiera ocultar y sostener y tapar todas las mentiras.

      Ahora está sentada con la espalda y la nuca contra uno de los abedules. Magullada y en silencio pero al fin vestida. El calvo la vigila de cerca. Ninguno de los dos sabe qué está sucediendo en el cobertizo, ni que pronto tendrán que ir hasta allí. El calvo tal vez lo intuya porque no sería la primera vez que se cuelan en esa parcela abandonada, que nadie en toda la comarca quiere comprar ni alquilar ni tan siquiera acercarse porque todos saben que es un territorio marcado por la desgracia.

      Marta, magullada pero vestida, piensa. No dice nada: todo está en su cabeza: el pasado, el presente, el futuro. Sobre todo el futuro.

      El calvo lee en la pantalla del móvil: Ven a la casa de los ahogados y trae a la gorda. Y enseguida dice:

      –Levanta.

      Marta no sabe que la parcela tiene ese mote, ni que en la piscina de la casa, no hace tantos años, se ahogaron dos adolescentes: dos hermanos mellizos que también se inocularon, entre otras ponzoñas, la de la traición. No sabe nada de eso porque ni siquiera sabe adónde la lleva el calvo. Tiene un corte en la ceja y otro en el labio y todavía le duele el cuero cabelludo y más aún debajo de la axila, ahí donde el del parche le dio aquella primera y eficaz patada.

      Todavía están en el bosque cuando Marta se detiene. Le cuesta respirar. Por primera vez cree que la matarán. Tiene esa sensación. Y la tiene como un estremecimiento que de pronto la ahoga. Nos van a matar, piensa. Y también A la barbi igual ya se la han cargado. Y también Me cago en la puta, no quiero morir. Y mientras piensa no siente dolor ni rabia ni frío. Ni arrepentimiento.

      Están, todavía, entre los árboles. Uno detrás del otro. Quietos. Las pisadas dejan de hacer crujir la hojarasca y arriba, más allá de las copas de los abedules, el cielo del valle ya está del todo abducido por el crepúsculo.

      Marta escucha, otra vez, el chasquido de la navaja. El calvo la empuja.

      –Que tires, hostias –dice.

      Enseguida llegarán a la primera línea de abedules y no tardarán en cruzar el camino de tierra. Después, el calvo le ordenará que se cuele por uno de los huecos del aligustre. Después bordearán el perímetro de la parcela. Ninguno de los dos dirá nada hasta que lleguen al cobertizo. Será en ese momento y no antes cuando Marta escuche a Astrid. La escuchará por primera vez después de dejarla allí, pegada al aligustre, todo silencio entre el bosque y la casa. Escuchará gritos y cierto conato de llanto, aunque nada de esto lo escuchará con nitidez hasta que le ordenen sentarse contra el lateral del cobertizo. El calvo dirá: Siéntate ahí y ni se te ocurra hacer ninguna gilipollez. Y enseguida golpeará la puerta con los nudillos, sin dejar de vigilar a Marta. Entonces saldrá el del parche. Los dos jóvenes hablarán por lo bajo. Será un diálogo breve, palabras y gestos a los que Marta no prestará demasiada atención porque estará escuchando, ya con nitidez, el llanto de Astrid. Puede que no sea llanto sino más bien un conjunto de lamentos, casi siempre sesgados por lo que ella sospechará que es una mano, tal vez un calcetín embutido en la boca. No sabrá Marta que primero fue el del parche y después el de perilla y que después, mientras esperaban, el de perilla le dio la vuelta y le separó las piernas con sus propias piernas, con el peso y con la obstinación, mientras el del parche sujetaba las muñecas y observaba aquellos párpados tan apretados, tan enrojecidos, tan suplicantes. Eso Marta nunca lo sabrá. Ni siquiera cuando estén en comisaría y Astrid no consiga expresarse con claridad y entonces Marta complete a su antojo el relato de los hechos.

      Ahora se abren paso entre la hierba alta que rodea y cubre la parcela. Ven, de pronto, el blanco de los cerezos en flor. La imagen es algo fluorescente bajo el manto apagado del crepúsculo. También ven el cobertizo, el calvo más que Marta puesto que ella ni siquiera sabe que ese sitio existe. Hasta que se acercan. Hasta que llegan y el calvo se adelanta y entonces los dos se detienen.

      –Siéntate ahí y ni se te ocurra hacer ninguna gilipollez.

      Los dos oyen el conjunto de lamentos y varios gruñidos y algún chasquido. Todo está mezclado y revuelto hasta que de pronto solo se escucha la voz apagada de Astrid. Es un instante. No son frases en español y ni siquiera son frases completas pero cualquiera que las oyera podría asegurar que está mentando o llamando o pidiendo o recordando a la madre.

      El calvo golpea la puerta con los nudillos. Enseguida sale el del parche. Ambos mantienen un diálogo efímero y por qué no predecible que Marta observa sin poder quitarse de la mente lo que sigue sucediendo dentro, a un palmo de donde está sentada. Entonces el calvo entra en el cobertizo y el del parche se aproxima a Marta. La mira desde arriba. La mira con una expresión poco ambigua. Dice:

      –Me das más asco que antes.

      Y también, aunque volviendo la cara:

      –Puta gorda chivata.

      Y eso será todo. O casi todo.

      Porque después, tal vez un cuarto de hora después, cuando se escuche el claxon de un coche, primero a lo lejos pero enseguida acercándose a la casa, siempre por el camino de tierra, el del parche golpeará varias veces las maderas del cobertizo y dirá, también varias veces, Vámonos. O: Venga, vámonos. Y cuando los tres estén fuera y dispuestos a desaparecer con la misma celeridad con la que aparecieron en el bosque, el del parche accionará la navaja automática y cortará, tras un movimiento rápido de imposible anticipación, la cara de Marta. Así. Desde el pómulo hasta la quijada. Será un corte limpio en medio de la mejilla izquierda. Eso por chivarte, dirá. Y Marta apenas tendrá tiempo de llevarse la mano a esa zona del rostro, y apenas emitirá algo parecido a un suspiro porque siempre es algo parecido a un suspiro lo primero que emite el sorprendido. Y entonces el claxon sonará más cercano que nunca. Y entonces los tres jóvenes emprenderán la huida bajo el ya oscuro cielo del valle.

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