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que se cague.

      El de perilla no dice nada: ríe.

      El otro tampoco dice nada. Está ahí, de pie, en silencio. Lleva un parche en el ojo izquierdo y pendientes en ambas orejas. En realidad no son exactamente pendientes sino unas argollas incrustadas que le expanden el lóbulo. El de perilla y el calvo creen que el otro ya debería haberse desajustado el cinturón, que ya debería haber dicho Quita. Y enseguida: Sujetadle las manos. Y enseguida cubrir a la chica con todo el peso de su cuerpo. Pero nada de eso sucede todavía.

      Siempre que le fue posible, Marta estuvo mirando al hombre joven que le tapaba la boca. Mirando sin ver: su perilla y sus dientes y su aliento y su risa. Hasta que oyó el chasquido y entonces, por primera vez, volteó la cara y se fijó en el del parche.

      El chasquido lo hizo una estridente navaja automática.

      El del parche se acerca. Le da una patada a la altura de la axila. Después un puñetazo en la cara. Aun con la boca tapada, el grito de Marta suena tan vívido. Y aunque sus ojos solo están para seguir el filo que enseña la navaja, las lágrimas, de pronto, la ciegan. Brota sangre desde una de sus cejas.

      El del parche habla por primera vez:

      –Te callas –dice.

      Y la coge de los pelos y le sacude la cabeza y solo después de esas acciones le coloca la punta de la navaja en la mejilla. Y presiona.

      –¿Quieres que te raje?

      Y enseguida:

      –Di. ¿Eso quieres?

      Marta niega con la cabeza.

      –Pues entonces calladita.

      Y rebusca en los bolsillos de la sudadera de Marta. Encuentra el móvil. Se pregunta dónde tendrá la cartera. Dice:

      –Sebosa. Te veo la grasa y me entran arcadas.

      El de perilla ríe:

      –Déjame follarla.

      Y el calvo:

      –Sí, que le pete ese culo gordo.

      Marta no dice nada. La sangre y las lágrimas ya son la misma y viscosa sustancia que recorre y cubre una franja del lado derecho de su cara. Todavía le duele el cuero cabelludo, como si la mano siguiera tirando de sus pelos. Aprieta los párpados. Quiere decir algo pero no puede.

      El del parche dice:

      –Hazle lo que te dé la gana.

      Y dice:

      –Primero quítale un calcetín y méteselo en la boca.

      Marta quiere decir algo.

      Todavía no puede hacerlo.

      Pero podrá.

      Podrá porque tendrá un par de segundos. Una bocanada de aire que entrará y enseguida comenzará a salir envuelta en palabras. Cuando la mano que tapa su boca deje de hacerlo. Uno o dos segundos que le serán suficientes. Aun con la navaja punzando su mejilla y bajo la amenaza de no hablar, Marta lo hará. Dirá: Esperad, esperad. Y alguno de los jóvenes dirá: Que te calles, coño. Pero Marta no se callará, correrá todos los riesgos porque confiará en eso que solo ella sabe cuándo se le ocurrió. Hay una tía, dirá. Y enseguida: Una tía buena. Allí. Y acompañará esa última palabra con un leve movimiento de ojos que señalarán hacia el camino de tierra. Y entonces los tres jóvenes se quedarán un tanto inmóviles, tal vez se miren entre ellos, tal vez incrédulos. Y Marta se dará cuenta de que tal vez funcione. Todo le dará igual mientras consiga librarse. No será un cebo. O sí. O una oferta suculenta y de imposible rechazo. Qué hablas, dirá alguno de los jóvenes. No lo tenía planeado porque quién podría planear algo así. Y dirá: Está sola. Y el del parche, todavía con la navaja en vilo, Que te calles. Pero Marta ya no se callará. Insistirá, cada vez con más ahínco. Hasta que dirá, casi gritando, Es una puñetera barbi, joder. Y entonces alguno de los tres le soltará un puñetazo. Chilla otra vez y verás. Y también: Qué dices de barbi. Y también: Nos tomas por gilipollas. Y ella negará con la cabeza mientras escupe saliva y sangre por el último puñetazo certero. Y como enfadada dirá una nacionalidad. Pero no la verdadera nacionalidad de Astrid. No dirá noruega sino sueca, porque creerá que así será más fácil que visualicen la oferta. Y en verdad será más fácil. La incredulidad de los tres jóvenes comenzará a cobrar cuerpo de posibilidad. Y entonces no dirán nada. O sí. Pero ya estará sembrado el más persuasivo e irritante de los venenos: el de la duda. Y el del parche ordenará que lo comprueben. Id a ver, dirá. Y enseguida dirá a Marta: Como sea una trola te vas a enterar. Eso le dirá al tiempo que la navaja comenzará a tomar distancia de la mejilla. Y Marta creerá que lo logró. Y cerrará un instante los ojos. Y al abrirlos contemplará el cielo cada vez menos brillante, siempre recortado u oculto por las altísimas copas de los abedules.

      Antes, el del parche había dicho Quítale un calcetín y méteselo en la boca.

      Ahora el de perilla se gira, todavía a horcajadas sobre Marta, para quitarle la zapatilla y en el mismo movimiento dice:

      –Verás cómo sí te gusta, guarra.

      Es entonces cuando le libera la boca.

      Es entonces cuando Marta dice:

      –Esperad, esperad.

      Y después dice todo lo demás.

      Nunca nadie debería hacer algo así.

      Y después, después de haberlo dicho todo, después incluso de que los tres jóvenes comprobaran que Marta no mentía, que en verdad existía la sueca, como comenzaron a llamarle a partir de ese momento, que en verdad estaba sola y reducirla sería bien sencillo, solo después de todo eso Marta tendrá las primeras certezas de que logró su cometido.

      El del parche dice:

      –Venga, vamos a cogerla.

      Y dice al calvo:

      –Tú quédate aquí.

      Y sin siquiera mirar a Marta:

      –A la mínima pollada, le zurras.

      Y dice:

      –Toma, mejor.

      Y la navaja vuela hasta caer a los pies del calvo.

      Marta no dice nada. Se sube el tanga tímidamente y enseguida las mallas y también se coloca la sudadera y cuando intenta medio incorporarse, el calvo la coge de los pelos y la lleva casi a rastras hasta el árbol más cercano. Marta no quiere gritar, no quiere hacerlo y lo reprime pero no el quejido que se oye agudo y por qué no virulento y tal vez diga Me haces daño, o Me haces daño, cabrón hijo de puta. Y el calvo tal vez diga Te jodes, o Te jodes por perra. O mejor: A que te cierro la puta boca de un guantazo. No tiene demasiada importancia qué se dicen mientras en el valle cae para siempre la tarde.

      Tampoco tiene demasiada importancia la mala fortuna de esperar con los cascos puestos y tarareando bluegrass y por si fuera poco de espaldas al bosque, con la mirada puesta en aquella casa abandonada y en las montañas que dibuja el horizonte. Tampoco tiene importancia porque le habría pasado más o menos lo mismo de haber estado atenta, expectante, sin música que la distrajera, incluso de frente a los dos jóvenes que salieron del bosque a la carrera, que cruzaron el camino a la carrera y que se le abalanzaron después de asestarle un puñetazo cerca de la oreja. Lo que sí importa es que el puñetazo, eficaz, inesperado, macizo, fue como una bomba en la cabeza de Astrid. Su cuerpo se desplomó contra el aligustre. El de perilla tal vez haya dicho Joder, tío. O mejor: Joder, tío, la has dejado kao. Y quizás haya esbozado una mueca tan parecida a la sonrisa.

      El del parche no dice nada, salta el aligustre y entonces habla:

      –Pásala para este lado.

      Después, enseguida, el de perilla también saltará el aligustre. Y después, ambos bordearán el perímetro de la parcela con el cuerpo de Astrid a cuestas: uno la sujetará por las muñecas, otro la sujetará por los tobillos. Y sin detenerse, mientras la sujetan y

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