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del valle.

      –¿Tú me entiendes cuando te hablo?

      Astrid se quita uno de los auriculares, lo sostiene delicadamente entre los dedos:

      –Qué.

      –Que si te enteras cuando te hablo.

      Entonces dice que sí, que por supuesto. Pero ya no sonríe. Y como si no quisiera hacerlo, observa la agitación y el cuerpo de la otra: las mallas negras, el sudor que sale hasta por donde no alcanza la vista. Es la primera vez que lo hace sin disimular. Observa a Marta desde sus vivaces ojos grises. Y no sabe Astrid que sus ojos grises tienen ese fulgor que solo conservan las personas a las que aún no les ha sucedido ninguna fatalidad. Eso no lo sabe.

      Ni sabe el verdadero motivo del enfado de Marta.

      Esto último tal vez lo intuya. O no. O no importa.

      Pero lo que con total seguridad no sabe Astrid es que dentro de un rato, con el valle todavía iluminado por la tarde, Marta tomará la peor decisión de todas. Acaso la peor de todas las posibles.

      La verdad es que eso no lo sabe ninguna de las dos.

      Pero sucederá.

      No se conocen de nada ni son amigas y cualquiera que las observara durante unos segundos sabría que nunca podrán serlo.

      De pie en medio del sendero y de lo que ya es algo parecido a la nada, Marta no logra sacudirse la ira que arrastra desde antes de montarse en la bicicleta, cuando Fran le explicó que esta tarde echaban fútbol por televisión, y que le apetecía verlo, y que lo mismo iría con Thomas al bar del camping. Marta odia el fútbol. Lo odia con todo su corazón porque es una de las cosas que siempre los separa. Vive con la horrible sospecha de que para Fran el fútbol es más importante que ella. También con la certeza de que Fran, el día menos pensado, la dejará por otra. Por cualquiera que se le cruce, suele pensar, En el curro o en el metro o en la cola del súper o en la puñetera calle. Los corticoides la han transformado físicamente y la han convertido en algo que aborrece. Suele pensar: Ni me toca porque estoy hecha una ballena, fijo que ya no le gusto. Por eso la enfurece que él mire a otras, siempre más delgadas, siempre más sonrientes, siempre más amables y dispuestas.

      –Pues entonces no sé por qué leches corres.

      Astrid no dice nada: observa el entorno mientras se ajusta un auricular. Ya no le apetece interactuar con Marta y aunque no se le note, de tener la capacidad, por ejemplo, de teletransportarse, nadie podría dudar que habría viajado hasta su caravana en ese mismo instante.

      Tampoco Marta dijo nada cuando Fran le explicó que iría con Thomas a ver fútbol. Su rostro se llenó de rabia, se levantó de la mesa y lo dejó hablando solo. Fue hasta el coche, cogió su pequeña mochila, una botella de agua, y regresó para proponerle a Astrid ir a dar un paseo en bicicleta. Fue lo único que se le ocurrió para despejarse pero también para separarlos. Estaban los cuatro bajo el toldo extensible de la caravana, sentados en la misma mesa en la que habían comido. Los cuatro, que no son amigos y solo se conocieron por casualidad. Astrid, un tanto sorprendida por el pronto, le habló a Thomas en noruego. Tal vez le haya preguntado qué le parecía la idea, o tal vez: A ti qué te parece, mi amor. O tal vez haya dicho: Qué mosca le ha picado a esta gorda de mierda. Nadie más que ellos dos lo supo. Lo que sí se supo es que Thomas esbozó una sonrisa y respondió en inglés: Dijo que sí y también dijo que podían usar su bicicleta.

      Ahora, de pie en medio del sendero, Marta vuelve a recordar los ojos de Fran todo el tiempo encima de Astrid. Todo el tiempo durante toda la comida. Y jura que Astrid, en algún descuido de Thomas, respondió sosteniéndole la mirada a Fran. Será zorra, había murmurado y ahora que le viene la imagen a la mente, que si cerrara los ojos podría volver a ver todo como si contemplara una foto, el odio la invade casi con más fuerza que en aquel momento. Tiene ganas de pegar, de revolcarse en el suelo, de llorar y de insultar. Pero no hace nada de eso. Dice:

      –Quítate los cascos cuando te hablo, coño. Que no te enteras.

      Y piensa: Barbi de los cojones. Y aunque no se lo dice, también piensa: La próxima vez que me dejes atrás, me piro y aquí te quedas. Y también: Sola. Y también: Para que te follen los perritos de la pradera, so puta.

      Todo eso piensa Marta mientras sostiene la bicicleta entre las piernas. Todavía agitada. Todavía envenenada por la ira y los celos y una diminuta pero filosa porción de verdad. No fue solo el fútbol. Claro que no. Y aunque ahora no piense en ello, la noche anterior, dentro de la carpa, le dijo a Fran: Tú miras mucho a la guiri, eh. Y él: Qué dices. Y ella: Lo que oyes, que de tonta no tengo un pelo, sabes. Y él: No flipes, tía. Y ella: Que no me llames tía, hostias. Y enseguida: Eres un cabrón. Y se dio la vuelta sobre la colchoneta y Fran ya no dijo nada y también se dio la vuelta sobre la colchoneta. No fue el fútbol y ella lo sabe y también sabe cómo escuecen los celos. Aunque lo niegue de la boca para fuera. Que te follen, que os follen, vuelve a pensar Marta con la bicicleta apretada entre los muslos.

      Astrid, en silencio, continúa con un auricular fuera, colgando como un péndulo de su otra oreja. Apenas habla español aunque suele entenderlo si las oraciones no son muy complejas o el acento muy cerrado o las intenciones del otro muy retóricas.

      Marta, que de retórica y complejidad sintáctica tiene más bien poco, suelta la bicicleta, se quita la mochila y saca la botella de agua. No queda mucha y bebe hasta la última gota sin separar el gollete de sus labios. Ambas llevan el pelo recogido, Astrid más que Marta. Ambas empiezan a darse cuenta de que este camino no es el de regreso, que no se parece en nada a ninguno de los caminos y senderos por donde habían estado. Nada hay en el recuerdo que las haya traído hasta aquí y empiezan a comprender que están perdidas. Astrid más que Marta. Porque Astrid no sabe español pero sí sabe qué es un camino de senderistas y qué una línea de tierra por donde apenas pasa o pasará nadie.

      –No es bien ir por aquí –dice.

      Todavía quedan horas de sol y más aún de luz pero están completamente perdidas en medio del valle y no habrá en los relojes horas de luz y mucho menos de sol que les alcancen para regresar al camping antes del crepúsculo.

      Marta, mientras coge el móvil de la mochila, dice:

      –Eso ya lo sé yo, lista.

      Y murmura:

      –Mira, paso de tu culo.

      Y aunque solo sea una expresión, un modo despectivo de cerrar la conversación, dentro de un rato, la que dijo que pasará del cuerpo de la otra, no pasará en absoluto.

      A veces un cuerpo es la salvación: la única oportunidad de redimirse y por qué no de vengarse.

      También así funciona el azar.

      Astrid se quita finalmente el otro auricular. Enrolla el cable. No deja de otear, ya con cierta impaciencia, el entorno.

      –Vamos a pueblo –dice.

      Ya sentada sobre la hierba gruesa que crece a la vera del sendero, con el móvil en la mano, Marta contesta sin despegar la vista de la pantalla del aparato:

      –¿Pueblo? ¿Qué pueblo? Aquí no hay ningún puto pueblo.

      Y enseguida dice:

      –¿O no te das cuenta? Estamos en medio de la nada, tía.

      Y enseguida, como si ahora solo le hablara al teléfono:

      –Esto no rula, joder.

      Y maldice sacudiendo un par de veces las piernas y levantando polvareda con los bordes de las zapatillas. Había intentado conectar el GPS pero la escasa cobertura de esa zona del valle se lo impidió.

      –Oye, mira si tienes cobertura. Prueba a ver.

      Astrid tarda en entender. La otra se lo repite, le enseña su teléfono agitándolo en el aire.

      Pero tampoco el móvil de Astrid tiene cobertura.

      Marta enfurece de pronto. Dice:

      –¿Sabes? Todo esto es tu puta culpa.

      Los

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