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y tres

       Cuarenta y cuatro

       Cuarenta y cinco

       Cuarenta y seis

       Cuarenta y siete

       Cuarenta y ocho

       Cuarenta y nueve

       Cincuenta

       Cincuenta y uno

       Cincuenta y dos

       Quinta parte

       Cincuenta y tres

       Cincuenta y cuatro

       Cincuenta y cinco

       Cincuenta y seis

       Cincuenta y siete

       Cincuenta y ocho

       Cincuenta y nueve

       Sesenta

       Sesenta y uno

       Sesenta y dos

       Sesenta y tres

       Sesenta y cuatro

       Sesenta y cinco

       Sesenta y seis

       Sexta parte

       Sesenta y siete

       Sesenta y ocho

       Sesenta y nueve

       Setenta

       Agradecimientos

      Para Lynn y Zack

      [Disculpa]

      Jake.

      Hay muchísimas cosas que me gustaría contarte, pero hablar siempre nos ha resultado difícil, ¿verdad?

      Por eso he decidido contártelo por escrito.

      Recuerdo cuando Rebecca y yo te trajimos a casa desde el hospital. Estaba oscuro y nevaba, y jamás en mi vida había conducido con tanto cuidado. Tenías tan solo dos días y te llevábamos en una sillita especial, en el asiento de atrás. Rebecca dormitaba a tu lado y, de vez en cuando, yo os miraba a través del espejo retrovisor para verificar que seguíais bien.

      Porque, ¿sabes?, estaba acojonado. Me crie como hijo único, sin estar acostumbrado a los bebés, y entonces, de repente, me encontré con que me había convertido en responsable de uno que además era mío. Eras tan increíblemente pequeño y vulnerable, y yo estaba tan poco preparado, que me parecía ridículo que te hubiesen autorizado a salir del hospital conmigo. No encajamos desde un principio, tú y yo. Rebecca te cogía con facilidad, con naturalidad, como si hubiese nacido de ti y no al revés, mientras que yo siempre me sentí torpe, asustado de tener aquel peso tan frágil entre mis brazos e incapaz de adivinar qué querías cuando llorabas. No te entendía en absoluto.

      Y eso no cambió nunca.

      Cuando te hiciste algo más mayor, Rebecca me dijo que era porque tú y yo nos parecíamos mucho, aunque no sé si es verdad. Espero que no lo sea. Siempre he deseado un futuro mucho mejor para ti.

      El caso es que, sea por el motivo que sea, somos incapaces de hablar, razón por la cual intentaré contártelo por escrito. La verdad sobre todo lo que pasó en Featherbank.

      Lo del Señor Noche. Lo del niño en el suelo. Lo de las mariposas. Lo de la niña con aquel vestido tan raro.

      Y lo del Hombre de los Susurros, claro está.

      No va a ser fácil, y me veo obligado a empezar con una disculpa. Durante muchos años, te dije infinidad de veces que no había que tener miedo a nada. Que los monstruos no existían.

      Siento haberte mentido.

Primera parte

      Uno

      El secuestro de un hijo por parte de un desconocido es la peor pesadilla de cualquier padre. Pero, desde un punto de vista estadístico, es un suceso altamente improbable. El riesgo de que los niños sufran daños y abusos por parte de un familiar en su casa es mucho mayor, y por muy amenazador que pueda parecer el mundo exterior, la verdad es que los desconocidos suelen ser gente decente, mientras que el hogar es, en realidad, el lugar más peligroso de todos.

      Y el hombre que acechaba por el descampado al pequeño Neil Spencer, de seis años de edad, estaba perfectamente al corriente de esto.

      Moviéndose en silencio, en paralelo a Neil por detrás de unos arbustos, no perdía de vista en ningún momento al niño. Neil caminaba despacio, ignorando el peligro al que estaba expuesto. De vez en cuando, daba un puntapié en el suelo y levantaba una nube de polvo, blanco como la tiza, que envolvía sus zapatillas deportivas. El hombre, que avanzaba con mucha más cautela, oía en cada ocasión el sonido del contacto rasposo del calzado contra el suelo. Y no emitía sonido alguno.

      Era una tarde templada. El sol había estado azotando con fuerza y sin miramientos durante la mayor parte del día, pero ya eran las seis y el cielo estaba neblinoso. La temperatura había caído notablemente y la atmósfera había adquirido un matiz dorado. Era una de esas tardes en las que te apetecería sentarte en el jardín, disfrutar de una copa de vino blanco frío y contemplar la puesta de sol, sin pensar en tener que entrar a coger una chaqueta hasta que hubiera oscurecido y fuera ya demasiado tarde para tomarse esa molestia.

      Incluso el descampado, bañado por aquella luz ambarina, parecía un lugar bello. Era una parcela llena de matorrales, que lindaba con el pueblo de Featherbank por un lado y con una vieja cantera abandonada por el otro. El terreno

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