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de los primeros tiempos, a quien le fue prometida una descendencia tan numerosa como las arenas del mar, recibe finalmente al hijo de la promesa. Su felicidad supera todo lo imaginable. Pero no pasa mucho tiempo y Dios le propone incomprensiblemente sacrificar a su hijo por propia mano.

      Abraham siente con agudo dolor la antítesis inconcebible entre promesa y cumplimiento, pero se dispone a obedecer sin réplica. De ningún modo desconfía de la promesa. Cree, por así decir, contra toda fe. Y desde aquella vez, la fe de Abraham es proverbial en la historia de salvación, hasta el día de hoy.

      Mayores y más increíbles son las pruebas a que fue sometida la fe de María, nuestra contrayente en la Alianza. Ella las superó todas, sin excepción, en una forma grandiosa. Nunca hubo alguien que la igualara. Por eso el Espíritu Santo la alaba a través de su prima Isabel, proclamándola bienaventurada, justamente por esta firmeza incomparable de su fe. Sin duda su fe, al igual que la nuestra, es un inmerecido don de Dios, pero también era una tarea que la puso ante serias exigencias. A la medida del regalo divino gratuito, Dios exige, para perpetuar su regalo, un sí total a las pruebas con las cuales sondea la firmeza y la fidelidad. María superó gloriosamente todas estas pruebas.

      Paralelas a las pruebas de Abraham estas pruebas se basaban en la contraposición, al parecer insalvable, entre la promesa y el cumplimiento. ¡Cuán grandioso suena, sí, cuán asombrosa es la promesa! Dios dará a ese niño el trono de David su padre y su reino no tendrá fin. ¿Y cómo se presenta la realidad? ¿Dónde está el reino, dónde el trono, dónde la corona real que aguardan al Hijo de sus entrañas...? Un establo es un palacio, un pesebre su trono y pastores simples son sus súbditos que le rinden honor... Apenas ha nacido el Niño y ya le busca Herodes para quitarle la vida... En medio de la noche, la Madre debe huir con su Niño pequeño al desierto, al Egipto pagano... ¿Encaja este panorama con un Dios? ¿Se ajusta al Señor de cielos y tierra? ¿No es más bien un testimonio de la debilidad humana, común a todos nosotros, nacidos del polvo? María no se perturba ante esta contraposición inconcebible entre promesa y realidad. Ella cree con fe ciega; adora al Niño que debe huir, cuya vida rescata de manos asesinas; adora en él al Hijo unigénito de Dios, sobre cuyos hombros reposa el señorío de todo lo creado.

      Luego de haber retornado de Egipto y estableciéndose en Nazaret, las pruebas de fe son para ella el pan de cada día. Jesús crece normalmente. Jamás ve en él alguna señal de su poder y grandeza divinos. Silencioso y ocultamente él lleva la vida común a todo hijo de obrero, ignorado, en una modesta vivienda. Pasan los años, Jesús se acerca a la edad viril. Ni una sola vez ha realizado algo extraordinario; jamás ha obrado un solo milagro; nunca ha dado siquiera una prueba de su divinidad. Es simplemente el hijo inadvertido de un carpintero pobre. Una fe débil se habría desvanecido ante estos hechos. Habría tomado la deslumbrante promesa del ángel como un desvarío, la quimera de una fantasía enfermiza. Pero María, nuestra contrayente en la Alianza se mantiene en su fe. Ni en lo más leve vacila su confianza en el anuncio del ángel.

      Las Bodas de Caná aportan una prueba valedera. Allí ella pide a su Hijo un milagro aun cuando hasta entonces, probablemente, nunca lo había visto obrando milagros. San Juan dice expresamente que el milagro ocurrido en las Bodas de Caná fue el primer milagro del Señor. Tanto más admirable es entonces ver con cuánta seguridad, confianza y tranquilidad pide María ese prodigio y da las indicaciones pertinentes a los servidores. Su petición se reduce sólo a una observación: No tienen vino. Sabe que los servidores ni por asomo presienten la grandeza del Señor. Por tanto es de temer que no comprendan sus eventuales indicaciones, que se burlen o se nieguen a seguirlas... Por eso les advierte por precaución: "Hagan lo que él les diga". Háganlo también en los casos en que les parezca extraño e incomprensible.

      Tan firme era su fe en el poder absoluto de su Hijo, aunque durante 30 años Jesús no había hecho uso de él. Así estaba preparada también para la dura prueba de fuego bajo la cruz.

      No en vano había exhortado Cristo en su tiempo: "Bendito sea aquél que no se escandalizare", cuando lo viesen como despojo, como desecho de la humanidad, pender del madero de la cruz entre dos criminales, entregando su vida por la salvación del mundo. "Ha llegado la hora..." Fue la hora de las tinieblas pero también la hora de la luz y de la redención. Sus amigos le abandonan. El pueblo, a quien había colmado en favores, no quiere saber nada de él; con ciega ira exige crucifixión. María, sin embargo, está erguida, de pie bajo la cruz. No sólo su cuerpo está erguido, también lo está su alma, firme en su fe en Jesús, en la convicción del carácter divino de su persona y de su misión universal. San Bernardo dice: "Únicamente en María se conservó durante aquellos tres días la fe inquebrantable de la Iglesia. Todos los demás dudaron. Sólo Aquella que concibió por la fe, permaneció constante en su fe".

      Tan gloriosa y excelsa está ante nosotros la imagen ideal de nuestra contrayente en la Alianza, nuestra Madre y modelo de fe y de los creyentes. Nuevamente sube la súplica: "Madre, fórmanos según tu imagen..."

      María, educada por su Hijo

      en la fe

      La firmeza y fortaleza de la fe de María no sólo se evidenciaron por no extraviarse ante la antítesis aparente entre promesa y cumplimiento. Ella sobrepasó ejemplarmente aquellas incógnitas, frecuentemente muy difíciles de entender, originadas por la actitud de su Hijo frente a ella, al educarla para su misión.

      Tres momentos se destacan principalmente. En todos ellos, Cristo muestra una súbita inaccesibilidad, una soberanía y majestad divinas que aparecen justamente -humanamente hablando- cuando María se da en una manera de auténtica simpatía. Ella debió de pasar por una escuela de fe extremadamente dura, en vista de su misión. Cristo quería prepararla de un modo efectivo para la hora más difícil en la vida de su Madre: bajo la cruz.

      La doctrina que debía grabarse en la vida de Cristo y de los cristianos, es la voluntad del Padre que está en los cielos. Lo mismo vale para cuando han de ser sepultados deseos legítimos de la naturaleza. En todas las situaciones y bajo cualquier circunstancia se aplica esa sabiduría primera y más alta: "He aquí, Padre, que vengo a cumplir tu voluntad".

      Ya desde nuestra niñez, ha quedado grabada en nuestra fantasía y memoria una escena de la vida de Cristo y de María. Muchas veces nos la vuelve a recordar el Evangelio: la peregrinación al Templo contando Jesús doce años de edad y todo cuanto allí sucedió.

      El sólo hecho de que Jesús se quedara en el Templo sin el conocimiento ni consentimiento de sus padres, nos es difícil de comprender. Más nos asombra la reacción de Jesús al exponer María y José, su padre adoptivo, en forma delicada aunque llena de reproche, sus preocupaciones y angustias. Sentimos que aquí pisamos un terreno muy delicado al que se debe entrar con gran respeto. Pero ello no nos impide pesar cuidadosamente cada palabra que brotó del corazón de María. Sin necesidad de mayores explicaciones, nos es claro que cualquier madre, en una situación similar, habría actuado de igual modo. Aún hoy día palpamos toda la riqueza del corazón maternal de María al leer en Lucas: "... y le dijo su Madre: Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo, apenados, andábamos buscándote". Cuánto afecto revela la palabra "hijo" y cuánta congoja oculta su corazón maternal: "Mira que tu padre y yo, apenados, andábamos buscándote..."

      En el fondo de su corazón, había conformidad con la voluntad divina, pero no debe confundirse con insensibilidad o una especie de apatía. Evidentemente ella desconocía los nexos internos y el desenlace. Toda la situación -como nos sucede diariamente a nosotros los cristianos- se da en la oscuridad de la fe. Lo hacía con sufrimiento: "apenados".

      ¿Y cómo se da Cristo? Nos lo imaginamos así: erguido, todo su ser irradiando una lejanía, un distanciamiento indescriptible. No se vislumbra el menor sentimiento filial.

      Ni una sola palabra sale de sus labios. Ninguna explicación benévola de su singular comportamiento. Frío y severo, casi reprochador, señala con un gesto soberano la voluntad del Padre. Quiere decir: Esta voluntad debe cumplirse bajo cualquier pretexto, también cuando deban ser invalidadas necesidades naturales legítimas. Así ha de ser interpretada la respuesta: "¿No sabían que debo ocuparme en las cosas de mi Padre?». Elocuentemente agrega el evangelista: «Ellos no entendieron lo que les decía"... "... y su

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