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La claridad que entra por la ventana hace que me incorpore de un brinco. Es raro que recuerde lo soñado durante la noche, pero esta vez es distinto y algunas imágenes me asaltan en cuanto aliso las sábanas. Me balanceo como un equilibrista que hace una pausa en medio de su ejercicio. Una voz que no es mía pero que llevo dentro y me resulta familiar, me dice que abra los ojos.

      Obedezco y me estiro tratando de aliviar el dolor muscular de la espalda. Busco el canal de noticias para ver la hora de verdad. Tardo unos segundos en darme cuenta de que hace un rato despegó el avión en el que debía volar hacia Santiago de Chile. Después, una serie de cortas escalas me habrían llevado hasta la península de Magallanes.

      Deseo que el agujero sea lo suficientemente grande como para esconderme en él. Si uno se encuentra en una situación así, no sabe qué decisión tomar, aunque ahora todas las opciones se han reducido a la resignación. Llamo a la empresa que se encargó de transportar mi equipaje para evitarme el molesto procedimiento de la facturación. Salta un contestador con el horario de oficina. Me tiembla el pulso. Voy al baño y me lavo la cara. Trato de imaginar mi nombre resonando en el amplio espacio del aeropuerto. Poca gente sabe todavía que un avión cruza el Atlántico con ochenta kilos menos de peso, ahorrando 2’3 litros de combustible cada 100 kilómetros. Y espero que esto siga así durante un buen rato, por lo menos hasta que sepa cómo explicar que he perdido el avión y por qué me he quedado dormido.

      No he usado el retrete, pero tiro de la cadena. Ante situaciones de bloqueo como esta, tiendo a los movimientos mecánicos. Intento seguir como si no hubiera pasado nada, como si el problema lo tuviera otro que se llama igual que yo. De manera que sacudo las sábanas y apago el televisor.

      Una de las puertas que llevaba días manteniendo cerrada se encuentra abierta de par en par. Es la del antiguo dormitorio, la primera que hay en el pasillo, junto al cuarto de baño. La luz natural que penetra por la ventana de esta habitación es bien distinta a la intensa luminosidad del salón. No recuerdo haber entrado aquí desde hace una semana, cuando saqué la ropa para empezar a preparar mi maleta. Tampoco recuerdo lo que hice anoche aparte de investigar el agujero, lo que por cierto me mantuvo bastante ocupado. Desde que lo descubrí es como si se hubiese tragado mi vida, mi atención se ha visto atraída hacia él del mismo modo que las partículas de harina o los granos de arroz de la noche anterior.

      RESPIRAR

      Me salto el desayuno y me quedo de pie en la puerta, con las llaves colgando del índice. Tengo buena memoria para lo extraordinario, pero no para lo cotidiano. Recuerdo cada uno de los incendios, terremotos, inundaciones y tsunamis que han devastado mi ciudad, a menudo exagerados y descontextualizados por los testimonios de mis conciudadanos. Pero no recuerdo nada de lo que hice ayer, cuando fui a imprimir los pasajes. He olvidado cómo hice las maletas. Sé que tuve que entregarlas a un repartidor para su envío. Busco sin éxito una copia del resguardo de entrega en el estante de la entrada donde suelo dejar las llaves y la correspondencia. Los catálogos de propaganda caen al suelo como hojas en la calle. Empujo los papeles con la punta del zapato. Aunque me conviene salir y tratar de ordenar las ideas, mi perplejidad me mantiene paralizado en el recibidor. Desde el interior del piso es verdaderamente complicado saber qué tiempo hace fuera. Ni siquiera contemplando el cielo desde la ventana estoy seguro de salir con la ropa apropiada.

      Siguiendo los consejos de Lidia, dirijo la atención a mi respiración. En el silencio del pasillo, cualquier sonido se percibe distorsionado. Presto mis oídos al silbido de mis inspiraciones, trato de expulsar el dióxido de carbono con toda la voluntad que puedo reunir. Sé aproximadamente dónde está mi diafragma, imagino un globo rosa en expansión, apartando y aprisionando mis entrañas. Siempre me ha contrariado la capacidad que ciertas personas tienen de concentrarse en aquello que a muchos nos pasa desapercibido durante la mayor parte de nuestra vida. En cualquier caso, me esfuerzo en respirar regularmente, con un ritmo que me proporcione ese tranquilizador aburrimiento que necesito. Me convenzo de la utilidad de permanecer un rato tumbado. Es en esta postura, que invita al sueño, cuando nuestra respiración funciona con la exactitud de un reloj. Es nuestra consciencia lo que despierta la agonía. Sin embargo, no me convence la idea de dejarme llevar, de adormecer mis sentidos. No soy nadie si no lucho, si no me doy de cabeza contra un muro. No puedo llamar vida a una existencia sin dolor. El momento de conservar el oxígeno en nuestro interior, y expulsar el aire con lentitud, me recuerda la respiración de mi madre sobre la máquina de coser, una respiración que ya no está en el mundo. Quizá por eso me resisto a revivirla con cada sesión de exhalación y recuerdo.

      Lidia me enseñó a fijarme en la respiración y me enseñó también que los problemas no se esquivan, que es preciso aprender a encajar los golpes.

      Una vez recibí un codazo en el estómago. No fue el dolor del golpe lo que me hizo encogerme como un erizo. Fue aquella sensación punzante tras la bocanada, la parálisis envolviendo el vacío, la que me provocó las náuseas y la terrible sacudida, como de pez moribundo, que mi cuerpo, absolutamente impotente, activó a modo de respuesta. La compañía de la respiración, esta dependencia del organismo al trabajo sincronizado de pulmones, corazón, abdomen, tórax y membranas celulares, me conduce a una forma de abandono que sería difícilmente soportable, de no ser por la gran cantidad de distracciones de que dispongo.

      Mi distracción más reciente está relacionada con el método para escoger el destino de mi viaje. Fui a una tienda de decoración que vendía un enorme globo terráqueo, deliberadamente inexacto, que mezclaba reproducciones de diferentes mapamundis del siglo XVI. Lo giré y clavé el dedo en un punto del hemisferio sur. Así se presentó la idea de ir a Tierra del Fuego. El globo señalaba el Atlántico Sur como Mare Incognita, la Patagonia como Terra Ignota, y advertía: OMNIA VANITAS. En lugar de la serpiente marina gigante, un melenudo Poseidón alejaba las Malvinas con un soplido que asustaba a los incautos.

      Es fácil creer que el hecho de contar con diversas posibilidades de escoger un destino para viajar supone una ventaja. Pero no es así: por cada elección aparece el fantasma de una opción distinta. Ir a Tierra del Fuego me impedía acercarme a un amarillento desierto africano, a la aglomeración de lugares turísticos, al peligro de un territorio en conflicto consigo mismo. Me evitaría también la obligación de tener que cumplir con la historia del arte, de fingir una iluminación espiritual o de entablar conversaciones con gente que no me interesa. Me apetecía la perspectiva de desaparecer. Se puede, desde luego, desaparecer voluntariamente en la propia ciudad, pero veía necesario cambiar de aires. Es lo que más me ha fastidiado de perder el vuelo: tener que quedarme en el punto de partida. Volver a dar un giro y adaptarme a una nueva circunstancia dentro de mi realidad uniforme y nada poética. Es agotador vivir así.

      Parece que no logro escapar al eterno preludio de un viaje. Es cierto que me lo he buscado. Me inclino a pensar que, a diferencia de mi padre, que pudo y no quiso, yo he ido aplazando cada viaje, en unas ocasiones alegando cuestiones laborales, en otras por asuntos familiares o administrativos, o por miedo a salir de mi rutina. Y además Lidia, aunque no debería contar como excusa. Ella me propuso varias veces irnos de vacaciones, pero yo casi siempre encontraba alguna razón para no ir. Prefería emplear mi tiempo libre quedándome en casa.

      Soy perezoso, pero no soy un vago. Si bien procedo de una familia con una situación económica holgada, he fracasado en todo lo demás y he optado por una indolente actitud de espera, confiando en que las cosas irían por sí solas a mejor. Después de años en semejante estado, al planear este viaje tenía la intención subterránea de estimular un cambio, comprendiese yo o no su funcionamiento, o estuviese o no en condiciones de atribuirle significado alguno. La intuición de hallarme en el lugar correcto y haciendo exactamente lo que pensaba que era preciso hacer, me parecía suficiente.

      El ejemplo más vívido que guardo de un gesto intuitivo fue cuando mi padre, que no creía en la intuición, tomó la serie de decisiones que propiciaron nuestra pequeña fortuna familiar. Mi padre tomó la parte que mi abuelo le había dado de un premio de lotería, vendió un terreno que había heredado e invirtió en un par de negocios que funcionaron bien durante unos años, revendiéndolos después al alza. Su obsesión era devolver todas las deudas que había contraído. Afirmaba con rotundidad que se le habían quitado las ganas de sentir

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