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miró, incómoda. Llevaba una chaqueta marrón y camisa sin corbata. Era tan alto como sus hermanos y, a pesar de que ella no era bajita, tuvo que levantar la mirada para ver su cara. El desconocido tenía unos preciosos ojos azules con puntitos dorados.

      Aunque iba vestido como un hombre de negocios, su bronceado sugería que pasaba mucho tiempo al aire libre. Sus facciones eran duras, pero muy atractivas. Tenía acento estadounidense y Adrienne se preguntó qué lo habría llevado a la feria de Nuee.

      –Gracias por recuperar mi globo.

      –¿Por qué no se lo ata? –preguntó el hombre que, sin esperar respuesta, empezó a atárselo a la muñeca. Cuando las grandes manos del hombre se cerraron sobre su delicada piel, Adrienne sintió un calor desacostumbrado que le recorrió el brazo. Solo duró un segundo, pero era una sensación tan intensa como desconocida para ella.

      El hombre miró el globo.

      –¿Le gustan los caballos o los globos?

      –Las dos cosas –contestó Adrienne, nerviosa. Él tenía una voz ronca, profunda, como el terciopelo rozando la piel. Qué tontería, pensó entonces. No estaba acostumbrada a que nadie la tocase y por eso tenía tan extraños pensamientos.

      En ese momento escucharon por el altavoz que el espectáculo de doma iba a comenzar.

      –¿Va a ver el espectáculo?

      –Sí –contestó ella.

      –Tengo un pase para la tribuna de socios. ¿Quiere verlo desde allí conmigo?

      Como patrocinadora de la feria, Adrienne tenía acceso a cualquier pabellón. Al menos, lo tenía la Princesa, se recordó a sí misma. Pero su álter ego, Dee, no tenía tales privilegios y se sintió tentada de aceptar. Aquel hombre la intrigaba, pero era demasiado arriesgado. En la tribuna de socios podría encontrarse con alguien que la reconociera.

      –No puedo –dijo, incapaz de esconder su desilusión–. He quedado… con una persona.

      –En ese caso, espero que lo pase bien –sonrió el hombre, despidiéndose con un gesto.

      Cuando desapareció, Adrienne sintió una inexplicable sensación de vacío. Él solo había intentado ser amable y seguramente se alegraba de que no hubiera aceptado. Adrienne suspiró mientras se encaminaba hacia las gradas.

      Debía de estar loco, pensaba Hugh mientras se dirigía hacia la tribuna. ¿No tenía suficientes preocupaciones trabajando con el príncipe Michel para construir un rancho estilo estadounidense en Nuee? Hugh sabía que sus planes eran muy sólidos, pero hasta que el rancho fuera una realidad no debía perder el tiempo con nada. Ni siquiera con una mujer tan intrigante como la que acababa de conocer.

      Hugh miró por encima de su hombro. El globo que flotaba en el aire le indicaba que ella se dirigía hacia las gradas. No era la única mujer que llevaba sombrero y gafas de sol, pero era la única que parecía esconderse y eso despertaba su curiosidad. Hablaba con el mismo cultivado acento inglés que el príncipe Michel, de modo que debía de ser una aristócrata.

      El instinto le decía que lo de esperar a alguien había sido una excusa. Probablemente él no le había gustado, pero era demasiado educada como para decirlo. Eso le recordó a su ex esposa. Hugh sonrió para sí mismo. Si alguien le había enseñado la futilidad de intentar conseguir lo imposible, esa había sido Jemima.

      El día que conoció a Jemima Huntly, Hugh se dio cuenta de que eran tan diferentes como un diamante y un trozo de cristal. Debería haber visto las señales de advertencia cuando ella le dio una charla sobre reglas de comportamiento el primer día que salieron, pero Hugh era más joven y estaba locamente enamorado de ella. Tenía que admitir que, además, se había sentido halagado de que una mujer como ella, la millonaria hija de un embajador, pudiera enamorarse de un ranchero sin apellido ilustre que se había hecho rico con su trabajo.

      Había sido un tonto. Jemima le había dicho que estaba aburrida de su círculo de amistades y que prefería su estilo de vida, pero la atracción por la novedad se había disipado poco después de casarse, cuando Hugh había intentado controlar su enloquecida forma de gastar dinero.

      No había esperado que su mujer viviera como una mendiga, solo que moderase sus gastos. Pedirle que limitara sus compras a un viaje a Europa por temporada le había parecido razonable; pero evidentemente a Jemima, no. Se portaba como si él la obligase a vestirse con andrajos.

      –Soy un ranchero, no un jeque árabe –le había dicho, con las manos llenas de facturas con nombres de casas de costura francesas.

      –Te quejas de que yo me gasto dinero, pero tú vas a gastarte una fortuna en ese caballo tuyo… Caravan o como se llame.

      –Carazzan –había corregido él, sabiendo que era imposible intentar explicarle a Jemima la importancia de ese caballo para su futuro. Desde que Dan Jordan, el hombre que lo había tratado como a un hijo, lo había retado a una pelea para demostrarle que no era tan duro como parecía, Hugh había descubierto lo que era en realidad, un hombre al que le gustaba la tierra y la vida al aire libre más que nada en el mundo.

      Y siempre le agradecería que hubiera descubierto aquel potencial en él. Hasta entonces, Hugh había vivido en casas de acogida de las que lo echaban siempre por ser un niño intratable. Había sentido amargamente la muerte de Dan y decidió entonces devolverle el amor que le había dado cuidando las tierras que este le dejó en herencia.

      Dan le había contagiado el sueño de criar los mejores caballos del mundo y Hugh había descubierto el potencial de Carazzan en una noticia del periódico. Carazzan era un hermoso semental al que un viejo mozo de cuadra encontró conduciendo una manada por las colinas de Nuee. Y Hugh había decidido comprar aquel caballo desde que leyó la noticia.

      Cuando se enteró de que estaba en venta, decidió adquirirlo, pero Jemima se había llevado a París el dinero que Hugh había guardado en una cuenta especial. Como resultado, el caballo había sido comprado por un miembro de la familia real de Carramer. Quizá era una estupidez, pero Hugh no descansaría hasta que aquel magnífico ejemplar estuviera en su rancho.

      Podría haber perdonado a Jemima por llevarse el dinero, pero lo que no podía perdonarle era que se hubiera ido con otro hombre y después se portara como si fuera algo normal.

      –Era un antiguo novio. No tiene ninguna importancia –se había excusado ella.

      Después de perder a la única persona en el mundo que se había ocupado de él, Hugh no podía soportar que su propia esposa lo traicionara y había pedido el divorcio, dejándole a Jemima una buena cuenta en el banco. Pero ella, furiosa, se dedicó a extender rumores sobre su situación financiera. Dieciocho meses después, Hugh podía reírse del asunto, pero en el momento le había hecho mucho daño. Cuando los rumores se extendieron, los bancos se negaron a darle créditos y las tierras que quería comprar para ampliar el rancho ya habían sido compradas por otros.

      Había necesitado de todo su carácter para salir de aquella situación y mostrar al mundo que no solo no tenía problemas económicos, sino que estaba prosperando. Poco a poco, los bancos recuperaron la confianza en él y las cosas volvieron a la normalidad.

      En lo que se refería al golpe a su orgullo masculino no podía hacer nada, pero nunca le había importado lo que los demás pensaran de él. Después de su experiencia con Jemima, no pensaba volver a involucrarse con otra mujer, especialmente con la clase de mujer rica y mimada que vivía en un mundo tan diferente al suyo.

      Como la mujer del globo, pensó Hugh. Él no era ningún experto en moda, pero Jemima lo había enseñado a reconocer la ropa de diseño. Aunque la joven del sombrero iba vestida de forma sencilla, su ropa decía a gritos que era de alta costura.

      ¿Qué habría detrás de esas gafas oscuras? Hugh estaba seguro de que escondía algo. Y habría dado cualquier cosa por saber qué era.

      Era una estupidez que siguiera pensando en ella, se dijo a sí mismo mientras entraba en la tribuna de socios. Había ido a la feria solo para ver los espectaculares caballos de Nuee, famosos en el

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