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alquilar dos coches más.

      —Por supuesto, señor. Ya hace mucho frío, y dicen que lo peor está por venir. Yo no dispongo de ningún carruaje libre, pero conozco al mozo de cuadra del Pelican, y sé que él me ayudará. Estoy seguro de que dispone de dos que podrá cederle.

      Del levantó la mirada hasta la parte superior de las escaleras, y se encontró con la mirada verde de la señorita Duncannon, la cual, sin embargo, no dijo nada, aunque tras enarcar ligeramente las cejas siguió su camino.

      —Gracias —Del devolvió la atención al posadero y dispuso que su servicio, y el de ella, recibieran lo que desearan del bar, y luego abandonó el ya desierto vestíbulo para dirigirse a su habitación.

      Media hora más tarde, lavado y cepillado, el coronel ya estaba en el salón privado cuando llegó la señorita Duncannon. Dos doncellas acababan de terminar de preparar una pequeña mesa para dos frente al fuego y se retiraron con varias reverencias. Del sostuvo una silla para que ella se sentara.

      Deliah se había quitado el abrigo, dejando al descubierto un vestido rojo granate adornado con un lazo de seda en el mismo tono, sobre el que se había colocado un echarpe de seda elegantemente estampado.

      —Gracias, coronel —con una inclinación de cabeza ella se sentó.

      Él se dirigió a su silla al otro lado de la mesa.

      —Del —murmuró—. La mayoría de las personas que conozco me llaman Del —aclaró cuando ella enarcó las cejas.

      —Entiendo —Deliah lo observó mientras se sentaba y desplegaba la servilleta—. Dado que al parecer vamos a pasar un tiempo acompañándonos, supongo que lo más apropiado será que le revele mi nombre para tutearnos. Me llamo Deliah, no Delilah, sino Deliah.

      —Deliah —él sonrió con una inclinación de cabeza.

      Deliah se esforzó por no quedarse mirándolo, por mantener su repentinamente inútil cerebro en funcionamiento. Era la primera vez que le sonreía, y desde luego no le hacía falta la distracción adicional. Ese hombre era ridículamente atractivo cuando estaba serio y con aspecto malhumorado, pero, cuando sus labios se curvaban y relajaban, era la seducción personificada.

      Ella, mejor que nadie, sabía lo peligrosos que eran esos hombres… sobre todo para ella.

      La puerta se abrió y las doncellas regresaron con una sopera y un cestillo de pan.

      Deliah asintió a modo de aprobación y las doncellas sirvieron la comida. Ella contempló la sopa con una expresión cercana a la gratitud, felicitándose por dentro por haberla pedido. Mientras se tomaba un plato de sopa no hacía falta conversar y eso le proporcionaría un poco de tiempo para llamar al orden a sus rebeldes sentidos.

      —Gracias —tras volver a asentir hacia las doncellas que se retiraban, Deliah tomó la cuchara y empezó a comer.

      Él alargó una mano hacia el cestillo y se lo ofreció.

      —No, gracias.

      Del volvió a sonreír… ¡maldito fuera!, y se sirvió mientras ella bajaba la mirada al plato de sopa, sin levantarla de ahí.

      Le había llevado el breve trayecto, y casi toda la media hora que había permanecido fuera de su vista, desenredar la madeja de emociones que la asediaban. Al principio había atribuido sus nervios y falta de aire a la impresión que le había producido descubrir el cañón de la pistola, aunque no le apuntara a ella.

      El disparo, el subsiguiente frenesí, las prisas por marcharse, el inesperado viaje durante el cual él había permanecido testarudamente poco comunicativo acerca de su misteriosa misión, misión que le había llevado a ser disparado, eran circunstancias que podría considerarse que habían contribuido a su estado de crispación.

      Salvo que ella no era de las que permitía que las circunstancias, por funestas o inesperadas, la desbordaran.

      En la tranquilidad de su habitación por fin había desvelado sus sentimientos lo suficiente como para enfrentarse a la cruda verdad: el origen de sus problemas estaba en el momento en que se había encontrado sobre el suelo de madera con el duro cuerpo del coronel encima de ella. Esa era la fuente de su nerviosismo.

      Cuando pensaba en ese momento, todavía sentía las sensaciones del peso de su cuerpo inmovilizándola, de sus largas piernas enredadas con las suyas, de su calor, y luego ese agudo instante cuando… lo que fuera la había asaltado. Ardiente, intenso, lo suficiente para hacerla retorcerse.

      Lo suficiente para despertar el anhelo en su cuerpo traicionero.

      Sin embargo, no creía que él se hubiera dado cuenta. Levantó los ojos y lo vio dejar la cuchara junto al plato.

      Él se dio cuenta de su mirada.

      —Me gustaría agradecerte que te hicieras cargo de la organización doméstica.

      —Estoy acostumbrada a manejar a los empleados de mi tío —ella se encogió de hombros—. Es lo que he estado haciendo todos estos años lejos de aquí.

      —Si no recuerdo mal, mi tía me escribió que en Jamaica. ¿Qué te llevó hasta allí?

      Deliah dejó la cuchara a un lado y apoyó los codos sobre la mesa, entrelazando los dedos de las manos y mirándolo directamente.

      —En un principio fui allí a visitar a mi tío, sir Harold Duncannon. Es el magistrado jefe de Jamaica. Descubrí que el clima y la colonia resultaban de mi agrado, de modo que me quedé. Con el paso del tiempo, me hice cargo de los asuntos domésticos de su casa.

      —Tus sirvientes son indios… ¿hay muchos indios en Jamaica?

      —Últimamente sí. Después de que se interrumpiera el comercio de esclavos, llevaron a muchos trabajadores indios y chinos. Todos mis sirvientes eran empleados domésticos de mi tío, pero con los años se volvieron más míos que suyos, de modo que les ofrecí elegir entre quedarse en Jamaica o venir conmigo a Inglaterra.

      —Y eligieron Inglaterra.

      Del se interrumpió cuando las doncellas regresaron. Mientras retiraban el primer plato y servían otro con un suculento rosbif acompañado de patatas y calabazas asadas, jamón y una jarrita de salsa, tuvo tiempo para reflexionar sobre lo que podía deducirse de la lealtad de los empleados hacia la señorita Deliah, no Delilah, Duncannon.

      —Gracias —ella asintió elegantemente a las doncellas que abandonaban el salón. Antes de que Del pudiera hacer la siguiente pregunta, ella clavó su mirada en él—. Y tú, supongo, llevas ya algún tiempo en la Compañía de las Indias Orientales.

      Él asintió y tomó el tenedor de servir.

      —He estado en la India durante los últimos siete años. Antes de eso fue Waterloo, y antes de eso, la Península.

      —Un servicio bastante prolongado, ¿y te has retirado definitivamente?

      —Sí —se sirvieron los platos y se dispusieron a comer.

      —Háblame de la India —le pidió ella a los cinco minutos—. ¿Eran las campañas allí iguales que en Europa? ¿Batallas masificadas, ejército contra ejército?

      —Al principio —tras levantar la mirada y verla esperando más explicaciones, elaboró más su respuesta—. Durante los primeros años allí nos dedicamos a ampliar nuestro territorio, anexionando zonas comerciales, tal y como lo define la compañía. Campañas más o menos de rutina. Después, sin embargo, se convirtió más en una cuestión de… supongo que podría decirse de mantener la paz. Mantener bajo control los elementos rebeldes para proteger las rutas comerciales, esa clase de cosas. No eran realmente campañas, no había batallas como tales.

      —¿Y esta misión?

      —Es algo que surgió de las operaciones de mantenimiento de la paz, de alguna forma.

      —¿Y es más civil que militar?

      —Así es —él le sostuvo la mirada.

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