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amo; todo era mío, como quien dice, y quería conocerla entera, pero sobre todo quería pasar el rato. Encontré montones de fresas, maduras y estupendas, y uvas verdes de verano y moras verdes, y ya estaban a salir las moras negras. Pensé que todo me vendría muy bien con el tiempo.

      Bueno, fui entreteniéndome por dentro del bosque hasta que me pareció que no estaba lejos de la punta de la isla. Había llevado mi escopeta, pero no había disparado contra nada; era para protegerme; pensé que ya encontraría algo que cazar cerca de casa. Entonces casi pisé una serpiente de buen tamaño, que se fue reptando entre la hierba y las flores, y yo detrás de ella, tratando de pegarle un tiro. Iba a buena marcha cuando de repente me encontré con las cenizas de una hoguera que todavía echaba humo.

      Me dio un salto el corazón entre los pulmones. No esperé a seguir mirando más allá, sino que armé la escopeta y fui en silencio de puntillas a toda la velocidad que pude. De vez en cuando me paraba un momento entre las hojas y escuchaba, pero respiraba tan fuerte que no podía oír nada más. Seguí avanzando algo y volví a escuchar, y así una vez después de otra. Si veía un tocón creía que era un hombre; si pisaba una ramita y la rompía, me sentía como si alguien me hubiera cortado el aliento en dos y no me quedase más que la mitad, y encima la más corta.

      Cuando llegué al campamento no me sentía muy tranquilo ni muy valiente, pero pensé: «No es momento para hacer el tonto». Así que volví a meter todas mis trampas en la canoa para que nadie las pudiera ver, apagué la hoguera y esparcí las cenizas por ahí para que pareciese un campamento antiguo, del año pasado, y después me subí a un árbol.

      Creo que pasaría dos horas en el árbol, pero no vi nada. No oí nada; sólo me parecía haber oído y visto por lo menos mil cosas. Bueno, tampoco me podía quedar allí eternamente, así que por fin me bajé, pero seguí en el centro del bosque y alerta todo el tiempo. No podía comer más que moras y lo que quedaba del desayuno.

      Cuando se hizo bien de noche tenía bastante hambre, así que cuando estaba oscuro del todo me metí en silencio en el agua antes de que saliera la luna y fui a remo a la ribera de Illinois: aproximadamente un cuarto de milla. Salí al bosque, me cociné algo que cenar y prácticamente me había decidido a pasar allí toda la noche cuando oí un clip clop y me dije que venían caballos; y después oí voces de gente. Metí todo en la canoa lo más rápido que pude y me arrastré por el bosque a ver si me enteraba de algo. No había avanzado mucho cuando oigo decir a alguien:

      –Más nos vale acampar aquí si encontramos un buen sitio; los caballos están muy cansados. Vamos a mirar. No esperé, sino que me aparté y comencé a alejarme en silencio. Volví a amarrar en el sitio de antes y calculé que dormiría en la canoa.

      No dormí mucho. No sé por qué, pero no podía, porque estaba pensando. Y cada vez que me despertaba creía que alguien me tenía agarrado por el cuello. Así que el sueño no me valió de nada. Al cabo de un rato me dije: «No puedo seguir viviendo así; voy a enterarme de quién está en la isla conmigo; o me entero o me muero». Bueno, inmediatamente me sentí mejor.

      Así que agarré el remo y bajé a sólo uno o dos pasos de la ribera, y después dejé que la canoa se metiera sola entre las sombras. Brillaba la luna, y donde no había sombra casi era como la luz del día. Estuve buscando casi una hora, en medio de un silencio como una tumba, mientras todo dormía. Bueno, para entonces ya había llegado casi a la punta de la isla. Empezó a soplar una brisa suave, rizada y fresca, que era como decir que estaba a punto de terminar la noche. Di un golpe de remo y acerqué la canoa a la ribera; después saqué la escopeta y fui deslizándome hasta el borde del bosque. Allí me quedé sentado en un tronco, mirando entre las hojas. Vi que la luna terminaba su turno y que el río empezaba a ponerse oscuro. Pero al cabo de un rato vi una franja pálida por encima de los árboles y supe que llegaba el día. Así que saqué la escopeta y avancé hacia donde me había encontrado con aquella hoguera, parándome a escuchar cada minuto o dos minutos. Pero no sé por qué no tuve suerte; era como si no pudiera encontrar el sitio. Pero al cabo de un rato, por fin, vi un resto del resplandor del fuego entre los árboles. Fui hacia él, con mucho cuidado y calma. Poco después ya estaba lo bastante cerca para echar un vistazo, y allí había un hombre tumbado en el suelo. Casi me da el soponcio. Tenía la cabeza envuelta en una manta, justo al lado del fuego. Me quedé sentado junto a unos matojos a unos seis pies de él sin parar de mirarlo. Ya estaba empezando a verse una luz gris del día. Poco después bostezó, se estiró y se quitó la manta, ¡y era Jim, el de la señorita Watson! ¡Vaya si me alegré de verle! Le grité:

      –¡Hola, Jim! –y salí de un salto.

      Él se levantó de golpe y me miró con los ojos desorbitados. Después se dejó caer de rodillas, juntó las manos y dijo:

      –No me hagas daño, ¡por favor! Yo nunca le he hecho daño a un fantasma. Siempre he sido amigo de los muertos y he hecho lo que podía por ellos. Vuélvete al río otra vez, que es tu sitio, y no le hagas nada al viejo Jim, que siempre fue amigo tuyo.

      Bueno, no tardé en hacerle comprender que no estaba muerto. Estaba muy contento de ver a Jim. Ya no me sentía solo. Le dije que no me daba miedo que él dijese a la gente dónde me había visto. Yo seguía hablando, pero él continuaba allí sentado, mirándome, sin decir ni una sola palabra. Entonces le dije:

      –Ya es de día. Vamos a buscar el desayuno. Atiza bien la hoguera.

      –¿De qué vale atizar la hoguera para cocinar fresas y cosas así? Pero tú tienes una escopeta, ¿no? Así podemos comer algo mejor que fresas.

      –Fresas y cosas así. –le dije–. ¿Estás viviendo de eso?

      –Es lo único que encuentro. –dice él.

      –Pero, ¿cuánto tiempo llevas en la isla, Jim?

      –Vine la noche después que te mataran.

      –¿Cómo, tanto tiempo?

      –Sí, señor.

      –¿Y no has comido más que cosas de esas?

      –No, señor; nada más.

      –Bueno, debes estar muriéndote de hambre, ¿no?

      –Calculo que me podría comer un caballo. De verdad que sí. ¿Cuánto tiempo llevas tú en la isla?

      –Desde la noche que me mataron.

      –¡No! y, ¿de qué has vivido? Pero tienes una escopeta. Ah, sí, tienes una escopeta. Está muy bien. Ahora tú matas algo y yo hago una hoguera.

      Así que fuimos adonde estaba la canoa y mientras él organizaba la hoguera en un claro de la hierba entre los árboles, yo fui a buscar harina y tocino y café, y cafetera y sartén y azúcar y unas tazas de hojalata, y el negro se quedó muy asombrado, porque pensó que todo lo hacía por brujería. También atrapé un buen pez gato y Jim lo limpió con su navaja y lo frió.

      Cuando el desayuno estuvo listo nos tumbamos en la hierba y lo comimos mientras estaba calentito. Jim se puso a comer con mucha gana, pues estaba medio muerto de hambre. Cuando nos quedamos bien llenos, descansamos y nos tumbamos.

      Poco después Jim me pregunta:

      –Pero, oye, Huck, ¿a quién mataron en la cabaña si no fue a ti?

      Entonces le conté toda la historia y me dijo que había sido muy astuto. Dijo que Tom Sawyer no podía inventarse un plan mejor que el mío. Después le dije:

      –Y, ¿cómo es que estás tú aquí, Jim, cómo has llegado? Pareció ponerse nervioso y no dijo nada durante un minuto. Después me dijo:

      –A lo mejor más vale que no te lo cuente.

      –¿Por qué, Jim?

      –Bueno, hay motivos. Pero tú no te molestarías si te lo contara, ¿verdad, Huck?

      –Por estas que no, Jim.

      –Bueno, te creo, Huck. Me... me he escapado.

      –¡Jim!

      –Pero acuérdate que dijiste que no lo

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