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      Las aventuras de Huckleberry Finn

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      Las aventuras de Huckleberry Finn (1884)

      Mark Twain

      Editorial Cõ

      Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

      [email protected]

      Edición: Mayo 2020

      Imagen de portada: Shutterstock

      Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

      Capítulo 1

      No sabrán quién soy yo si no han leído un libro titulado Las aventuras de Tom Sawyer, pero no importa. Ese libro lo escribió el señor Mark Twain y contó la verdad, casi siempre. Algunas cosas las exageró, pero casi siempre dijo la verdad. Eso no es nada. Nunca he visto a nadie que no mintiese alguna vez, menos la tía Polly, o la viuda, o quizá Mary. De la tía Polly –es la tía Polly de Tom– y de Mary y de la viuda Douglas se cuenta todo en ese libro, que es verdad en casi todo, con algunas exageraciones, como he dicho antes.

      Bueno, el libro termina así: Tom y yo encontramos el dinero que los ladrones habían escondido en la cueva y nos hicimos ricos. Nos tocaron seis mil dólares a cada uno: todo en oro. La verdad es que impresionaba ver todo aquel dinero amontonado. Bueno, el juez Thatcher se encargó de él y lo colocó a interés y nos daba un dólar al día, y todo el año: tanto que no sabría uno en qué gastárselo. La viuda Douglas me adoptó como hijo y dijo que me iba a civilizar, pero resultaba difícil vivir en la casa todo el tiempo, porque la viuda era horriblemente normal y respetable en todo lo que hacía, así que cuando yo ya no lo pude aguantar más, volví a ponerme la ropa vieja y me llevé mi pellejo de azúcar y me sentí libre y contento. Pero Tom Sawyer me fue a buscar y dijo que iba a organizar una banda de ladrones y que yo podía ingresar si volvía con la viuda y era respetable. Así que volví.

      La viuda se puso a llorar al verme y me dijo que era un pobre corderito y también me llamó otro montón de cosas, pero sin mala intención. Me volvió a poner la ropa nueva y yo no podía hacer más que sudar y sudar y sentirme apretado con ella. Entonces volvió a pasar lo mismo que antes. La viuda tocaba una campanilla a la hora de la cena y había que llegar a tiempo. Al llegar a la mesa no se podía poner uno a comer, sino que había que esperar a que la viuda bajara la cabeza y rezongase algo encima de la comida, aunque no tenía nada de malo; bueno, sólo que todo estaba cocinado por separado. Cuando se pone todo junto, las cosas se mezclan y los jugos se juntan y las cosas saben mejor.

      Después de cenar sacaba el libro y me contaba la historia de Moisés y los juncos, y yo tenía ganas de enterarme de toda aquella historia, pero con el tiempo se le escapó que Moisés llevaba muerto muchísimos años, así que ya no me importó, porque a mí los muertos no me interesan.

      Enseguida me daban ganas de fumar y le pedía permiso a la viuda. Pero no me lo daba. Decía que era una costumbre fea y sucia y que tenía que tratar de dejarlo. Eso es lo que le pasa a algunos. Le tienen manía a cosas de las que no saben nada. Lo que es cierto, es que ella bien que se interesaba por Moisés, que no era ni siquiera pariente suyo, y que a nadie le importaba porque ya se había muerto, pero le parecía muy mal que yo hiciera algo que me gustaba. Y además ella tomaba rapé; claro que eso le parecía bien porque era ella quien se lo tomaba.

      Su hermana, la señorita Watson, era una solterona más bien flaca, que llevaba gafas, acababa de ir a vivir con ella, y se le había metido en la cabeza enseñarme las letras. Me hacía trabajar bastante una hora y después la viuda le decía que ya bastaba. Yo ya no podía aguantar más. Entonces pasaba una hora mortalmente aburrida y yo me ponía nervioso. La señorita Watson decía: «No pongas los pies ahí, Huckleberry» y «No te pongas así de encogido, Huckleberry; siéntate derecho», y después decía: «No bosteces y te estires así, Huckleberry; ¿por qué no tratas de comportarte?» Después me contaba todos los detalles de un lugar malo y decía que ojalá estuviera yo en él. Era porque se enfadaba, pero yo no quería ofender. Lo único que quería yo era ir a alguna parte, cambiar de aires. No me importaba adónde. Decía que lo que yo decía era malo; decía que ella no lo diría por nada del mundo; ella iba a vivir al sitio bueno. Bueno, yo no veía ninguna ventaja en ir adonde estuviera ella, así que decidí ni intentarlo. Pero nunca lo dije porque no haría más que crear problemas y no valdría de nada.

      Entonces ella se lanzaba a contarme todo lo del sitio bueno. Decía que lo único que se hacía allí era pasarse el día cantando con un arpa, siempre lo mismo. Así que no me pareció gran cosa. Pero no dije nada. Le pregunté si creía que Tom Sawyer iría allí y dijo que ni muchísimo menos, y yo me alegré, porque quería estar en el mismo sitio que él.

      Un día la señorita Watson no paraba de meterse conmigo, y yo empecé a cansarme y a sentirme solo. Después llamaron a los negros para decir las oraciones y todo el mundo se fue a la cama. Yo me fui a mi habitación con un trozo de vela y lo puse en la mesa. Después me senté en una silla junto a la ventana y traté de pensar en algo animado, pero era inútil. Me sentía tan solo que casi me daban ganas de morirme. Las estrellas brillaban y las hojas de los árboles se rozaban con un ruido muy triste; allá lejos se oía un búho que ululaba porque se había muerto alguien y un chotacabras y un perro que gritaban que se iba a morir alguien más, y el viento trataba de decirme algo y yo no entendía lo que era, de forma que me daban escalofríos. Después, allá en el bosque, oí ese ruido que hacen los fantasmas cuando quieren decir algo que están pensando y no pueden hacerse entender, de forma que no pueden descansar en la tumba y tienen que pasarse toda la noche velando. Me sentí tan desanimado y con tanto miedo que tuve ganas de compañía. Luego se me subió una araña por el hombro y me la quité de encima y se cayó en la vela, y antes de que pudiera yo alargar la mano, ya estaba toda quemada. No hacía falta que me dijera nadie que aquello era de muy mal augurio y que me iba a traer mala suerte, así que tuve miedo y casi me quité la ropa de golpe. Me levanté y di tres vueltas santiguándome a cada vez, y después me até un rizo del pelo con un hilo para que no se me acercaran las brujas. Pero no estaba nada seguro. Eso es lo que se hace cuando ha perdido uno una herradura que se ha encontrado, en vez de clavarla encima de la puerta, pero nunca le había oído decir a nadie que fuese la forma de que no llegara la mala suerte cuando se había matado a una araña.

      Volví a sentarme, todo tiritando, y saqué la pipa para fumar, porque la casa estaba ya más silenciosa que una tumba, así que la viuda no se iba a enterar. Bueno, al cabo de mucho tiempo oí que el reloj del pueblo empezaba a sonar: bum... bum... bum... doce golpes y todo seguía igual de tranquilo, más en silencio que nunca. Poco después oí que una rama se partía en la oscuridad entre los árboles: algo se movía. Me enderecé y escuché. Enseguida escuché apenas un «¡miau! ¡miau!» allá abajo. ¡Estupendo!, y voy digo «¡miau! ¡miau!» lo más bajo que pude y después apagué la luz y me bajé por la ventana al cobertizo. Entonces me dejé caer al suelo y me fui arrastrando entre los árboles, y claro, allí estaba Tom Sawyer esperándome.

      Capítulo 2

      Fuimos de puntillas por un sendero entre los árboles que había hacia el final del jardín de la viuda, inclinándonos para que no nos dieran las ramas en la cabeza. Cuando pasábamos junto a la cocina me tropecé con una raíz e hice un ruido. Nos agachamos y nos quedamos callados. El negro grande de la señorita Watson, que se llamaba Jim, estaba sentado a la puerta de la cocina; lo veíamos muy claro porque tenía la luz de espaldas. Se levantó, alargó el cuello un minuto escuchando y después dijo:

      –¿Quién es?

      Se quedó escuchando un rato; después salió de puntillas y se puso entre los dos; casi podríamos haberlo tocado. Bueno, apuesto a que pasaron minutos y minutos sin que se oyera un ruido, aunque estábamos muy juntos. Me empezó a picar un tobillo, pero no me atrevía a rascármelo, y después me empezó a picar una oreja, y después la espalda, justo entre los hombros. Creí que me iba a morir si no me rascaba. Desde entonces lo he notado muchas veces. Si está uno con gente fina, o en un funeral, o trata de dormirse

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