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de la cocina sintiéndose en conflicto. La mitad de ella estaba sin aliento ante el asombro de haber viajado hasta este paraíso. la otra mitad estaba temblando por el miedo de que sus acciones temerarias pudieran haber puesto en peligro todo su futuro.

      Un amable golpecito en el hombro la distrajo de sus pensamientos.

      –No tendrás miedo por el trabajo, ¿verdad? —preguntó Charlotte.

      –Solo un poco —confesó Olivia.

      Charlotte cruzó los brazos seria.

      –Me temo que eso no está permitido en vacaciones. ¿Por qué no damos una vuelta en coche por la ciudad? Hay un bar en la ciudad por el que siento curiosidad. He visto a un montón de hombres guapísimos yendo allí. ¿Te apuntas?

      Olivia recordó el sueño que había tenido antes de que el avión aterrizara. Bueno, este había acabado en una experiencia bochornosa, pero eso era razón de más para intentarlo de nuevo. En algún lugar, el amor la estaba esperando y no esperaría para siempre.

      –¡Déjame que me ponga un poco de pintalabios y estaré lista para irme! —coincidió.

      CAPÍTULO OCHO

      Mientras se dirigían a la pequeña ciudad de Collina, Olivia se alegraba de que Charlotte fuera al volante. Ella estaba tan cautivada por las vistas que posiblemente hubiera chocado contra uno de los muros de piedra que bordeaban la estrecha calle.

      Había un castillo en ruinas fuera de la entrada de la ciudad —un castillo de verdad con paredes derruidas y almenas en su torre. Parecía oscuro e imponente, con su perfil contra el sol bajo de última hora de la tarde. Quizás, hace mucho tiempo, esta torre había guardado el pueblo de los invasores.

      Imagina vivir al lado de un castillo de verdad, vivo y en ruinas. Sufrió su primera punzada de envidia del día, mientras observaba cuidadosamente los apartamentos de dos pisos que había por allí cerca con sus fachadas color crema descolorido, contraventanas de madera y coloridos maceteros bajo las ventanas.

      Mientras observaba, una mujer joven que llevaba una cesta de la compra bajó a toda prisa las escaleras gritando un alegre «Buon giorno» a su vecino. Llevaba su largo pelo oscuro recogido hacia atrás con una cola e iba vestida con el natural estilo y buen gusto que Olivia había visto que parecía poseer todo italiano. Nunca en un millón de años Olivia podría juntar ese top de color borgoña oscuro con unos tejanos azul cielo a media pierna y unas sandalias de un blanco radiante y parecer que había salido directamente de las páginas del Vogue.

      Si lo llevara ella, la ropa parecería no pegar, como si la hubiera escogido mientras iba a tientas en la oscuridad. la gente miraría fijamente sus zapatos y después subiría la mirada como diciendo «¿De verdad?», «¿Con eso?»

      En la ciudad, una barandilla de hierro forjado separaba la estrecha pasarela peatonal de la calzada, casi igual de estrecha. sacando la cabeza por la ventanilla, Olivia inhaló el rico aroma de café de la tienda de la esquina. A pesar de que era última hora de la tarde, unas cuantas personas de la ciudad estaban en el mostrador, bebiendo expresos y leyendo sus teléfonos.

      todo el mundo menos Charlotte y ella parecía que vivían y eran de allí. Qué privilegio ver a la gente de allí ir de un lugar a otro con sus cosas de cada día en este lugar remoto.

      Olivia descubrió una pequeña boutique de ropa y se preguntó si se animaría a visitarla y ver si podía conseguir algo del estilo italiano con ayuda de la dependienta. Le encantó ver una tienda de vinos con mucha actividad comercial. Después de esta había una zapatería, un puesto de verduras con una exposición viva y colorida de tomates y mandarinas fuera, una peluquería y una tienda con ofertas en ferretería y supermercado.

      Dos panaderías, una enfrente de la otra, estaban cerrando sus persianas por hoy.

      –¿Tú crees que son rivales? —preguntó Charlotte, parándose para dejar que un hombre mayor cruzara la calle.

      –Estoy segura de que sí —dijo Olivia, mirando de un letrero a otro—. Prácticamente tienen que serlo. la enemistad seguramente se remonta siglos atrás.

      –Y un día, cuando el hijo del propietario de Mazetti se enamore de la hija del propietario de Forno Collina, tendrán que fugarse a Pisa para casarse y sus familias los desheredarán para siempre —Charlotte se explayó con la historia.

      En ese momento, un hombre con un delantal blanco salió de Mazetti. lanzó una mirada asesina a la tienda de enfrente y cruzó la calle. Sacó el teléfono del bolsillo y empezó a fotografiar los letreros de «Ofertas especiales» expuestos en el escaparate de la tienda.

      Olivia y Charlotte se caían de la risa.

      –¡Son rivales de verdad!—resopló Olivia—. Mañana por la mañana estará vendiendo a precios más bajos, o copiando las ofertas con todo incluido. Nos ha visto —vayámonos antes de que nos veamos metidas en este drama.

      Al final de lo que pasaba por la calle principal de la ciudad había una iglesia diminuta con un capitel ornamentado. El sacerdote de pelo canoso estaba fuera, barriendo las escaleras de piedra. Los saludó con un movimiento de cabeza al pasar y Olivia le sonrió como respuesta, encantada. Su primer día en Italia y la gente de la ciudad ya la aceptaba.

      Al girar al final de la ciudad, Charlotte condujo hacia el pequeño y animado bar que estaba situado arriba del todo de un callejón sin salida con una abrupta inclinación. La calle estaba abarrotada de coches y no se veía ninguna plaza de aparcamiento. Olivia empezaba a entender por qué todo el mundo conducía unos coches tan pequeños. El espacio, por todas partes, escaseaba. La primera vez que se subió al Fiat, pensó que era diminuto después de los sedanes y los todoterrenos a los que estaba acostumbrada en casa. Ahora veía que tenía un tamaño adecuado para la zona, bastante espacioso de hecho.

      Aunque, mientras Charlotte soltaba tacos, intentando girar su Fiat alquilado en un espacio inexistente, Olivia empezaba a desear que el coche fuera aún más pequeño.

      Tras completar un giro de trescientos sesenta grados, Charlotte lo consiguió sin ningún año en los parachoques o los tapacubos.

      Volvieron a bajar la colina y aparcaron en otra calle más tranquila, antes de volver a pie.

      El ruido sordo de la música los llevó colina arriba de nuevo, y Olivia se sorprendió de que incluso el rock italiano sonara melodioso gracias a la belleza del idioma. Se recordó a sí misma que aprender algunas frases sería una prioridad. Quizá podrían empezar hoy, justo aquí en este bar.

      Olivia respiró el aroma combinado de cerveza, vino, humo de cigarro y —estaba segura— testosterona. En una pantalla encima de la barra estaban dando un partido de fútbol. Para su deleite, no pudo pillar ni una palabra de inglés en el barboteo de la conversación. Estaba clarísimo que este era un bar para la gente de la ciudad.

      Se hizo una pausa cuando los clientes habituales se percataron de las dos nuevas llegadas. Olivia vio algunas miradas de admiración en su dirección.

      Antes de llegar al mostrador del bar, las saludaron dos hombres, entados sobre unos taburetes del bar en una diminuta mesa redonda.

      –Ciao! —gritó el hombre que estaba más cerca.

      A Olivia le dio un vuelco el corazón cuando se giró a mirar. El hombre, de aspecto canalla, tenía unos treinta años, el pelo y las pobladas cejas oscuros y una sonrisa pícara. Su amigo parecía tener unos años más, tenía la cabeza afeitada y estaba muy bronceado.

      –Esto… ciao —respondió ella. Miró a Charlotte, quien le dio una sonrisa cómplice.

      Entonces el hombre habló en un rápido italiano.

      Olivia extendió las manos.

      –Non comprehendo? —intentó.

      –Ah. Americano.

      Se habló más italiano y, tras una conversación a gritos con las mesas de alrededor, de entre la multitud se levantaron dos taburetes más.

      –Giuseppe –dijo el hombre, saludándose a sí mismo—. Alfredo —presentó a su amigo.

      –Olivia.

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