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un reinado sobre el que no se tuviesen noticias, que se haga un hueco dentro de la historia oficial, complementándola y completándola, pero sin competir con ella.

      Un ejemplo de ello sería el caso del hallazgo de Pianki también conocido por Piye, el primer faraón negro de Egipto que inauguraría la Dinastía XXV, por el que todo el territorio estaría gobernado por descendientes del pueblo nubio durante tres cuartos de siglo.

      Hasta hace poco este período era ignorado, oculto a la creencia actual que figuraba a los pueblos negros en Egipto como esclavos dedicados al arte de la guerra o como mano de obra barata empleada en la construcción de palacios, templos y hasta las colosales de las Pirámides.

      Quisiera inscribir mi nombre en los libros de la historia como ya lo hicieran los grandes descubridores de ciudades perdidas o de tumbas milenarias que dieron buena muestra de valentía y determinación.

      Es lo que traté de hacer en mi juventud, tener un solo objetivo, y tratar por todos los medios de conseguirlo, pues sabía que con pequeños pasos es como se construye un gran futuro.

      Para ello empecé a estudiar aquellas civilizaciones que marcaron el devenir de esas tierras, buscando los restos arqueológicos que dejaron tras de sí, ya fuesen edificaciones o piezas en los museos.

      Luego cuando tenía una idea más exacta de qué era lo que se conocía de un determinado pueblo y qué aún estaba por descubrir me adentré en lo que fue el territorio de ese pueblo, recorriendo caminos, escalando montes y atravesando praderas en busca de algún resto no descubierto con la esperanza de que fuese algo importante.

      Quizás fue mi inocencia o mi ímpetu, pero conseguí, tras mucho esfuerzo, rescatar del fondo de un barranco unas piezas que parecían de cerámica, adornadas con pinturas de distintos colores que todavía se podían reconocer.

      Ilusionado por mi descubrimiento, anoté todos los datos con respecto a su localización geográfica y de profundidad haciendo multitud de fotos al lugar exacto y a sus alrededores, para documentar mi hallazgo.

      Después y para que un experto me corroborase la autenticidad de las piezas, así como me ayudase a calcular su antigüedad, me puse en contacto con un responsable del Museo Nacional de Antropología de México, situado en la capital del país, el Distrito Federal.

      Una amplia construcción a cuya entrada está expuesta la colosal estatua de doscientas toneladas del Dios del Agua Tláloc, y en cuyo interior se recogen en sus salas miles de piezas referidas a los pobladores de América desde tiempos prehistóricos hasta los mexicas.

      Entre las obras más destacadas del lugar se encuentra el tesoro de la tumba del rey Pakal, la mítica Piedra del Sol con representación la cosmología mexica y el colosal Atlante Tolteca.

      Una vez me recibió le enseñé aquel fragmento al responsable del centro junto las fotografías de lugar y todas mis anotaciones y el hombre con una sonrisa declaró,

      – Felicidades, has encontrado una buena obra, esta se usaba para realizar ofrendas a los dioses, por eso de sus llamativos colores, lo malo es que es una tradición tan antigua y que aún hoy se practica que existe una extensa documentación al respecto, pudiéndose contemplar la evolución del rito a lo largo de los años, esta pieza en concreto vendría a ser de aquí.

      Y me señaló a una mampara de cristal, sin darme cuenta me había conducido por aquel museo hasta donde nos encontrábamos justo frente a mí existía un cuenco completo con los dibujos en perfecto estado, si me lo hubiesen contado no me lo hubiese creído.

      Lo mío parecía ahora más el desecho de un alfarero que una buena pieza, y ante mi desilusión me reconfortó el encargado indicándome,

      – No te preocupes, los grandes hechos de la historia se han preparado con cuidado y realizado poco a poco; pero lo más importante lo tienes, tu arrojo e ímpetu. Sigue con él y no lo pierdas y verás cómo algún día aquello que hagas dará su fruto.

      Me dijo con una leve sonrisa aquel hombre menudo que vestía tan formalmente, pero que su piel y sus arrugas denotaban que había sido duramente castigado por la exposición a los elementos, el sol y el aire.

      Si no supiese su profesión podría llegar a la errónea conclusión de que se trataba de un labriego. Uno de esos trabajadores que se levantan antes de que cante el gallo y se acuestan al retirarse el sol, dedicando su jornada al duro trabajo del cuidado del campo, arándolo, sembrando, regándolo y quitándole las malas hierbas.

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