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      Mercedes Abad

      Casa en venta

      Ilustrado por Álvaro Ardévol

      Mercedes Abad, Casa en venta

      Primera edición digital: abril de 2020

      ISBN epub: 978-84-8393-660-3

      © Mercedes Abad, 2020

      © De las ilustraciones: Álvaro Ardévol, 2020

      Colección Voces / Literatura 296

      Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com

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      Para Álvaro

      I

       EN VENTA

      Los vi asomar el hocico por primera vez una tarde de finales de verano. Si he sonado ligeramente desdeñosa es porque sé que antes de entrar dentro de mí se habían metido en otro piso más grande —cuatro habitaciones cuando yo solo tengo tres, y un salón más impresionante—, pero cuya orientación al noreste no les gustó, porque la mayor parte de la vivienda queda siempre en sombra y da al edificio gemelo y a la piscina comunitaria que se halla entre ambos. Enseguida intuyeron que vivir allí los exponía al griterío de los niños chapoteando en la piscina y jugando a la pelota en el jardín cuando hiciera buen tiempo. Eso sin mencionar que el precio era muy superior al que pedían por mí. ¿Me gustaron ellos dos? No lo recuerdo bien, quizá porque en aquel entonces prefería atrincherarme en la indiferencia. Bastantes decepciones había sufrido ya a lo largo de los siete años que llevaba construida y por vender. Siete años vacía, siete años desnuda, siete años clausurada, con las persianas bajadas, ciega al exterior. Siete años, uno detrás de otro, siete años sintiéndome rechazada e inútil. ¿Cuántos me habían visitado y recorrido mis estancias? ¿Cuántos habían premiado mi belleza con prometedoras exclamaciones de júbilo y toda clase de elogios que, sin embargo, a la hora de la verdad no se materializaron en un contrato de compraventa? Algunos de ellos debieron de intentarlo, pero estábamos inmersos en una crisis severa y es probable que los bancos les denegaran el crédito. O bien se cruzaron con otro piso que les convenía más. Desconozco los detalles, pero he aprendido a desconfiar de las alabanzas por vehementes que sean. Algunas alcanzaron cumbres de exaltación y sinceridad de lo más convincentes. Aunque yo siempre fui particularmente sensible a los que, bajo el primer impacto, se mostraban incapaces de articular un discurso y atascados en el nivel onomatopéyico me masajeaban el ego con sucesivas oleadas de ohs y de ahs. Por otra parte, siempre he sido lúcida y jamás me he engañado con respecto a quién soy. Sé que mi mayor virtud no soy tanto yo misma como el paisaje que ofrecen mis numerosas ventanas. Ese mar inmenso que ante mí se despliega ha arrancado más exclamaciones, onomatopéyicas o no, que mis proporciones y hechuras, sobre las que rara vez he oído expresar la menor sombra de queja. En cuanto a mis defectos, hay uno que predomina sobre los demás: no soy céntrica. El edificio que me cobija está más o menos en medio de la nada, en un paraje solitario y desolado que solo el mar dignifica, a los pies de las inmensas chimeneas de una central térmica fuera de uso que algunos juzgan magníficas y otros espantosas, con un descampado a un lado y un polígono industrial imparcialmente horrendo del otro lado de la vía del ferrocarril que se halla a mis espaldas y cuyas orillas son objeto de un incesante vertido de basuras que le dan aspecto de vertedero y atrae a multitud de ratas. Por si eso fuera poco, casi todos saben que me construyeron sobre terrenos largo tiempo ocupados por fábricas diversas que desaparecieron dejando tras de sí una herencia ignominiosa de contaminación. Además, a veces flota sobre el barrio un hedor a cloaca. Entre una cosa y otra, no me hacía ilusiones. ¿Para qué? Las visitas, es cierto, me sacaban del aburrimiento y la tristeza en que transcurría mi vida y las esperaba impaciente. Pero si al principio recibía alborozada al empleado de la inmobiliaria que venía a subir las persianas y a ventilar y que a veces incluso se tomaba el trabajo de barrer un poco el suelo y limpiar las cristaleras para adecentarme un poco, con el tiempo y los desengaños llegué a temer las visitas. Lo confieso, sí: en muchas ocasiones me había encariñado con los posibles compradores. Solange se llamaba la que más me gustó entre todos mis pretendientes, una violinista francesa de unos treinta años, rubia y alta, sutil, ingrávida y gentil como una pompa de jabón, que pisaba mis suelos como nadie ha vuelto a hacerlo, con una especie de reverencia, y que apenas dijo nada, pero cuyo embelesado silencio bastó para desatar locas esperanzas en mí. Había algo en la forma en que me contemplaba con sus ojos de color ámbar que me hacía sentir la más bella morada a la que se pudiera aspirar. Hasta tres veces vino a verme antes de desaparecer para siempre, la primera con su marido y una niña pequeña a quien se dirigía en francés, una lengua que me gustó más que cualquier otra que hubiera oído jamás; la segunda se presentó sola, vibrante de un entusiasmo que aun siendo contenido, como lo era todo en ella, me hizo estremecerme. La tercera fue mágica, mística, jamás pensé que viviría un momento así. Solange había traído un estuche del que sacó un violín. También lo llevaba el primer día, cuando vino acompañada por su marido y la niña. Pero fue solo entonces, en esa tercera e inolvidable visita cuando, de pie en el salón, de cara al mar, se puso a tocar su instrumento. El empleado de la inmobiliaria nos había dejado a solas porque ella se lo pidió con tal delicadeza que era imposible negarse. Tenía eso Solange: una delicadeza en cuyo núcleo habitaba un elemento sólido e incorruptible, una férrea determinación envuelta en terciopelo ante la que era difícil no doblegarse. Así que no sé el título ni el autor de la pieza que interpretó porque excepto yo, nadie estuvo allí para hacer las preguntas que habrían resuelto el misterio. Solo sé que alternaba movimientos vivaces y fogosos, casi desenfrenados, con fragmentos en que el ritmo daba un brusco frenazo y tras un breve silencio empezaba a arrastrarse y enroscarse en notas lentas y lánguidas, como de mar en calma después de la tempestad. Aquella música me embellecía, me hacía mejor de lo que soy y me desgarraba de un placer tal que en algunos momentos rayó en lo insoportable. Quise retenerla. A Solange, quiero decir. Luché con todas mis fuerzas, con toda mi sabiduría, para que la acústica de mis paredes devolviera las notas de manera armoniosa. Para que ninguna inoportuna vibración pudiera alterar la pureza de la interpretación. No sé cuánto tiempo escuché embriagada, en éxtasis, pero todavía recuerdo con íntimo alboroto la profunda sensación de comunión con Solange y el violín. Qué bien sonaba la música y cómo me masajeaba y me llenaba y penetraba y percutía hasta en el último rincón de mis vacíos armarios y daba sentido a mi vida, tan anodina hasta entonces. Era como si siempre lo hubiera estado esperando, como si el arquitecto que me proyectó y el contratista que calculó presupuestos y adquirió materiales y los albañiles que levantaron forjados y paredes se hubieran puesto sin sospecharlo al servicio de ese instante de gloria. La música reverberó dentro de mí mucho tiempo después de que la intérprete se fuera. Aún soy capaz de recordar fragmentos enteros de la pieza.

      Nunca he estado más excitada y expectante que los días que siguieron. Exultaba, trepidaba, no cabía en mí, desbordaba. Aguardaba impaciente la llegada del camión de mudanzas que desembarcaría aquí las cosas de Solange, sus muebles, sus alfombras, mis futuros ropajes. Pasé esos días muy entretenida imaginando los enseres y, sobre todo, la ropa sencilla, ligera y vaporosa que llenaría mis armarios y los conjuntos de fina ropa interior que se alinearían en mis cajones uno al lado del otro. No me cabía la menor duda de que ella sería una mujer ordenada y escrupulosa que colocaría las prendas según la utilidad y los colores: a un lado la ropa clara y veraniega y las cosas de cada día; al otro, los pantalones y las blusas, las faldas y los vestidos para sus actuaciones. Sin duda viajaría mucho porque su brillante carrera

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