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      Hueders chilenos / Claudio Arrau

      por Marisol García

      © Editorial Hueders

      Primera edición: agosto de 2018

      ISBN 9789563651942

      Todos los derechos reservados.

      Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida sin la autorización de los editores.

      Asesor editorial: Manuel Vicuña

      Diseño portada: Inés Picchetti

      Diagramación ebook: Constanza Diez

      Ilustración portada: Francisco Olea

      Ilustraciones interior: Simón Jara

      www.hueders.cl | [email protected]

      Santiago de Chile

      Claudio Arrau a los 6 años, Chillán, 1909. Fotografía cortesía de ArrauHouse.

      No existen hechos, sino interpretaciones.

      friedrich nietzche

      Dos padres tuvo y perdió Claudio Arrau antes de cumplir los 15 años.

      El primero, Carlos Arrau Ojeda, oftalmólogo de Chillán con consultorio en su casa de calle Lumaco 558, era un hombre apreciado por atender sin cobrarles a los necesitados de la ciudad. Bisnieto de un ingeniero militar español asignado a Chile por el rey Carlos III, se casó en Quirihue con Lucrecia León Bravo de Villalba y tuvo con ella tres hijos (también otros por fuera de su matrimonio). Murió en 1904, a los 48 años, tres días después de un accidente a caballo que su organismo no soportó, y que ocurrió cuando el menor de la familia tenía trece meses de nacido. El pequeño Claudio no llegó a conservar ningún recuerdo suyo.

      —¿Se sintió alguna vez desvalido por esa ausencia de padre? —le pregunta ­Joseph Horowitz en el conocido libro de entrevistas al pianista[1].

      —De algún modo, sí; pero hasta cierto punto también me sentí feliz —­responde Arrau—. Porque mi padre venía de una familia con ideas estrictas acerca de lo que debía hacer un hombre. Pensaba que la música era maravillosa, pero para las niñas. De modo que podrá imaginarse todo lo que yo hubiese tenido que sufrir.

      No mucho tiempo después, aunque muy lejos de Chillán, iba a aparecer el padre putativo, segundo en la secuencia filial. Martin Krause era un pianista sajón hijo de organista, adiestrado desde temprana edad en la música, que en su adultez consiguió tres años de clases junto a Franz Liszt y escuchó en vivo a Johannes Brahms, Clara Schumann y Ferruccio Busoni. Fue padre divorciado de cinco hijas y un hijo; profesor de piano en Leipzig, Múnich y Berlín, y crítico de música para revistas.

      Conoció a Claudio Arrau en 1913, dos años después de la llegada del menor y su familia a Europa. Luego de verlo al piano por primera vez le comentó a doña Lucrecia: «Este niño ha de ser mi obra maestra».

      En los siguientes cinco años, la relación entre Claudio Arrau y Martin Krause se fue estrechando hasta exceder lo habitual entre un maestro y su alumno. Más que adiestrarlo en el piano, el alemán educó al niño en el sentido amplio de abrir a un menor al mundo y orientarlo hacia el máximo cultivo de sus potencialidades. Fue el único profesor duradero que el pianista chileno tuvo en su vida.

      Sentía hacia él a la vez adoración y temor.

      «Era terriblemente severo. Y me exigía mucho, tal vez demasiado», le recuerda a Horowitz. «Krause fue la figura paterna en mi desarrollo psicológico... en el buen sentido y también en el malo, como todas las figuras paternas».

      Arrau tenía 15 años cuando Krause murió en Baviera; otra víctima, entre millones, de la pandemia de gripe de 1918. Fue una pérdida por lejos más impactante para él que la de su propio padre. Con su maestro había forjado un vínculo prácticamente filial, de una cotidianeidad compartida y espacios domésticos en común. También su familia confió en el sajón decisiones de muchos ámbitos, descansando a su cuidado toda una guía sobre su estada en Alemania.

      Por eso su partida abrió lo que luego Arrau llamó el período más difícil y desdi- chado de su vida: «Difícilmente transcurría un día sin que yo pensara en la muerte».

      Comentaría en la adultez, que la muerte de Krause lo golpeó con «una horrible sensación de abandono», y que la desesperación lo enfrentó a lo inimaginable hasta entonces:

      «Sentía que ya no podía seguir tocando».

      Pese a las exigencias que sostuvieron su trato, maestro y discípulo habían guardado en tan solo un lustro códigos y afectos que para el joven eran irreemplazables. Arrau nunca más quiso tener otro profesor de piano —«lo que no sé, lo aprenderé por mi cuenta», se propuso—, aun cuando aquello le pareció a su entorno por completo inconveniente. El joven decidió que no iba a permitir lecciones nuevas que confundieran las ya recibidas.

      Lo que siguió en su formación lo hizo a solas. Y esa tozudez era, para él, lealtad. Los libros del compositor y pedagogo alemán Rudolf Breithaupt, y el estilo que pudo escucharle en vivo a la pianista venezolana Teresa Carreño fueron los siguientes pun- tales de las lecciones que Arrau se buscó como músico, durante un período exigido y difícil, en el cual abandonar el piano se le presentó como una opción atendible.

      En ese camino de autoformación hubo otro pivote: el psicoanálisis. A los 21 años, comenzó una terapia junto al alemán Hubert Abrahamson, a quien en sesiones diarias o de varias veces por semana visitaba en su consulta de Düsseldorf. El vínculo entre Arrau y su psiquiatra, sin pago de por medio, se extendió por casi medio siglo.

      «Parte gurú, parte padre, parte hermano mayor», fue como el músico describió en algún momento a su analista. Aficionado también él a la música, Abrahamson siguió de cerca el desarrollo y la fama de su paciente chileno, e incluso —tiempo después— recibió su ayuda cuando los judíos en Alemania se vieron forzados a buscar lugares de resguardo.[2]

      La experiencia entre ambos hizo de Arrau un entusiasta del psicoanálisis, al cual le atribuía entre otras cosas haber mejorado su técnica en el piano. El pianista sostenía que la terapia es un modo de desarrollar la intuición de todo artista.

      Abrahamson había llegado a su vida en un momento crucial: el niño prodigio se convertía en un adulto que temía no ser capaz de maravillar como antes a las ­audiencias. Por un período tras la muerte de Martin Krause, Arrau llegó a sentir rigidez en los dedos y un temor casi paralizante frente al teclado. El diván le hizo descubrir que estos eran síntomas explicados por su deseo de fracasar y así no tener que satisfacer expectativas que lo intimidaban.

      Joseph Horowitz escribió que el psicoanálisis significó para el chileno lo mismo que la música: «... no precisamente la pacificación, sino la canalización de un desor- den emocional».

      Las opiniones de Claudio Arrau sobre el vínculo entre piano y psicoanálisis apa- recen en varios libros y manuales, y son referencia en el estudio del instrumento. El músico asocia, por ejemplo, los movimientos de las manos y el cuerpo durante la ejecución a una lógica neuromuscular aprendida en terapia. Según él, el acompa- ñamiento psicológico especializado ayuda a todo alumno de piano en los cuadros de bloqueo derivados de la frustración, el nerviosismo, el temor al fracaso o al éxito, y las súbitas pérdidas de memoria habituales en la dedicación intensiva a un ­instrumento.

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