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mantenían desiguales. Porque la humillación de la servidumbre seguía cuando llegaban a sus casas. Una de las virtudes del anarquismo es haber planteado que lo privado es político. Los efectos de este descubrimiento fueron dispares. La voz de la mujer40 puso la primera bomba en 1896 cuando Pepita Guerra denunció a los compañeros que caminaban para atrás cuando se trataba de la situación de las mujeres: cangrejos cómodos conservadores que, ante la posibilidad de ejercer dominio, cedían, por más anarquistas que se dijeran.

      Salvadora estaba a cargo de la página de cultura de La Protesta y publicaba colaboraciones, poemas, traducciones, reseñas, novedades bibliográficas, agenda de actividades. Una madrugada llegó a la redacción un hombre vestido con tapado de cuello de piel a pedir el número de la jornada y pagó con un puñado de libras esterlinas. Era Titta Ruffo, el barítono que cantó en casi todas las temporadas del Teatro Colón hasta 1931. Cuando su cuñado Giacomo Matteotti fue secuestrado y asesinado por los fascistas italianos en 1924, Ruffo decidió no cantar más en Italia y se marchó al exilio, al igual que otros artistas como Raoul Romito. Las autoridades fascistas lo declararon subversivo. Salvadora se dio cuenta después de quién era.

      El escenario donde se desarrolla la obra de teatro en tres actos y en prosa es el conventillo, ese bazar de la pobreza. Y en esas piezas de planchadoras, lavanderas y obreros es inevitable recordar las palabras del presidente de la Nación José Figueroa Alcorta en un discurso en las vísperas del Centenario: “Nuestro obrero gasta exageradamente y no ahorra porque no ajusta a su salario sus gastos”.

      En Almafuerte no hay héroe sino heroína, Elisa, una costurera de veinte años, de novia con Arturo, “obrero inteligente de ideas avanzadas”. Planean casarse en tres meses. Los personajes que rodean a la pareja son la familia de Elisa y las vecinas. Su padre es obrero fabril, su madre es planchadora al igual que su hermana menor, la Gurisa; y Julia, la del medio, que se ocupa de las tareas domésticas. Doña Braulia, a cargo del conventillo, es amarga y se mueve entre el chisme y el resentimiento. Para los “buenos”, todo termina mal porque la Ley de Residencia hace colapsar a la familia. Para darle mayor realismo a la obra, Salvadora hace leer a doña Braulia una noticia sobre Arturo, escrita en la prensa por el cronista más popular de la época, Juan José de Soiza Reilly, “ese lechuzón de los anteojos negros” y “macaneador”, que aparece como personaje ficcional para sumar verosimilitud.

      Tal vez haya sido el fotógrafo o la pose “de escritora” sentada en el escritorio, pero en la tapa de la revista Nuestro Teatro Salvadora parece una nena de doce. “Tres-cuarto, perfil derecho” con los ojos muy abiertos, grandes y compasivos, la boca entreabierta, con cejas arqueadas. En la foto no se ve el pelirrojo de amazona de cómic, pero sí el casquete con jopo peinado al costado. Elvira es su doble de juventud y es a través de ella que se despacha contra todo lo que odia: el trabajo alienante, el matrimonio, la burguesía. Es una novela de aprendizaje.

      El

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