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su madre. Esa cosa es, concretamente, un ciervo blanco: el hocico húmedo y agrietado, el pelaje albo de aspecto pegajoso y las orejas a rebosar de ácaros.

      Pese a no tener consistencia física, su presencia es densamente inquietante. A su poco lustre se suma la funesta carga simbólica que los animales albinos tienen en la comunidad. Se los considera, por así decirlo, pequeñas disrupciones en el curso normal de la naturaleza. Señales de que algo no va del todo bien. Pero, salvando alguna excepción agorera, las mujeres de Beratón no son especialmente supersticiosas. Y hay que admitir que la actuación del ciervo, siempre tan exacta, ha acabado por entrar en el sereno universo de la rutina.

      Uno no espera muestras de desapego del protagonista de su pesadilla. Pero lo cierto es que la bestia nívea no presta mucha atención a Miguel. Se limita a pasearse y olfatear la hierba, clavando de vez en cuando sus ojos grisáceos en él. Tiene el vientre abultado, como la parte inferior de un envase de huevos o una obra de látex de Louise Bourgeois. Las protuberancias que tensan su piel, sin embargo, no son estáticas. Los bultos se revuelven inquietos y lo hacen aullar lastimeramente, mostrando una dentadura erosionada que se va oscureciendo conforme asciende hacia las encías. «Eso es mala señal, chiquillo. El pronóstico de una desgracia», concluye amenazante una las ancianas con el índice apuntando al cielo. «Desde luego, qué mala baba… Tú ni caso, mi amor. Eso es que es una hembra», le asegura otra, cogiéndolo del hombro; «una hembra preñada y a punto de parir». En cuanto los bultitos dejan de menearse, la cierva (ahora está claro que es una cierva) continúa a lo suyo, masticando algunos mechones de hierba, curioseando el pie de un árbol y echando algún que otro vistazo a Miguel. De pronto, sin previo aviso, se encabrita. Asustada o furiosa, no podría decirse con seguridad, comienza a correr en círculos en torno a Miguel, incorporándose por fin sobre las patas traseras y dejando a la vista esos bultitos revoltosos. Sus bramidos son cada vez más agudos y elaborados. Casi palabras. Y entonces, cuando el torrente de la dicción parece estar a punto de brotar de la garganta del animal, Miguel es arrancado del sueño de un zarpazo. El trance le deja los ojos hundidos, las mejillas pálidas y la frente perlada de gotitas de sudor.

      Con el tiempo se ha ido acostumbrando a estos breves episodios, que apenas le suponen más que un trastorno puntual. La cierva, del color de la nieve sucia y ojos casi humanos, parece haber llegado a su psique para quedarse. Podríamos decir —su madre lo hace— que el animal forma ya parte de él. Y uno no emprende batalla contra sí mismo. Porque «a la mente hay que escucharla, hijo mío, no mutilarla».

      xi

      —Me lo tuvieron que amputar, tía. Cosa de mi prima Cloe. Salvaje, ¿eh? La verdad es que de crías tuvimos algún que otro lío. Su familia se empeñó en que no perdiéramos el contacto. Son muy de hacer «lo correcto», pese a todo y contra todos. Contra mí, en concreto. No los culpo, son gente decente. No sé si a ellos les tocó la hija buena o a mí la madre mala. No es que sea mala de verdad, no creas… Sencillamente, está un poco mal de la cabeza. Dice que fui yo quien la empujó a la locura. Lo cierto es que durante mi infancia puso bastante empeño en que todo saliera bien. Mi dormitorio estaba pintado con pájaros naranjas y marrones en el techo y tenía una de esas guirnaldas de lucecitas parpadeantes que encendíamos de vez en cuando para jugar a sombras chinescas. Los domingos, los padres de Cloe la traían y ella hacía como que no se daba cuenta de lo miserablemente pequeña que era mi casa frente a la suya. A ella le tocó una familia pija, con una finca con piscina y con un huerto en el que jamás los he visto agacharse. Se limitan a supervisar y decidir qué se planta. La madre cuida los rosales, eso sí. Nos daba una turra insoportable con eso. Su favorita era la Lady Banks, una rosa de origen chino que trepa hasta los seis metros de altura. No, normalmente tienen un tono amarillo. No sé la de veces que he tenido que aguantar una charla sobre las virtudes de la Lady Banks, su falta de espinas, sus usos en la medicina asiática para curar la lepra y la gangrena… Yo quiero un gin-tonic, gracias. Cuando tenía unos doce años, la madre de Cloe me pilló arrancando todas sus preciosas Lady Banks. Aunque es verdad que no pinchan, me llevé un par de picotazos de avispa. Ella ni siquiera me riñó. Solo apretó los puños hasta que se le pusieron los nudillos blancos, sonrió y dijo que habría que ponerlas en un jarrón. Creo que se sentía culpable. Cuando le dijeron a Cloe que era adoptada, tardó menos de una semana en atar cabos y contármelo. Teníamos once o doce años. ¿Cómo va a guardar un secreto así una niña de doce años? Mi madre (mi madre falsa, quiero decir) se empeñó en negarlo durante meses. De vez en cuando se me olvidaba y dejaba estar el tema unos días, pero siempre acababa volviendo a la carga. Al final, le dije que no importaba. Que si era adoptada no pasaba nada, que ella siempre sería mi madre. Entonces me lo confesó y yo dejé de hablar unos cuatro meses. Ya. Tampoco quería comer, y a menudo tenían que llevarme al hospital para que me alimentaran a la fuerza. Sí, en serio. Mi madre dice que por eso me he quedado tan flaca. Durante esa época seguí yendo a casa de Cloe; cada vez más, de hecho. Me portaba bastante mal, pero su madre me consentía cada uno de mis caprichos. Si no quería dormir en la cama y prefería hacerlo acurrucada junto al ciervo que tenían en el terreno, me lo permitía; si quería cenar mermelada de higos con chocolate o no quería cenar en absoluto, me lo permitía. Sí, tenían un ciervo. Muy viejo… Es una historia muy larga. A lo mejor tienes suerte un día y te la cuento. En fin, cuando mi madre venía a buscarme, yo me agarraba a las columnas del porche o le regalaba un abrazo asfixiante y superhipócrita a la madre de Cloe. Al principio se esforzó mucho por recuperarme (mi madre falsa, digo), y creo que lo hubiera conseguido sin problemas de haber aguantado un poco más. Entonces él se marchó. Mi padre falso, sí. La verdad es que casi no lo recuerdo. Hasta los cinco años debió de jugar bastante conmigo. Me llamaba Xilófono, Xena, Xuxa, Xola. Palabras que empezaban por X y que daban un poco de consistencia a mi nombre. Ya, tía, no sé por qué no me lo cambiaron. Imagino que creían que hacerlo sería como trampear el destino o alterar las energías o alguna estupidez similar. Pertenecen a esa clase de gente con estudios avanzados que cree que hay que cortarse el pelo en luna llena y que las semillas de lino curan el cáncer… Cloe también es un poco así. De cría siempre estaba inventándose rituales y decía que quería ser veterinaria o hechicera. Al final ha hecho Antropología. Sí, es superestudiosa. Es bastante perfecta, a su manera. Incluso le perdonan la excentricidad de ser vegana. Ahora vive con su novio, ¿sabes? Un tipo mayor. Escritor. O eso dice. A mí me cae como el culo. Le cabe un pan en la boca cada vez que se pone a hablar de política. ¿Yo? Yo hago collages, soy artista, ya sabes. —Guiño—. Bueno, algunos. Nah, no vivo de eso. Pues consigo más cosas, además del maquillaje. Yo qué sé, casi cualquier cosa pequeña… Dime cualquier móvil que quieras y en una semana te lo vendo rebajado. Claro que es en serio. ¿Te molan los vinilos? Nah, da igual. En fin, cuando él se fue, mi madre cambió. Ese día llegué a casa y vi los armarios abiertos, muy vacíos. Parecía que hubiera entrado un ladrón superordenado. Luego vi que lo que faltaba era la ropa de hombre y entendí que había pasado algo entre ellos. La verdad es que había mucha tensión y él cada vez alargaba más las vueltas a casa. No bebía ni nada así, eran una gente muy sana. Más bien cogía la bici y se hacía rutas de un día entero, o se apuntaba a unas jornadas de micología que duraban todo el fin de semana, se iba a casas rurales a hacer el moñas… Ese rollo. Entonces apareció mi madre, con el pelo revuelto y cara de haber presenciado un accidente de tráfico. Se plantó bajo el dintel de la puerta, extendió un dedo acusador y me dijo: «Tú me has jodido la vida». Y ahí empezó su locura, o sus nervios, o su deterioro, depende de quién te lo cuente. No me dirigía la palabra excepto para gritarme, y de vez en cuando le daban auténticos ataques de ira. No sé, tía. Por ejemplo, estaba recogiendo el lavavajillas y de repente empezaba a lanzar tenedores contra la encimera de la cocina, que rebotaban en todas las direcciones y hacían un ruido insoportable, y lloraba y maldecía a mi padre. La verdad es que los tíos dan asco. La abandonó a la primera de cambio y a mí solo me manda un mensaje una vez al año, por mi cumpleaños, normalmente un día o dos después. «Felicidades, Xilófono». Sí, dinero sí que me da. Mi madre también. Sí, ahora está guay. Me pidió que volviera, pero pasando. Me apaño. Me gusta mi barrio. Jarana veinticuatro siete. Ahora está casada otra vez, con un tío bastante friqui que echa el tarot. Te lo juro, tía. A Cloe le encanta ir ahí a que nos lea la mano. Qué va, ¿se te va la olla? No da ni una. Sí… Mi abuela viva, la madre de mi padre, también me da pasta de vez en cuando. A ella voy

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