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crea un nuevo lastre o debilidad para nuestras herramientas naturales, que nos lleva en una nueva dirección y genera nuevas herramientas para arreglar un “problema” que fue en origen otro tipo de invención. Las nuevas herramientas a veces reducen las barreras naturales y los límites del crecimiento humano, por ejemplo, la manera en que la invención del aire acondicionado permitió al ser humano colonizar los lugares más cálidos del planeta de una forma que hubiera sorprendido a nuestros antepasados de hace solo tres generaciones. Asimismo, las nuevas herramientas pueden ejercer una influencia metafórica, como podemos observar en la conexión del historiador robot entre el reloj y el punto de vista mecánico de los comienzos de la física, la imagen del universo como un sistema de “engranajes y ruedas”.

      Observar el efecto colibrí en la historia nos demuestra que las transformaciones sociales no siempre son el resultado directo de las acciones y las decisiones del ser humano. En ocasiones, el cambio se produce por las acciones de los líderes políticos, los inventores o los movimientos de protesta, que imponen deliberadamente una nueva realidad a través de un plan intencional (tenemos un sistema de autopistas nacionales integrado en los Estados Unidos porque nuestros líderes políticos decidieron aprobar Ley de Ayuda Federal de Autopistas de 1956). En otros casos, las ideas y los descubrimientos parecen tener vida propia y generan cambios en la sociedad que no formaban parte de la visión de sus creadores. Los inventores del aire acondicionado no intentaban replantear el mapa político de los Estados Unidos cuando se propusieron enfriar las salas de estar y las oficinas; sin embargo, como veremos, la tecnología que desataron en el mundo permitió el desarrollo de cambios drásticos en el esquema poblacional de los Estados Unidos, lo que modificó también la integración del Congreso y de la Casa Blanca.

      He resistido la comprensible tentación de evaluar estos cambios con algún juicio de valor. Desde luego, este libro celebra nuestro ingenio, pero el hecho de que se produzca un nuevo descubrimiento no implica que no exista, en última instancia, una mezcla de consecuencias a medida que se inserta en la sociedad. La mayoría de las ideas que son “seleccionadas” por la cultura son mejoras demostrables en términos de objetivos locales: los casos en los que hemos elegido una tecnología o un principio científico inferior en lugar de uno más preciso o productivo son las excepciones que confirman la regla. Y aunque en ocasiones escojamos el inferior vhs en lugar de Betamax, en poco tiempo tendremos los dvd que superarán ambas opciones. Entonces, si analizamos el arco de la historia desde esta perspectiva, veremos que existe una tendencia hacia el desarrollo de mejores herramientas, fuentes de energía, formas de transmitir información, etc.

      El problema reside en los factores externos y en las consecuencias no deseadas. Cuando Google lanzó su herramienta de búsqueda original en 1999, se trató de una mejora trascendental sobre cualquier técnica anterior para explorar el vasto archivo de la Red. Esto fue un motivo de celebración en todos los niveles: Google consiguió que toda la Red fuera más útil, de forma gratuita. Pero luego Google comenzó a vender publicidades relacionadas con las solicitudes de búsqueda y, al cabo de unos años, la eficiencia de las búsquedas (junto con otros servicios en línea, como Craigslist) destruyeron las publicidades en los periódicos locales de los Estados Unidos. Casi nadie lo vio venir, ni siquiera los fundadores de Google. Se puede afirmar –de hecho, yo probablemente lo haría– que este cambio valió la pena y que el desafío de Google desencadenará mejores formas de periodismo, a partir de las oportunidades únicas presentes en la Red, en lugar de basarse solo en la prensa escrita. Pero no podemos ignorar que el incremento de las publicidades en la Red, al final de cuentas, ha generado un importante revés para el recurso público esencial de los periódicos. Es posible plantear este mismo debate con respecto a casi todos los avances tecnológicos. Los automóviles nos permiten desplazarnos de forma más eficiente que los caballos, pero ¿valió la pena el costo para el medioambiente o para el atractivo de la ciudad? El aire acondicionado nos permite vivir en zonas desérticas, pero ¿a qué costo para los recursos hídricos?

      Este libro es decididamente agnóstico en lo referente a estas cuestiones de valor. El hecho de comprender si el cambio es mejor para nosotros a largo plazo no es lo mismo que comprender cómo se produjeron estos cambios en un principio. Ambos discernimientos son necesarios si queremos entender la historia y delinear nuestro camino hacia el futuro. Debemos poder comprender de qué forma se produce la innovación en la sociedad; necesitamos poder predecir y entender, de la mejor manera posible, los efectos colibrí que transformarán otros campos una vez que se arraiguen estas innovaciones. Al mismo tiempo, necesitamos un sistema de valores para decidir qué sacrificios debemos alentar y qué beneficios no valen los costos secundarios. He intentado explicar en detalle todas las consecuencias de las innovaciones incluidas en este libro, ya sean positivas o negativas. La válvula de vacío ayudó a llevar el jazz a una audiencia más amplia y también permitió amplificar los discursos de Núremberg. Cómo nos sentimos ante estas transformaciones –¿estamos mejor gracias a la invención de la válvula de vacío?– dependerá de nuestras propias creencias acerca de la política y los cambios sociales.

      Es importante mencionar un elemento adicional en cuanto al enfoque de este libro: el uso de la segunda persona del plural en este libro –y en su título en la versión original– hace referencia a los norteamericanos y a los europeos. La historia de cómo China o Brasil evolucionaron será muy diferente, aunque igual de interesante. Pero la historia de Europa y América del Norte, aunque tenga un alcance finito, tiene una relevancia más amplia, ya que determinadas experiencias críticas –como el desarrollo del método científico o la industrialización– se produjeron primero en Europa y luego se difundieron en el resto del mundo (por supuesto, por qué se produjeron primero en Europa es una de las preguntas más interesantes, pero no la responderemos en este libro). Estos objetos encantados de la vida cotidiana –las bombillas, las lentes, las grabaciones de audio– ahora se encuentran diseminados por todo el planeta; contar la historia de los últimos miles de años desde su perspectiva sin duda será interesante sin importar adónde vivan los lectores. Las nuevas innovaciones se ven influenciadas por la historia geopolítica; se forman en ciudades y centros comerciales. No obstante, a largo plazo, no tienen mucha paciencia para respetar las fronteras ni las identidades nacionales, especialmente en nuestro mundo cada vez más interconectado.

      He intentado respetar este enfoque porque, dentro de estos límites, la historia que he escrito es lo más expansiva posible. Contar la historia de nuestra capacidad de capturar y transmitir la voz humana, por ejemplo, no es solo el relato de algunos inventores brillantes, los Edison y los Bell, cuyos nombres se enseñan en todas las escuelas. También es la historia de los diseños anatómicos del oído humano en el siglo xviii, el hundimiento del Titanic, el movimiento por los derechos civiles y las extrañas propiedades acústicas de una válvula de vacío rota. Este es un enfoque que he denominado “historia de largo alcance”: el intento de explicar los cambios históricos examinando al mismo tiempo múltiples escalas de la experiencia –desde las vibraciones de las ondas de sonido en el tímpano hasta los movimientos políticos masivos–. Quizá sea más intuitivo circunscribir los relatos históricos tan solo al ámbito de los individuos o de las naciones, pero no sería del todo preciso permanecer dentro de estos límites. La historia sucede al nivel de los átomos, al nivel del cambio climático del planeta y a muchos otros niveles. Si intentamos contar la historia de forma precisa, necesitamos adoptar un enfoque interpretativo que pueda hacer justicia a todos estos niveles.

      El físico Richard Feynman describió la relación entre la estética y la ciencia de forma similar:

      Tengo un amigo artista que suele adoptar una postura con la que yo no estoy muy de acuerdo. Sostiene una flor y dice: “Mira qué bonita es”, y en eso coincidimos. Pero luego dice: “Yo, como artista, puedo ver lo bello que es esto, pero tú, como científico, lo desarmas todo y lo conviertes en algo insípido”. Y ahí pienso que dice tonterías. En primer lugar, la belleza que él ve también es accesible para mí y para otras personas, a mi entender. Quizá yo no tenga su refinamiento estético, pero puedo apreciar la belleza de una flor. Pero al mismo tiempo, yo veo mucho más en la flor que lo que ve él. Puedo imaginar las células que hay en ella, las complicadas acciones que tienen lugar en su interior y que también tienen su belleza. No solo hay belleza en la dimensión que podemos ver, sino que también hay belleza en dimensiones más pequeñas, en la estructura interna, en los procesos.

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