Скачать книгу

y penetrantes críticas sobre las relaciones del arte y la revolución, se han guardado mucho de amparar esa tesis. “El futurismo” –escribe Lunacharski–

      es la continuación del arte burgués con ciertas actitudes revolucionarias. El proletariado cultivará también el arte del pasado, partiendo tal vez directamente del Renacimiento, y lo llevará adelante más lejos y más alto que todos los futuristas y en una dirección absolutamente diferente.

      Pero las manifestaciones del arte de vanguardia, en sus máximos estilos, no son en ninguna parte tan estimadas y valorizadas como en Rusia. El sumo poeta de la Revolución, Maiakovski, procede de la escuela futurista.

      Más fecunda, más creadora aún es la labor de Lunacharski en la escuela. Esta labor se abre paso a través de obstáculos a primera vista insuperables: la insuficiencia del presupuesto de instrucción pública, la pobreza del material escolar, la falta de maestros. Los sóviets, a pesar de todo, sostienen un número de escuelas varias veces mayor del que sostenía el régimen zarista. En 1917 las escuelas llegaban a 38.000. En 1919 pasaban de 62.000. Posteriormente, muchas nuevas escuelas han sido abiertas. El Estado comunista se proponía dar a sus escolares alojamiento, alimentación y vestido. La limitación de sus recursos no le ha consentido cumplir íntegramente esta parte de su programa. Setecientos mil niños habitan, sin embargo, a sus expensas, las escuelas asilos. Muchos lujosos hoteles, muchas mansiones solariegas están transformados en colegios o en casas de salud para niños. El niño, según una exacta observación del economista francés Charles Gide, es en Rusia el usufructuario, el profiteur de la Revolución. Para los revolucionarios rusos, el niño representa realmente la humanidad nueva.

      En una conversación con Herriot, Lunacharski ha trazado así los rasgos esenciales de su política educacional:

      Ante todo, hemos creado la escuela única. Todos nuestros niños deben pasar por la escuela elemental donde la enseñanza dura cuatro años. Los mejores, reclutados según el mérito, en la proporción de uno sobre seis, siguen luego el segundo ciclo durante cinco años. Después de estos nueve años de estudios, entrarán en la universidad. Esta es la vía normal. Pero, para conformarnos a nuestro programa proletario, hemos querido conducir directamente a los obreros a la enseñanza superior. Para arribar a este resultado, hacemos una selección en las usinas entre trabajadores de 18 a 30 años. El Estado aloja y alimenta a estos grandes alumnos. Cada universidad posee su facultad obrera. Treinta mil estudiantes de esta clase han seguido ya una enseñanza que les permite estudiar para ingenieros o médicos. Queremos reclutar a ocho mil por año, mantener durante tres años a estos hombres en la facultad obrera, enviarlos después a la universidad misma.

      Herriot declara que este optimismo es justificado. Un investigador alemán ha visitado las facultades obreras y ha constatado que sus estudiantes se mostraban hostiles a la vez al diletantismo y al dogmatismo. “Nuestras escuelas” –continúa Lunacharski–

      son mixtas. Al principio la coexistencia de los dos sexos ha asustado a los maestros y provocado incidentes. Hemos tenido algunas novelerías molestas. Hoy, todo ha entrado en orden. Si se habitúa a los niños de ambos sexos a vivir juntos desde la infancia, no hay que temer nada inconveniente cuando son adolescentes.

      Mixta, nuestra escuela es también laica. […] La disciplina misma ha sido cambiada: queremos que los niños sean educados en una atmósfera de amor. […]

      Hemos ensayado además algunas creaciones de un orden más especial. La primera es la universidad destinada a formar funcionarios de los jóvenes que nos son designados por los sóviets de provincia. Los cursos duran uno o tres años.

      De otra parte, hemos creado la Universidad de los Pueblos de Oriente que tendrá, a nuestro juicio, una enorme influencia política. Esta Universidad ha recibido ya un millar de jóvenes venidos de la India, de la China, del Japón, de Persia. Preparamos así nuestros misioneros.

      El comisario de Instrucción Pública de los sóviets es un brillante tipo de hombre de letras. Moderno, inquieto, humano, todos los aspectos de la vida lo apasionan y lo interesan. Nutrido de cultura occidental, conoce profundamente las diversas literaturas europeas. Pasa de un ensayo sobre Shakespeare a otro sobre Maiakovski. Su cultura literaria es, al mismo tiempo, muy antigua y muy moderna. Tiene Lunacharski una comprensión ágil del pasado, del presente y del futuro. Y no es un revolucionario de la última sino de la primera hora. Sabe que la creación de nuevas formas sociales es una obra política y no una obra literaria. Se siente, por eso, político antes que literato. Hombre de su tiempo, no quiere ser un espectador de la Revolución; quiere ser uno de sus actores, uno de sus protagonistas. No se contenta con sentir o comentar la historia; aspira a hacerla. Su biografía acusa en él una contextura espiritual de personaje histórico.

      Se enroló Lunacharski, desde su juventud, en las filas del socialismo. El cisma del socialismo ruso lo encontró entre los bolcheviques, contra los mencheviques. Como a otros revolucionarios rusos, le tocó hacer vida de emigrado. En 1907 se vio forzado a dejar Rusia. Durante el proceso de definición del bolchevismo, su adhesión a una fracción secesionista lo alejó temporalmente de su partido; pero su recta orientación revolucionaria lo condujo pronto al lado de sus camaradas. Dividió su tiempo, equitativamente, entre la política y las letras. Una página de Romain Rolland nos lo señala en Ginebra, en enero de 1917, dando una conferencia sobre la vida y la obra de Máximo Gorki. Poco después debía empezar el más interesante capítulo de su biografía: su labor de comisario de Instrucción Pública de los sóviets.

      Anatoli Lunacharski, en este capítulo de su biografía, aparece como uno de los más altos animadores y conductores de la Revolución Rusa. Quien más profunda y definitivamente está revolucionando a Rusia es Lunacharski. La coerción de las necesidades económicas puede modificar o debilitar, en el terreno de la economía o de la política, la aplicación de la doctrina comunista. Pero la supervivencia o la resurrección de algunas formas capitalistas no comprometerá, en ningún caso, mientras sus gestores conserven en Rusia el poder político, el porvenir de la Revolución. La escuela, la universidad de Lunacharski están modelando, poco a poco, una humanidad nueva. En la escuela, en la universidad de Lunacharski, se está incubando el porvenir.

      Periódicamente, un discurso o una carta de Grigori Zinóviev saca de quicio a la burguesía. Cuando Zinóviev no escribe ninguna proclama, los burgueses, nostálgicos de su prosa, se encargan de inventarle una o dos. Las proclamas de Zinóviev recorren el mundo dejando tras de sí una estela de terror y de pavura. Tan seguro es el poder explosivo de estos documentos que su empleo ha sido ensayado en la última campaña electoral británica. Los adversarios del laborismo descubrieron, en vísperas de las elecciones, una espeluznante comunicación de Zinóviev. Y la usaron, sensacionalmente, como un estimulante de la voluntad combativa de la burguesía. ¿Qué honesto y apacible burgués no iba a horrorizarse de la posibilidad de que MacDonald continuara en el poder? MacDonald pretendía que la Gran Bretaña prestara dinero a Zinóviev y a los demás comunistas rusos. Y, entre tanto, ¿qué hacía Zinóviev? Zinóviev excitaba al proletariado británico a la revolución. Para la gente bien informada, el descubrimiento carecía de importancia. Desde hace muchos años Zinóviev no se ocupa de otra cosa que de predicar la revolución. A veces se ocupa de algo más audaz todavía: de organizarla. El oficio de Zinóviev consiste, precisamente, en eso. ¿Y cómo se puede honradamente querer que un hombre no cumpla su oficio?

      Una parte del público no conoce, por ende, a Zinóviev sino como un formidable fabricante de panfletos revolucionarios. Es probable hasta que compare la producción de panfletos de Zinóviev con la producción de automóviles de Ford, por ejemplo. La Tercera Internacional debe ser, para esa parte del público, algo así como una denominación de la Zinoviev Co. Ltd., fabricante de manifiestos contra la burguesía.

      Efectivamente, Zinóviev es un gran panfletista. Mas el panfleto no es sino un instrumento político. La política en estos tiempos es, necesariamente, panfletaria. Mussolini, Poincaré, Lloyd George son también panfletistas a su modo. Amenazan y detractan a los revolucionarios, más o menos como Zinóviev amenaza y detracta a los capitalistas. Son primeros ministros de la burguesía como Zinóviev podría serlo de la Revolución. Zinóviev cree

Скачать книгу