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combativo de la oposición; pero, en realidad, el fascismo volvía a una táctica guerrera. En la siguiente asamblea nacional del partido fascista, dominó la tendencia extremista que tiene en Farinacci su condottiere más típico. Los revisionistas, encabezados por Bottai, capitularon en toda la línea. Luego, Mussolini nombró una comisión para la reforma del Estatuto de Italia. En la prensa fascista, reapareció la tesis de que el Estado demoliberal debía ceder el paso al Estado fascista-unitario. Este estado de ánimo del partido fascista tuvo su más enfática y agresiva manifestación en el rechazo de la renuncia del diputado Giunta del cargo de vicepresidente de la Cámara.[11] Giunta dimitió por haber demandado el Procurador del Rey autorización para procesarlo como responsable de la agresión al fascista disidente Cesare Forni. Y la mayoría fascista quiso ampararlo con una declaración estruendosa y explícita de solidaridad. Tal actitud no pudo ser mantenida. La mayoría fascista, en una votación posterior, la rectificó a regañadientes, constreñida por una tempestad de protestas. Mussolini necesitó emplear toda su autoridad para obligar a los diputados fascistas a la retirada. No consiguió, sin embargo, impedir que Michele Bianchi y Farinacci se declararan descontentos de esta maniobra oportunista, inspirada en consideraciones de táctica parlamentaria.

      El superfascismo, el ultrafascismo, o como quiera llamársele, no tiene un solo matiz. Va del fascismo rasista o escuadrista de Farinacci al fascismo integralista de Michele Bianchi y Curzio Suckert. Farinacci encarna el espíritu de las escuadras de “camisas negras” que, después de entrenarse truculentamente en los raids punitivos contra los sindicatos y las cooperativas socialistas, marcharon sobre Roma para inaugurar la dictadura fascista. Farinacci es un hombre tempestuoso e incandescente a quien no le interesa la teoría, sino la acción. Es el tipo más genuino del ras fascista. Tiene en un puño a la provincia de Cremona, donde dirige un diario, Cremona Nuova, que amenaza consuetudinariamente a los grupos y políticos de oposición con una segunda “oleada” fascista. La primera “oleada” fue la que condujo a la conquista de Roma. La segunda “oleada”, según el léxico acérrimo de Farinacci, barrería a todos los adversarios del régimen fascista en una noche de San Bartolomé. Ex ferroviario, ex socialista, Farinacci tiene una psicología de agitador y de condottiere. En sus artículos y en sus discursos anda a cachiporrazos con la gramática. La prensa de oposición remarca frecuentemente esta característica de su prosa. Farinacci confunde en el mismo odio feroz la democracia, la gramática y el socialismo. Quiere ser, en todo instante, un genuino camisa negra. Más intelectuales, pero no menos apocalípticos que Farinacci, son los fascistas del diario L’Impero de Roma. Dirigen este diario dos escritores procedentes del futurismo, Mario Carli y Emilio Settimelli, que invitan al fascismo a liquidar definitivamente el régimen parlamentario. L’Impero es delirantemente imperialista. Armada del hacha del lictor, la Italia fascista tiene, según L’Impero, una misión altísima en el actual capítulo de la historia del mundo. También preconiza L’Impero la segunda oleada fascista. Michele Bianchi y Curzio Suckert son los teóricos del fascismo integral. Bianchi bosqueja la técnica del Estado fascista que concibe casi como un trust vertical de sindicatos o corporaciones. Suckert, director de La Conquista dello Stato, discurre filosóficamente.

      Con esta tendencia convive, en el partido fascista, una tendencia moderada, conservadora, que no reniega el liberalismo ni el Renacimiento, que trabaja por la normalización del fascismo y que pugna por encarrilar el gobierno de Mussolini dentro de una legalidad burocrática. Forman el núcleo de la tendencia moderada los antiguos nacionalistas de L’Idea Nazionale absorbidos por el fascismo a renglón seguido del golpe de Estado. La ideología de estos nacionalistas es más o menos la misma de la vieja derecha liberal. Pávidos monarquistas, se oponen a que el golpe de Estado fascista comprometa en lo menor las bases de la monarquía y del Estatuto. Federzoni, Paolucci representan esta zona templada del fascismo.

      Pero, por su mentalidad, por su temperamento y por sus antecedentes, los fascistas del tipo de Federzoni y de Paolucci son los que menos encarnan el verdadero fascismo. Se trata, en su caso, de prudentes y mesurados conservadores. Ningún romanticismo exorbitante, ninguna desesperada nostalgia del Medioevo los saca de quicio. No tienen psicología de condottieri. Farinacci, en cambio, es un ejemplar auténtico de fascista. Es el hombre de la cachiporra, provinciano, fanático, catastrófico, guerrero, en quien el fascismo no es un concepto, no es una teoría, sino, tan solo, una pasión, un impulso, un grito, un alalà!

      En Italia, la Reacción nos ofrece su experimento máximo y su máximo espectáculo. El fascismo italiano representa, plenamente, la antirrevolución o, como se prefiera llamarla, la contrarrevolución. La ofensiva fascista se explica, y se cumple, en Italia, como una consecuencia de una retirada o una derrota revolucionaria. El régimen fascista no se ha incubado en un casino. Se ha plasmado en el seno de una generación y se ha nutrido de las pasiones y de la sangre de una espesa capa social. Ha tenido, cual animador, cual caudillo, a un hombre del pueblo, intuitivo, agudo, vibrante, ejercitado en el dominio y en el comando y en la seducción de la muchedumbre, nacido para la polémica y para el combate y que, excluido de las filas socialistas, ha querido ser el condottiere, rencoroso e implacable, del antisocialismo y ha marchado a la cabeza de la antirrevolución con la misma exaltación guerrera con que le habría gustado marchar a la cabeza de la revolución. El régimen fascista, finalmente, ha sustituido en Italia a un régimen parlamentario y democrático mucho más evolucionado y efectivo que el asaz embrionario y ficticio liquidado, o simplemente interrumpido, en España, por el general Primo de Rivera. En la historia del fascismo, en suma, se siente latir activa, compacta y beligerante la totalidad de las premisas y de los factores históricos y románticos, materiales y espirituales de una antirrevolución. El fascismo se formó en un ambiente de inminencia revolucionaria –ambiente de agitación, de violencia, de demagogia y de delirio– creado física y moralmente por la guerra, alimentado por la crisis posbélica, excitado por la Revolución Rusa. En este ambiente tempestuoso, cargado de electricidad y de tragedia, se templaron sus nervios y sus bastones, y de este ambiente recibió la fuerza, la exaltación y el espíritu. El fascismo, por el concurso de estos varios elementos, es un movimiento, una corriente, un proselitismo.

      El experimento fascista, cualquiera que sea su duración, cualquiera que sea su desarrollo, aparece inevitablemente destinado a exasperar la crisis contemporánea, a minar las bases de la sociedad burguesa, a mantener la inquietud posbélica. La democracia emplea contra la revolución proletaria las armas de su criticismo, su racionalismo, su escepticismo. Contra la revolución moviliza a la Inteligencia e invoca la Cultura. El fascismo, en cambio, al misticismo revolucionario opone un misticismo reaccionario y nacionalista. Mientras los críticos liberales de la Revolución Rusa condenan en nombre de la civilización el culto de la violencia, los capitanes del fascismo lo proclaman y lo predican como su propio culto. Los teóricos del fascismo niegan y detractan las concepciones historicistas y evolucionistas que han mecido, antes de la guerra, la prosperidad y la digestión de la burguesía y que, después de la guerra, han intentado renacer reencarnadas en la Democracia y en la Nueva Libertad de Wilson y en otros evangelios menos puritanos.

      El misticismo reaccionario y nacionalista, una vez instalado en el poder, no puede contentarse con el modesto oficio de conservar el orden capitalista. El orden capitalista es demoliberal, es parlamentario, es reformista o transformista. Es, en el terreno económico o financiero, más o menos internacionalista. Es, sobre todo, un orden consustancial con la vieja

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