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la filiación de los perros rabiosos vistos, y a recomendarnos sumo cuidado.

      Había de sobra para que mamá perdiera el resto de animación que le quedaba. Aunque de una serenidad a toda prueba, tiene terror a los perros rabiosos, a causa de cierta cosa horrible que presenció en su niñez. Sus nervios, ya enfermos por el cielo constantemente encapotado y lluvioso, provocáronle verdaderas alucinaciones de perros que entraban al trote por la portera.

      Había un motivo real para este temor. Aquí, como en todas partes donde la gente pobre tiene muchos más perros de los que puede mantener, las casas son todas las noches merodeadas por perros hambrientos, a que los peligros del oficio —un tiro o una mala pedrada— han dado verdadero proceder de fieras. Avanzan al paso, agachados, los músculos flojos. No se siente jamás su marcha. Roban —si la palabra tiene sentido aquí— cuánto les exige su atroz hambre. Al menor rumor —no huyen porque esto haría ruido, sino se alejan al paso, doblando las patas. Al llegar al pasto se agazapan, y esperan así, tranquilamente, media o una hora, para avanzar de nuevo.

      De aquí la ansiedad de mamá, pues siendo nuestra casa una de las tantas merodeadas, estábamos desde luego amenazados por la visita de los perros rabiosos, que recordarían el camino nocturno.

      En efecto, esa misma tarde, mientras mamá, un poco olvidada, iba caminando despacio hacia la portera, oí su grito:

      —Federico! ¡Un perro rabioso!

      Un perro barcino, con el lomo arqueado, avanzaba al trote en ciega línea recta. Al verme llegar se detuvo, erizando el lomo. Retrocedí, sin volver el cuerpo, para descolgar la escopeta, pero el animal se fue. Recorrí inútilmente el camino, sin volverlo a hallar.

      Pasaron dos días. El campo continuaba desolado de lluvia y tristeza, mientras el número de perros rabiosos aumentaba. Como no se podía exponer a los chicos a un terrible tropiezo en los caminos infestados, la escuela se cerró, y la carretera, ya sin tráfico, privada de este modo de la bulla escolar que animaba su desamparo, a las siete y a las doce, adquirió lúgubre silencio.

      Mamá no se atrevía a dar un paso fuera del patio. Al menor ladrido miraba sobresaltada hacia la portera, y apenas anochecía, veía avanzar por entre el pasto ojos fosforescentes. Concluida la cena se encerraba en su cuarto, el oído atento al más hipotético aullido.

      Hasta que la tercera noche me desperté, muy tarde ya: tenía la impresión de haber oído un grito, pero no podía precisar la sensación. Esperé un rato. Y de pronto un aullido corto, metálico, de atroz sufrimiento, tembló bajo el corredor.

      —¡Federico! —oí la voz traspasada de emoción de mamá— ¿sentiste?

      —Sí —respondí, deslizándome de la cama. Pero ella oyó el ruido.

      —¡Por Dios, es un perro rabioso! ¡Federico, no salgas, por Dios! ¡Juana! ¡Dile a tu marido que no salga! —clamó desesperada, dirigiéndose a mi mujer.

      Otro aullido explotó, esta vez en el corredor central, delante de la puerta. Una finísima lluvia de escalofríos me bañó la médula hasta la cintura. No creo que haya nada más profundamente lúgubre que un aullido de perro rabioso a esa hora. Subía tras él la voz desesperada de mamá.

      —¡Federico! ¡Va a entrar en tu cuarto! ¡No salgas, mi Dios, no salgas! ¡Juana! ¡Dile a tu marido!...

      —¡Federico! —se cogió mi mujer a mi brazo.

      Pero la situación podía tornarse muy crítica si esperaba a que el animal entrara, y encendiendo la lámpara descolgué la escopeta. Levanté de lado la arpillera de la puerta, y no vi más que el negro triángulo de la profunda tiniebla de afuera. Tuve apenas tiempo de asomar el cuerpo, cuando sentí que algo firme y tibio me rozaba el muslo; el perro rabioso se entraba en nuestro cuarto. Le eché violentamente atrás la cabeza con un golpe de rodilla, y súbitamente me lanzó un mordisco, que falló en un claro golpe de dientes. Pero un instante después sentí un dolor agudo.

      Ni mi mujer ni mi madre se dieron cuenta de que me había mordido.

      —¡Federico! ¿Qué fue eso? —gritó mamá que había oído mi detención y la dentellada al aire.

      —Nada: quería entrar.

      —¡Oh!...

      De nuevo, y esta vez detrás del cuarto de mamá, el fatídico aullido explotó.

      —¡Federico! ¡Está rabioso! ¡Está rabioso! ¡No salgas! —clamó enloquecida, sintiendo el animal a un metro de ella.

      Hay cosas absurdas que tienen toda la apariencia de un legítimo razonamiento: Salí afuera con la lámpara en una mano y la escopeta en la otra, exactamente como para buscar a una rata aterrorizada, que me daría perfecta holgura para colocar la luz en el suelo y matarla en el extremo de un horcón.

      Recorrí los corredores. No se oía un rumor, pero de dentro de las piezas me seguía la tremenda angustia de mamá y mi mujer que esperaban el estampido.

      El perro se había ido.

      —¡Federico! —exclamó mamá al sentirme volver por fin—. ¿Se fue el perro?

      —Creo que sí; no lo veo. Me parece haber oído un trote cuando salí.

      —Sí, yo también sentí... Federico: ¿no estará en tu cuarto?... ¡No tiene puerta, mi Dios! ¡Quédate adentro! ¡Puede volver!

      En efecto, podía volver. Eran las dos y veinte de la mañana. Y juro que fueron fuertes las dos horas que pasamos mi mujer y yo, con la luz prendida hasta que amaneció, ella acostada, yo sentado en la cama, vigilando sin cesar la arpillera flotante.

      Antes me había curado. La mordedura era nítida, dos agujeros violeta, que oprimí con todas mis fuerzas, y lavé con permanganato.

      Yo creía muy restrictivamente en la rabia del animal. Desde el día anterior se había empezado a envenenar perros, y algo en la actitud abrumada del nuestro me prevenía en pro de la estricnina. Quedaban el fúnebre aullido y el mordisco; pero de todos modos me inclinaba a lo primero. De aquí, seguramente, mi relativo descuido con la herida.

      Llegó por fin el día. A las ocho, y a cuatro cuadras de casa, un transeúnte mató de un tiro de revólver al perro negro que trotaba en inequívoco estado de rabia. En seguida lo supimos, teniendo de mi parte que librar una verdadera batalla contra mamá y mi mujer para no bajar a Buenos Aires a darme inyecciones. La herida, franca, había sido bien oprimida, y lavada con mordiente lujo de permanganato. Todo esto, a los cinco minutos de la mordedura. ¿Qué demonios podía temer tras esa corrección higiénica? En casa concluyeron por tranquilizarse, y como la epidemia —provocada seguramente por una crisis de llover sin tregua como jamás se viera aquí— había cesado casi de golpe, la vida recobró su línea habitual.

      Pero no por ello mamá y mi mujer dejaron ni dejan de llevar cuenta exacta del tiempo. Los clásicos cuarenta días pesan fuertemente, sobre todo en mamá, y aún hoy, con treinta y nueve transcurridos sin el más leve trastorno, ella espera el día de mañana para echar de su espíritu, en un inmenso suspiro, el terror siempre vivo que guarda de aquella noche.

      El único fastidio, acaso, que para mí ha tenido esto, es recordar punto por punto lo que ha pasado. Confío en que mañana de noche concluya, con la cuarentena, esta historia, que mantiene fijos en mí los ojos de mi mujer y de mi madre, como si buscaran en mi expresión el primer indicio de enfermedad.

      Marzo 10

      ¡Por fin! Espero que de aquí en adelante podré vivir como un hombre cualquiera, que no tiene suspendidas sobre su cabeza coronas de muerte. Ya han pasado los famosos cuarenta días, y la ansiedad, la manía de persecuciones y los horribles gritos que esperaban de mí, pasaron también para siempre.

      Mi mujer y mi madre han festejado el fausto acontecimiento de un modo particular: contándome, punto por punto, todos los terrores que han sufrido sin hacérmelo ver. El más insignificante desgano mío las sumía en mortal angustia:

      —¡Es la rabia que comienza! —gemían.

      Si

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