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bajaron la cabeza a comer, olvidándose de las vacas.

      Tarde ya, cuando el sol acababa de entrarse, los dos caballos se acordaron del maíz y emprendieron el regreso. Vieron en el camino al chacarero que cambiaba todos los postes de su alambrado, y a un hombre rubio, que detenido a su lado a caballo, lo miraba trabajar.

      —Le digo que va a pasar —decía el pasajero.

      —No pasará dos veces —replicaba el chacarero.

      —¡Usted verá! ¡Esto es un juego para el maldito toro del polaco! ¡Va a pasar!

      —No pasará dos veces —repetía obstinadamente el otro.

      Los caballos siguieron, oyendo aún palabras cortadas:

      —...reír!

      —...veremos.

      Dos minutos más tarde el hombre rubio pasaba a su lado a trote inglés. El malacara y el alazán, algo sorprendidos de aquel paso que no conocían, miraron perderse en el valle al hombre presuroso.

      —¡Curioso! —observó el malacara después de largo rato—. El caballo va al trote y el hombre al galope.

      Prosiguieron. Ocupaban en ese momento la cima de la loma, como esa mañana. Sobre el cielo pálido y frío, sus siluetas se destacaban en negro, en mansa y cabizbaja pareja, el malacara delante, el alazán detrás. La atmósfera, ofuscada durante el día por la excesiva luz del sol, adquiría a esa hora crepuscular una transparencia casi fúnebre. El viento había cesado por completo, y con la calma del atardecer, en que el termómetro comenzaba a caer velozmente, el valle helado expandía su penetrante humedad, que se condensaba en rastreante neblina en el fondo sombrío de las vertientes. Revivía, en la tierra ya enfriada, el invernal olor de pasto quemado; y cuando el camino costeaba el monte, el ambiente, que se sentía de golpe más frío y húmedo, se tornaba excesivamente pesado de perfume de azahar.

      Los caballos entraron por el portón de su chacra, pues el muchacho, que hacía sonar el cajoncito de maíz, oyó su ansioso trémulo. El viejo alazán obtuvo el honor de que se le atribuyera la iniciativa de la aventura, viéndose gratificado con una soga, a efectos de lo que pudiera pasar.

      Pero a la mañana siguiente, bastante tarde ya a causa de la densa neblina, los caballos repitieron su escapatoria, atravesando otra vez el tabacal salvaje, hollando con mudos pasos el pastizal helado, salvando la tranquera abierta aún.

      La mañana encendida de sol, muy alto ya, reverberaba de luz, y el calor excesivo prometía para muy pronto cambio de tiempo. Después de trasponer la loma, los caballos vieron de pronto a las vacas detenidas en el camino, y el recuerdo de la tarde anterior excitó sus orejas y su paso: querían ver cómo era el nuevo alambrado.

      Pero su decepción, al llegar, fue grande. En los postes nuevos —oscuros y torcidos— había dos simples alambres de púa, gruesos, tal vez, pero únicamente dos.

      No obstante su mezquina audacia, la vida constante en chacras había dado a los caballos cierta experiencia en cercados. Observaron atentamente aquello, especialmente los postes.

      —Son de madera de ley —observó el malacara.

      —Sí, cernes quemados.

      Y tras otra larga mirada de examen, constató:

      —El hilo pasa por el medio, no hay grampas.

      —Están muy cerca uno de otro.

      Cerca, los postes, sí, indudablemente: tres metros. Pero en cambio, aquellos dos modestos alambres en reemplazo de los cinco hilos del cercado anterior, desilusionaron a los caballos. ¿Cómo era posible que el hombre creyera que aquel alambrado para terneros iba a contener al terrible toro?

      —El hombre dijo que no iba a pasar —se atrevió, sin embargo, el malacara, que en razón de ser el favorito de su amo, comía más maíz, por lo cual sentíase más creyente.

      Pero las vacas lo habían oído.

      —Son los caballos. Los dos tienen soga. Ellos no pasan. Barigüí pasó ya.

      —¿Pasó? ¿Por aquí? —preguntó descorazonado el malacara.

      —Por el fondo. Por aquí pasa también. Comió la avena.

      Entretanto, la vaquilla locuaz había pretendido pasar los cuernos entre los hilos; y una vibración aguda, seguida de un seco golpe en los cuernos dejó en suspenso a los caballos.

      —Los alambres están muy estirados —dijo después de largo examen el alazán.

      —Sí. Más estirados no se puede...

      Y ambos, sin apartar los ojos de los hilos, pensaban confusamente en cómo se podría pasar entre los dos hilos.

      Las vacas, mientras tanto, se animaban unas a otras.

      —Él pasó ayer. Pasa el alambre de púa. Nosotras después.

      —Ayer no pasaron. Las vacas dicen sí, y no pasan —oyeron al alazán.

      —¡Aquí hay púa, y Barigüí pasa! ¡Allí viene!

      Costeando por adentro el monte del fondo, a doscientos metros aún, el toro avanzaba hacia el avenal. Las vacas se colocaron todas de frente al cercado, siguiendo atentas con los ojos a la bestia invasora. Los caballos, inmóviles, alzaron las orejas.

      —¡Come toda avena! ¡Después pasa!

      —Los hilos están muy estirados... —observó aún el malacara, tratando siempre de precisar lo que sucedería si...

      —¡Comió la avena! ¡El hombre viene! ¡Viene el hombre! —lanzó la vaquilla locuaz.

      En efecto, el hombre acababa de salir del rancho y avanzaba hacia el toro. Traía el palo en la mano, pero no parecía iracundo; estaba sí muy serio y con el ceño contraído.

      El animal esperó a que el hombre llegara frente a él, y entonces dio principio a los mugidos con bravatas de cornadas. El hombre avanzó más, y el toro comenzó a retroceder, berreando siempre y arrasando la avena con sus bestiales cabriolas. Hasta que, a diez metros ya del camino, volvió grupas con un postrer mugido de desafío burlón, y se lanzó sobre el alambrado.

      —¡Viene Barigüí! ¡Él pasa todo! ¡Pasa alambre de púa! —alcanzaron a clamar las vacas.

      Con el impulso de su pesado trote, el enorme toro bajó la cabeza y hundió los cuernos entre los dos hilos. Se oyó un agudo gemido de alambre, un estridente chirrido que se propagó de poste a poste hasta el fondo, y el toro pasó.

      Pero de su lomo y de su vientre, profundamente abiertos, canalizados desde el pecho a la grupa, llovían ríos de sangre. La bestia, presa de estupor, quedó un instante atónita y temblando. Se alejó luego al paso, inundando el pasto de sangre, hasta que a los veinte metros se echó, con un ronco suspiro.

      A mediodía el polaco fue a buscar a su toro, y lloró en falsete ante el chacarero impasible. El animal se había levantado, y podía caminar. Pero su dueño, comprendiendo que le costaría mucho trabajo curarlo —si esto aún era posible— lo carneó esa tarde, y al día siguiente al malacara le tocó en suerte llevar a su casa, en la maleta, dos kilos de carne del toro muerto.

      El almohadón de plumas

      Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.

      Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial.

      Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.

      La

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