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de mis vecinos, percibí olor a humo y a leña quemada. Javier estaba tratando de encender un fuego en el calefón a leña que estaba detrás de la casa.

      “¡Ah! ¡A mi juego me llamaron!”, pensé y ¡se me iluminaron los ojos!

      –¿Te ayudo a hacer el fueguito? –me ofrecí.

      –Mmmm..., mejor no, todavía no enciende bien. Cuando tenga el fuego bien armado, le puedes agregar palitos –me respondió Javier, que se sentía importante dándome órdenes.

      Di la vuelta por el patio juntando pequeñas ramitas y hojas secas. Quería estar preparado para colaborar.

      Javier renegaba porque el fuego se le apagaba. Parecía que la leña estaba húmeda.

      –Mira, aquí tienes ramitas secas chicas para que lo enciendas más rápido –le dije, alcanzándole mi manojo.

      Javier las puso justo debajo de la montaña de leña y volvió a encender un fósforo.

      En un abrir y cerrar de ojos las hojas secas se quemaron junto con los palitos, pero así como se encendió, se apagó y solo conseguimos que nos picaran los ojos por el humo.

      Javier desapareció por un minuto y regresó con una botella.

      –Esto hará que se encienda el fuego de una vez por todas –dijo, convencido.

      ¿Era una buena idea? A mí nunca me dejaban jugar con combustibles. Me habían enseñado que era peligroso y esto que tenía Javier olía a nafta.

      Pero bueno, él era más grande y estaba seguro, parecía saber lo que hacía. ¡Ahora sí tendríamos un fuego de verdad!

      Me acerqué a la boca del fogón para ver mejor cómo arrancaba y Javier volvió a encender unos palitos pequeños debajo de la leña. Enseguida tomó la botella, tiró un chorro de combustible al fuego y... ¡¡¡Buuuuummmm!!!

      Ya no recuerdo mucho los detalles. Solo conservo el sonido, la gran llamarada roja, y Javier y yo en el pasto, bastante confundidos.

      Nos miramos. Javier no tenía ni cejas ni pestañas. Mi flequillo era una masa apelmazada de pelos y también habían desaparecido mis cejas y pestañas. Me ardían las mejillas y las rodillas.

      El fuego del calefón no solamente estaba encendido, sino que había trozos de madera humeante desparramados por el patio. Los papás y los hermanos mayores de Javier llegaron corriendo.

      –¡Andrés! ¡Javier! ¿Están bien? –alarmados, comenzaron a revisarnos.

      ¿Se podía decir que “estábamos bien”? No con sinceridad... Teníamos aspecto de espantapájaros. Nuestras camisetas estaban chamuscadas y teníamos mucho tizne en la cara. Además, realmente me ardían las quemaduras.

      Cuando volví a mi casa, mis padres se asustaron. Habían escuchado la explosión, pero no se habían imaginado que tuviera que ver conmigo.

      –Yo sabía que usar combustible para encender un fuego es peligroso –confesé–, pero pensé que, como Javier es más grande y sabe más de lo que hay qué hacer, no íbamos a tener problemas.

      –Andrés, esto pudo haber sido peor. Gracias a Dios, no tienes quemaduras graves. Pero debes saber que tienes que pensar por ti mismo. Todas las personas nos equivocamos. Los niños, los papás, otros adultos..., todos podemos cometer errores. Por eso es necesario pensar y tomar decisiones por uno mismo. Si sabías que el combustible es peligroso, debiste mantenerte alejado –fue la respuesta de papá.

      ¿Saben por qué me acuerdo muy bien de este incidente? Porque ese fin de semana teníamos planeado un viaje a las Cataratas del Iguazú, Misiones, Rep. Argentina, y aparezco en todas las fotos con mis mejillas muy rojas y las rodillas vendadas. También, en la mayoría de las fotos, estoy sobre los hombros de mi papá, ya que me dolían las quemaduras al caminar. Sin embargo, eso no me impidió disfrutar de jugar con los coatíes (animales mamíferos parecidos a los mapaches, que viven en la selva misionera) ¡y tratar de defenderme de sus intentos de ver qué había debajo de las vendas de mis rodillas!

       ¿Los “grandes” siempre tienen razón? ¿Cómo puedes estar seguro de que estás tomando buenas decisiones?

       ¿De qué modo puedes saber qué está bien y qué está mal? ¿Qué dice Dios acerca de cómo tomar decisiones? Léelo en Proverbios 1:33.

       ¿Es prudente jugar al borde del peligro?

       ¿Qué entretenimientos crees que debes evitar por razones de seguridad?

      “Pero el que me preste atención, vivirá en paz y sin temor de ningún peligro” (Prov. 1:33, DHH).

      Atrapado en un disfraz

      ¿Te gusta disfrazarte? ¿Has participado de alguna fiesta o acto escolar usando un disfraz? ¿De qué era y quién te lo hizo? ¿Son cómodos los disfraces? Si pudieras conseguir el mejor disfraz del mundo ¿cuál sería?

      ¡Cuánto nos gustaba disfrazarnos a mis hermanos y a mí! Teníamos un baúl lleno de telas de colores, cordones, vinchas, sombreros y ropas en desuso que nos dejaban usar para divertirnos. A veces, salíamos al patio con tantos “trapos” encima que parecíamos salidos de alguna película de espanto. En ocasiones éramos guerreros, otras veces éramos exploradores del Polo Sur, o animales de la selva. Disfraz era sinónimo de diversión. Quizá fue por eso que, cuando les pidieron a mis padres que nos vistieran de angelitos para una fiesta de los alumnos universitarios, todos respondimos que ¡¡sí!!! En aquel momento, yo tenía siete años

      Entonces, ¡manos a la obra! Mi papá fabricó tres marcos de alambre que eran el contorno de las alas. Mamá los cubrió con tul y les pegó bastante brillantina para que crearan la ilusión del brillo.

      ¿Qué usaríamos como túnica? No había tiempo de ponerse a coser vestidos, así que mamá y papá escogieron camisas de ellos, que a nosotros nos quedaban enormes, pero que representaban muy bien las largas túnicas.

      A mí me tocó usar una camisa de mi mamá que realmente parecía una túnica, pero que tenía el escote muy grande para el tamaño de mi cuerpo. Por eso, una vez que me la puso, mi mamá le cerró prolijamente el escote con una costura invisible. Nos puso cinturones de guirnaldas navideñas, otra guirnalda en la cabeza y las alas bien aseguradas en las espaldas. Los tres estábamos felices con nuestros disfraces de ángeles.

      La fiesta transcurrió con mucha alegría y nosotros hicimos la tarea de llevar mensajitos escritos por los universitarios de mesa en mesa. Pero se hizo tarde y mis hermanos menores ya querían dormir. Sus alitas de angelitos estaban chuecas y machucadas como las alas de una libélula maltratada por el viento. Las túnicas blancas tenían un color dudoso y ¡ya era hora de volver a la casa!

      –¿Andrés se puede quedar un rato más? Nosotros lo llevamos a la casa –le pidió un muchacho a mi papá.

      Como yo tenía ganas de quedarme, hicimos el trato. Seguí repartiendo mensajitos de mesa en mesa y no me di cuenta del tiempo que había pasado. Mis “amigos grandes”, como yo llamaba a los universitarios, me acompañaron a casa como habían prometido. La luz de la cocina estaba encendida. Abrí la puerta, me despedí de ellos y entré. Todo esta en silencio. Caminé en puntas de pie hasta el cuarto de mis padres y vi que dormían.

      –Yo soy grande –pensé–. No necesito despertar a mi mamá para que me ayude a quitarme la ropa. Mañana le voy a dar la sorpresa cuando se despierte.

      Me saqué lo más fácil: el cinto, las sandalias y la coronita de guirnalda. Con las alas batallé un poco más, pero lo logré. Entonces, vino la parte difícil.

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