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mucho y disfruten de la vida juntos.

      En mi casa, además de comportarnos como hermanos normales (que juegan y, a veces, se aburren de estar juntos; o que se disgustan y después se piden disculpas), siempre hemos tenido mascotas muy queridas. Es imposible recordar nuestra infancia sin pensar en ellas. ¡Cuánto hemos aprendido y qué lindas aventuras compartimos!

      Por eso, te invito a recordar tus propias aventuras mientras lees nuestras historias. Aprovecha las preguntas para dialogar, con alguien de tu familia, sobre sus recuerdos y vivencias.

      ¿Te gustaría registrar tus propias “aventuras en familia”? ¡Inicia tu libro de historias familiares!

      El pijama rojo

      ¿Has tenido alguna enfermedad eruptiva? ¿Qué molestias te produjo? ¿Cómo te ayudaron a pasar ese momento? ¿De qué modo te entretienes cuando estás enfermo? ¿Te gusta estar en la cama? ¿Qué es lo primero que quieres hacer cuando puedes levantarte?

      Volví de la escuela muy cansado. Me picaban los brazos, las piernas, la espalda... ¡todo el cuerpo!

      Mi mamá me examinó con cuidado y sacudió la cabeza.

      –Andrés, creo que tienes una enfermedad eruptiva. Un baño tibio y ¡a la cama! –dijo.

      Así fue como inauguré la temporada de varicela en casa.

      –Este talco mentolado te aliviará la comezón. No te rasques para que no te queden cicatrices permanentes –decía mi mamá mientras me dejaba el cuerpo como un pan enharinado.

      Al día siguiente, tuve dos compañeros de cuarto. Mis hermanos mellizos de tres años también habían comenzado a rascarse. ¡Los tres con varicela!

      Mi habitación se transformó en un hospital. Papá trasladó allí las camas de mis hermanos para que fuera más fácil entretenernos y cuidarnos. En esos días no peleamos. Parece que el estar los tres enfermos nos hizo más generosos con nuestros juguetes y nos dio más ganas de divertirnos juntos. En la cama pintábamos nuestros libros de colorear, armábamos casitas y camiones con ladrillitos, mirábamos algunas películas..., y así fue pasando la semana. Como nos habían vacunado años antes, la enfermedad fue leve. La varicela se despidió de nosotros y volvieron las ganas de jugar afuera.

      A mí y a mi hermana Sofía se nos secaron rápidamente las ampollitas y para el viernes nos sentíamos sanos. Pero Alex tuvo más ampollitas y se notaban principalmente en su cara.

      El sábado de mañana estábamos deseosos de ir a la iglesia. Era muy raro que faltáramos porque mi mamá era directora de la Escuela Sabática, así que, aunque lloviera o hubiera tormenta, íbamos a la iglesia. Pero, como Alex no había sanado totalmente, mis padres decidieron que mi papá iría con Sofía y conmigo a la iglesia, y mi mamá se quedaría en casa a cuidar a Alex.

      Mientras nos vestían y arreglaban para ir a la iglesia, Alex comenzó a reclamar:

      –¡Yo también quiero ir a mi escuelita sabática!

      –Tú y yo nos quedaremos en casa porque no es bueno que salgas todavía. Tus ampollitas no están curadas, hace frío y no te hará bien salir –le explicó la mamá.

      –¡Pero yo quiero ir, estoy aburrido! –protestó Alex.

      –Haremos una cosa: después de que tus hermanitos se vayan con papi a la iglesia, yo me voy a vestir y saldremos a dar una vuelta en auto. Así nos vamos a entretener un rato sin tomar fríos, ¿te parece bien?

      El trato le pareció bien a mi hermanito y se quedó mirando cómo salíamos de casa con mi papá.

      Mientras mi mamá se cambiaba de ropa y se arreglaba el cabello, percibió un gran silencio en la casa. Eso no era normal. Aún en pantuflas y con la mitad del cabello sin arreglar, salió del baño a buscar a Alex.

      –¡Alex, Alex! –lo llamó sin éxito en todos los cuartos–. ¿Te escondiste en algún ropero?

      Pero no lo encontró en la casa, así que mi mamá salió al patio y volvió a llamarlo. Nadie respondió. Entonces, ¡entró en pánico! Como estaba, salió por el vecindario buscando y llamando.

      “¿Estará en la casa de sus tíos?”, pensó y corrió tres casas más adelante, pero tampoco lo encontró. Entonces, decidió caminar hacia la iglesia que quedaba a tres cuadras de la casa. Iba mirando hacia ambos lados, hasta que llegó a la entrada grande de la iglesia blanca.

      Todo estaba en silencio pues el servicio había comenzado y toda la gente estaba adentro porque, además, hacía frío. Caminó por uno de los laterales del templo en donde estaban las aulas de la Escuela Sabática. Fue entonces cuando vio que un diácono caminaba con un niño de pijama rojo en sus brazos.

      –¡Alex! –exclamó mamá.

      –Me parece que este niño no estaba listo para venir a la Escuela Sabática –dijo el hombre riéndose. Y mientras lo dejaba en brazos de mamá, agregó–: ¡Y me parece que usted tampoco estaba lista para venir!

      –Yo quiero ir a mi escuelita sabática –insistió Alex señalando, con su manito regordeta, el aula de la que había estado tan cerca.

      Mamá le dio un gran beso y le prometió que el próximo sábado estaría allí, pero que ahora iban a terminar de vestirse los dos y saldrían a pasear.

      Así, muy apurada y con mi hermanito en los brazos, caminó otra vez hasta la casa, esperando que nadie más los viera en pijamas. Cuando estuvieron listos, dieron un lindo paseo en auto por los alrededores, y vieron terneros, caballos y vacas en el campo.

      Cuando regresamos de la iglesia, mamá tenía para contarnos una historia simpática de lo que había ocurrido esa mañana, y terminó diciendo: “¡Ojalá toda la vida, si un hijo se me pierde, lo pueda encontrar en la iglesia!”

       ¿Te gusta ir a la iglesia? ¿Cuáles de las actividades que allí se realizan son tus favoritas? ¿Vas a la iglesia cada sábado y eres puntual?

       ¿Por qué crees que es importante ir a la iglesia a adorar a Dios si también lo puedes hacer en tu casa?

       ¿Recuerdas a otro niño que fue hallado en la iglesia luego de que sus padres los buscaran por tres días? Esa historia está en la Biblia, en Lucas 2:41 al 50.

      ¡Buuumm!

      ¿Te gusta participar en fogatas? ¿Qué tiene de particular el fuego, que nos atrae aún cuando puede hacernos daño? ¿Qué precauciones crees que debemos tener al encender un fuego? ¿Para qué es útil el fuego?

      –¿Puedo hacer una fogatita con estos palitos? Yo creía que, si decía la palabra “fuego” en diminutivo, corría menos peligro y me iban a dar permiso. De hecho, a veces me dejaban hacer una fogata, pero siempre bajo la supervisión de un adulto.

      ¡Cómo me gustaba escuchar crepitar las llamas! Me gustaba ver cómo las brasas tostaban el maíz que mi abuelo me dejaba asar con la ayuda de un palo. También, me gustaba ayudar a mi papá a quemar papeles y cartones. En fin..., ¡buscaba cualquier excusa para encender una fogata!

      –¿Puedo ir a jugar a lo de Javier? –pregunté en una tarde larga y aburrida.

      Eran mis vecinos de la calle de atrás, y eran mayores que yo.

      –Sí..., pero

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