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complace en ella‒ la obra, el operatum. Y entonces viene el dolor de no poder llegar a ser perfecto en la operación. Ante esto hay dos posturas de aceptación: una, la aceptación de ciertas circunstancias exteriores, por las cuales abandonamos la realización de la tendencia como la obra de nuestra vida, y entonces queda relegada a un terreno algo irreal que es como una evasión de lo demás, o la aceptación de una imperfección personal, de la realización imperfecta del mismo operatum.

      Sir Claudio ha tomado la primera postura, una vez convencido de que no llega a la maestría. Colby comienza el mismo camino, pero al descubrir la persona verdadera de su padre ‒un organista no muy bueno‒ decide aceptar esta segunda imposición. Como se ve, en la decisión de Colby influye, en ambos casos, una afectividad extrínseca a la tendencia que en el primer caso (y es bueno notar que el caso es ontológicamente falso) le lleva a la renuncia, y en el segundo a la dedicación humilde.

      Los párrafos dedicados a este tema son especialmente hermosos. La descripción del dolor del Sr. Claudio y de Colby en su renuncia; la comprensión mutua, y la postura de Colby ante la música, que no quiere que otros oigan. Creo que todo el que tenga “llamada” y no “elección” sentirá las palabras de Colby:

      “Siempre que toco para mí, escucho

      La música que hubiera querido escribir yo

      Como dentro de sí la oyó el autor;

      Pero si toco para los demás,

      Me doy perfecta cuenta de que lo que ellos oyen

      No es lo que oigo yo cuando para mí toco.

      Oigo entonces la música de un gran músico, y ellos

      Una interpretación muy inferior.

      Por eso he desistido de tocar delante de la gente.

      Tan sólo soy feliz si toco para mí.” (Act. I)

      (Cambiando música por palabra, por exposición de la verdad, es, literalmente, lo que siento al hablar. Podríamos recordar la poesía de Gerardo Diego: “no el ser sordo, el ser mudo, es mi condenación”).

      Ahora todo esto plantea un problema de sumo interés. No digo que Eliot se lo planteara así, ni tampoco lo niego, simplemente lo ignoro, aunque para esas fechas Eliot aún no vivía en cristiano. Es el problema de la vocación entendida en su sentido religioso. Lo más normal es que los hombres den por supuesto, que las circunstancias externas son siempre y plenamente significativas de lo que hay que hacer, quiero decir, de la voluntad de Dios, de la misión que señala al hombre. Sin embargo, el hombre cristiano tiene una sola misión ‒conocer y amar a Dios, y expandir ese conocimiento amoroso‒ que se realiza en una determinada forma de vivir. Las facultades no se desarrollan lo mismo en una situación que en otra. Las circunstancias externas son una de las manifestaciones de los designios paternales, pero sólo una, y además necesitada de interpretación. Pero hay otras, y es precisamente la tendencia interior, interpretada a la luz de Cristo. “Buscad el Reino de Dios y su justicia, y lo demás se os dará por añadidura”. Todo lo contrario de lo que se hace de ordinario. Se determina que uno debe hacer tales o cuales tareas y ‒no sé por qué ley‒ que Dios tiene que derramar su gracia. Pero esto no es más que una manifestación de la primacía de lo externo sobre lo interno, de los visible sobre lo invisible. No se cuenta con que las circunstancias externas están en manos de Dios, que las cambia a su gusto, y que, además, fortalece el ánimo para luchar contra las dificultades. De esta visión miope brota el miedo a decidirse, el ir aplazando las decisiones y el no realizarse como imagen de Dios.

      Porque, por otra parte, el hombre, aun teniendo su línea vocacional, es plurivalente, puede obtener éxitos en otros campos, y entonces dejarse llevar de ellos y cambiar, destrozando su verdadera personalidad-imagen.

      Es lo que expresa perfectamente Colby a Sir Claudio:

      “Ver que hay algo que soy capaz de hacer

      Y tan lejano de mi interés de un día,

      Me da, en cierta manera,

      Una especie de nueva confianza en mí mismo

      Que nunca tuve antes.”

      (La vocación interpretada con soberbia: llegar a la cumbre de la perfección en la tarea, pese al atractivo, le produce desconfianza. Las nuevas faenas se la dan en cambio, porque le son más fáciles).

      “No obstante, al mismo tiempo,

      Tengo una sensación de confusión.

      Y no aludo al trabajo, sino a mí.

      Es como si estuviese

      Convirtiéndome ya en otra persona

      ...............................

      Pero no estoy seguro

      De que me plazca nada ese otro ser distinto

      En que siento que estoy ya convirtiéndome...

      Aunque lo cierto es que me fascina.

      Y, sin embargo, aún de tarde en tarde,

      Cuando menos lo espero y la imaginación

      Está limpia y vacía,

      Andando por la calle, o despierto en la noche

      Esa persona de antes,

      La que en un tiempo solía yo ser,

      Vuelve a ocupar su puesto,

      Y soy, una vez más, el frustrado organista;

      Y, así, por un instante,

      Aquello que soy incapaz de lograr

      El arte en el que nunca pude sobresalir,

      No parece el único digno de realizarse,

      La sola cosa que quisiera hacer.

      Y he de luchar con esa otra persona.”

      Naturalmente todo esto no tiene nada que ver con esa ola promocionista que se ha despertado en la Iglesia. Realizar la vocación no es, precisamente siempre, promocionar externamente, ni en todos los valores humanos. Significa, por el contrario, la renuncia a muchos de ellos. Y hay un enorme ejercicio de fe, esperanza, humildad, pasividad ‒y naturalmente actividad consecuente‒ y de caridad. Mientras que la frustración de la vocación lleva a apartarse, a encerrarse en sí mismo. O también a complacerse en las faenas más fáciles de la no vocación. Todo esto toma aspectos distintos en los caracteres soberbios o sensuales. La no aceptación de la propia limitación como organista, lleva a Colby a tocar para sí mismo, hasta que el deseo de comprender a su padre le inclina a aceptar la vocación de Dios: organista mediocre. Pero ahora ya tocará para los demás.

      En toda la actuación apostólica hay que distinguir dos desviaciones. Son fundamentales: las que simplemente no reconocen la supremacía de lo espiritual, es decir, del impulso del Espíritu. Las que pretenden que el lenguaje de Dios se acaba en la creación visible, o, a lo más, controlable inmediatamente; hay otras que son puramente pedagógicas ‒¡lo cual no significan que sean leves!‒ porque no tienen en cuenta la reacción humana ordinaria ANTE LA proposición de ciertas verdades.

      La idea de promoción solo es justa “secundum quid” o simpliciter para el que lo entiende bien, porque el objeto del hombre no es simplemente desarrollar todas sus facultades al máximo, sino desarrollarse como imagen ‒y por tanto, con una perfección muy relativa‒ de Dios al máximo. Y al hombre que se le propone una promoción humana de hecho ‒aquí entra lo pedagógico‒ difícilmente puede comprender el sentido cristiano de esa promoción, puesto que tiene mucho más desarrollado el sentido natural que el sobrenatural.

      Por otro lado, en la obra es curioso como Colby llega a encontrar su vocación, su realización de imagen, por el camino ontológico: pretendiendo acomodarse a su padre, para conocerle mejor. Es decir, que llega a Dios por la imagen de Dios, que Dios mismo le ha puesto cerca. Y todo ello es en sí ‒no digo en la obra de Eliot, en el alma de Colby‒ caridad.

      Como se ve, el desequilibrio de Colby

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