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Historia de las ideas contemporáneas. Mariano Fazio Fernandez
Читать онлайн.Название Historia de las ideas contemporáneas
Год выпуска 0
isbn 9788432137587
Автор произведения Mariano Fazio Fernandez
Жанр Документальная литература
Серия Historia y Biografías
Издательство Bookwire
Charles de Sécondat, baron de la Brède et de Montesquieu (1689-1755) pasó a la historia como el gran defensor de la libertad política y de la división de poderes. Historiador, funcionario público, espíritu curioso, su primera obra salió en 1721 con el nombre de Cartas persas. Allí Montesquieu critica las instituciones políticas y religiosas de Francia, mediante una visión satírica que el autor atribuye a un viajero persa.
Pero la obra más importante del filósofo de Bordeaux es El espíritu de las leyes, publicada en 1748 después de diecisiete años de trabajo. A través de sus numerosas páginas, Montesquieu hace una comparación entre distintas sociedades. Siguiendo un método empírico-inductivo, no desea solamente presentar una vasta colección de datos, sino que su pretensión consiste en comprender la causa de la diversidad de instituciones y formas de vida. Así, nuestro autor llega a establecer leyes generales de la sociedad. Los sistemas de derecho positivo son distintos, y las causas de estas diferencias son múltiples. Entre estas, Montesquieu señala el carácter de un pueblo, el clima, la geografía, el comercio, las formas de gobierno. El conjunto de estas circunstancias particulares forma el espíritu de las leyes.
A partir del análisis de los datos particulares que provee el estudio de cada sociedad, Montesquieu logra establecer una teoría de las leyes que, en un cierto sentido, se acerca a la doctrina clásica del derecho natural: para el filósofo francés existen leyes de la naturaleza, «así llamadas porque derivan de nuestro ser»11.
Montesquieu admite la existencia de una ley moral natural que precede al sistema de derecho positivo. Afirma también la existencia de un Dios creador y conservador del mundo, que establece reglas fijas de justicia.
La parte más conocida de su obra, y que será la que influirá más en la filosofía política posterior, se refiere a las formas de gobierno. Para Montesquieu, las formas de gobierno son tres: la republicana, que puede ser democrática o aristocrática dependiendo del número de personas que intervienen en la dirección del poder supremo, la monárquica y la despótica. La diferencia entre las dos últimas reside en el hecho de que en la monarquía el rey gobierna teniendo en cuenta algunas reglas fundamentales, mientras que en el Estado despótico sólo gobierna el capricho del déspota.
Toda forma de gobierno se rige según un principio. En la república, el principio director es la virtud civil, en la monarquía el honor, y en el despotismo el miedo. «Entre la naturaleza del gobierno y su principio existe esta diferencia: que es su naturaleza lo que la hace ser lo que es, mientras que su principio es lo que le hace actuar. Una es su estructura particular, la otra son las pasiones humanas que lo hacen mover. Las leyes deben ser relativas tanto al principio de cada gobierno como a su naturaleza»12.
Además de la clasificación de las formas de gobierno —donde se evidencia la relación entre el pensamiento de Montesquieu y el pensamiento político clásico—, hay otro concepto destinado a gozar de perdurabilidad: la división de poderes. La libertad política consiste en «poder hacer lo que se debe querer y no ser constreñidos a hacer lo que no se debe querer»13. Esta libertad comporta la separación de los poderes políticos. Los poderes legislativo, ejecutivo y judicial deben ser independientes entre sí, con el fin de evitar el despotismo y el abuso tiránico del poder.
Montesquieu confiesa que esta idea la tomó de la constitución política inglesa, cuya finalidad principal es la salvaguardia de la libertad política.
Si estas ideas de Montesquieu tuvieron un vasto influjo en Europa y América, la actitud crítica de François Marie Arouet, más conocido como Voltaire (1694-1778) ha gozado también de una gran popularidad. Voltaire escribió mucho, con un francés elegante y un estilo satírico de gran eficacia. No tiene un sistema, pero en sus escritos hay un espíritu común: la crítica a la tradición recorre toda su obra.
Voltaire sostiene que los sistemas metafísicos del siglo XVII son artificiosos, y que el cartesianismo lleva al spinozismo. En cambio, considera que Newton conduce al verdadero teísmo, en donde se reconoce a un Dios supremo que ha creado todas las cosas. Es más, estima que Newton redescubre las causas finales, que son la prueba más válida para demostrar la existencia de Dios.
Muy cercano a Locke en su empirismo gnoseológico, duda de la espiritualidad del alma, e identifica la libertad con un término que los hombres hemos inventado para designar el efecto conocido de toda causa desconocida. Si bien rechaza la libertad en un sentido psicológico, es un defensor convencido de la libertad política, no en el sentido democrático —Voltaire siempre despreció a la plebe— sino en un sentido de libertad para los filósofos. Voltaire pretende sustituir los dogmas de la Iglesia por los principios de la Ilustración filosófica. Por eso defendió a ultranza la tolerancia religiosa, y terminaba sus escritos con la frase Écrasez l’infâme, donde el infame era la Iglesia Católica.
Voltaire no fue un filósofo profundo, pero logró una cosa que pocos filósofos suelen lograr: modelar las categorías de pensamiento de vastos sectores intelectuales. La confianza en el progreso de las luces y la consideración de la fe como un obstáculo para este progreso serán un leitmotiv del pensamiento posterior.
En lo que se refiere al último de los exponentes de la tríada citada más arriba, Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), se nos presenta un problema de clasificación histórica. El ciudadano de Ginebra no es propiamente un ilustrado. Él se declaró contrario a la actitud de los philosophes, calificados de «ardientes misioneros de ateísmo, y aún más, tiranos dogmáticos». Su revaloración de los sentimientos interiores, la conciencia de que el hombre no es sólo razón, sino principalmente corazón, representan una salida teórica de la Ilustración y un tender un puente hacia el romanticismo. Pero, al mismo tiempo, la construcción racionalista de su Contrato social, las tesis políticas revolucionarias que propone y el ambiente en el que desarrolló sus doctrinas nos permiten encuadrarlo en el ámbito de la Ilustración.
Nacido en Ginebra en 1712, hijo de un relojero, Rousseau recibe una educación deficiente a causa de la ausencia de su madre, muerta poco tiempo después de su nacimiento. Transcurre su primera infancia en Ginebra, después se traslada a Piamonte y a Francia, donde permanecerá la mayor parte de su vida. De religión calvinista, se convirtió al catolicismo, pero después decantó en una religiosidad natural.
Sentimental, pasional, contradictorio — Rousseau, autor del Emilio o de la educación, tuvo varios hijos naturales que abandonó en una casa de huérfanos—, el ginebrino provee elementos interesantes para el estudio psicológico. En los últimos años de su vida parece haber sufrido una enfermedad mental, manifestada en una manía persecutoria. Murió en Erménonville en 1778.
Entre sus obras más importantes desde el punto de vista de la historia de las ideas, se deben citar el Discurso sobre las ciencias y las artes (1750), el Discurso sobre el origen y el fundamento de la desigualdad entre los hombres (1758), y tres obras publicadas en 1762: Julia o la nueva Eloísa, El Contrato social, y el Emilio. Obras de tipo autobiográfico, donde se evidencia su preromanticismo, son Rousseau juez de Jean-Jacques, las Confesiones, y Sueños de un caminante solitario.
Rousseau no tiene un sistema —el ginebrino define su obra como un système du coeur— pero es posible individuar un principio básico de su filosofía: la naturaleza ha hecho al hombre bueno y feliz, pero la sociedad lo degrada y lo hace miserable. En su Discurso sobre las ciencias y las artes Rousseau trata de dar una respuesta a la pregunta sobre la positividad del influjo de la cultura en las costumbres de los hombres. El ginebrino considera que el hombre del siglo XVIII está desnaturalizado, alienado, pues ya no responde de sí mismo, sino que depende de la opinión de los demás. La sociedad del Ancien Régime desnaturalizó al hombre europeo: es necesario volver al origen, «escuchar a la naturaleza», como escribe Rousseau.
El Discurso