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El ocaso del antiguo régimen en los imperios ibéricos. Margarita Rodríguez
Читать онлайн.Название El ocaso del antiguo régimen en los imperios ibéricos
Год выпуска 0
isbn 9786123173135
Автор произведения Margarita Rodríguez
Жанр Документальная литература
Издательство Bookwire
Los misioneros, bajo la supervisión del sargento mayor de infantería auxiliar, Inácio Soares de Almeida, fueron embarcados en cuatro barcazas, escoltados por una veintena de granaderos armados. El traslado se efectuó por el caudal amazónico, durante cuarenta días, navegando día y noche, sin efectuar ninguna parada a tierra. El convoy fue sorteando las bocas de los 36 afluentes del Amazonas, de ambas orillas, «que más parecen mares mediterráneos que ríos», especialmente las tres del Yapura —o río Negro—, el Tocantines, el Madeira, el estrecho de los Paugíes y el gran río del Pará que les acercaba a su destino, pues el 19 de enero de 1769 arribaron a Belem do Pará. Los misioneros fueron desembarcados por la noche y trasladados a un edificio al lado de la catedral, y confinados en una reducida sala cuyas dos únicas ventanas estaban clausuradas, por lo que únicamente contaban con dos pequeños agujeros a modo de respiraderos (Ferrer Benimeli, 2013, pp. 202-204). El gobernador Ataíde Teive, tras interrogar y registrar a los misioneros, designó al teniente coronel João Felipe Barbosa da Silva la supervisión de la reclusión de los padres. Una estancia que, bajo esas duras condiciones, se alargó durante casi dos meses, pues según el diario del P. Manuel Uriarte, se estaba a la espera de la llegada de la embarcación española que los transportaría a España. No obstante, las órdenes de Lisboa especificaban que las autoridades coloniales debían hacerse cargo también del embarque de los jesuitas y de su travesía hasta Lisboa, por lo que el gobernador decidió embarcar a los expulsos en una corbeta dedicada al traslado de esclavos y enviarlos a Lisboa. El 11 de marzo de 1769, los diecinueve jesuitas fueron embarcados en la corbeta «São Francisco Xavier», y confiados al maestre de corbeta, Manoel da Silva Thomaz, con instrucciones muy precisas de cómo debían ser tratados los jesuitas a bordo, imposibilitando cualquier comunicación de los regulares con la tripulación y la condición expresa de que los jesuitas no podían salir a cubierta durante la travesía. En las instrucciones dadas al capitán se especifica que en el caso de que se hubiera de atracar en algún puerto, debía localizar algún habitáculo en tierra para custodiar a los misioneros hasta nuevo embarque (Ferreira Reis, 1960, pp. 88-95).
El 7 de mayo de 1769 atracó la corbeta en la barra del Tajo, pero los jesuitas no fueron desembarcados hasta el 10 de mayo, y el conde de Oeiras dispuso que fueran alojados en Azeitão26 a la espera de las órdenes de Madrid. El marqués de Almodóvar delegó en el encargado de negocios de la embajada, Francisco Javier Lardizábal, la gestión de los misioneros. Carlos III determinó que los jesuitas depositados en Lisboa fueran transferidos al Puerto de Santa María, punto de reunión de los regulares expulsos procedentes de ultramar, donde el gobernador, conde de Trigona, ya había recibido las órdenes para alojar a los regulares en el hospicio general de Indias27.
El 28 de mayo de 1769 se celebró en Madrid un Consejo Extraordinario donde se dirimió el coste económico de la conducción de los misioneros por tierras portuguesas, la reclusión en Azeitão y el transporte de Lisboa al Puerto de Santa María. El dictamen fue que la Depositaria del Caudal de Temporalidades, creada con los fondos de los bienes de los jesuitas, aportase los fondos para pagar al tesorero extraordinario del Giro en Lisboa las cantidades que Lardizábal demandase para abonar los gastos al ministerio portugués y sufragar el flete para conducir a los regulares al puerto español28. Cuando Lardizábal solicitó una audiencia con el conde de Oeiras para agradecer la colaboración de D. José en la expulsión de los misioneros de Mainas y requerir la suma total de los gastos ocasionados para ser abonados, Oeiras hizo gala de la generosidad del monarca portugués al considerar que «era cosa convenida el no hablarse de ellos entre dos soberanos que les unía tanto el parentesco y más siendo la embarcación que trajo a los jesuitas una de las de Su Majestad Fidelísima y de ninguna consideración los demás gastos de su manutención»29.
En definitiva, entre julio de 1767 y 1774, se produjo el arribo constante de unos 2275 jesuitas americanos al Puerto de Santa María. El grueso de la llegada se produjo en 1768, descendiendo sensiblemente al año siguiente y a partir de ese año solo se produjo un pequeño goteo hasta 1774 (Pacheco Albalate, 2007, pp. 138, 158). Desde el puerto gaditano, los jesuitas volvieron a ser embarcados para llegar a los Estados pontificios, donde fueron dispersos por provincias en diferentes legaciones. Los jesuitas de las misiones de Nueva España, pertenecientes a la provincia de México —a excepción de los de Sonora y Sinaloa que permanecieron encerrados en conventos españoles (Fernández Arrillaga, 2009, p. 82)—, fueron instalados Bolonia; los de Mainas, pertenecientes a la provincia de Quito, en Rávena y Faenza y los misioneros de Paraguay en Rávena (Giménez López, 2007, p. 127). Así pues, los jesuitas portugueses y españoles afrontaron un largo exilio en los Estados pontificios, que se alargó hasta que la Compañía de Jesús fue restaurada por Pío VII el 7 de agosto de 1814, pues por ambas legislaciones de 1759 y 1767 los jesuitas tenían prohibido el retorno a sus lugares de origen.
5. La Compañía de Jesús y la crisis del Antiguo Régimen en las monarquías ibéricas
La hostilidad hacia la Compañía de Jesús en el orbe católico fue manifiesta, disuelta en Francia en 1764 y expulsada de Portugal, España y de los estados italianos gobernados por los borbones del reino de las Dos Sicilias y del ducado de Parma en 1768. Si bien Carlos III declaraba reos de lesa majestad a todo aquel que se manifestase en contra de la expulsión de los jesuitas y prohibía cualquier escrito a favor o en contra de la Compañía30, lo cierto fue que el silencio se impuso solo entre los jesuitas y sus partidarios. En consecuencia, la imagen de los jesuitas como regicidas y de «sostener doctrinas sediciosas, no solo destructivas de la caridad cristiana, sino también de la sociedad civil y el bienestar público del Estado» se acrecentó gracias a la difusión de infinidad de obras antijesuitas, muchas de ellas procedentes de Portugal, como Instrucção aos príncipes sobre la política dos padres jesuitas (1760), Retrato dos jesuitas feito al natural (1761) o la Deducção Cronológica e Analítica (1767), todas ellas traducidas al español en 1768 (Giménez López, 2010b, p. 28 y ss.).
La coalición de las Cortes de Madrid, París, Nápoles y Lisboa para conseguir la extinción pontificia de la Compañía de Jesús dio sus frutos cuando Clemente XIV publicó el breve Dominus ac Redemptor, el 16 de agosto de 1773. A partir de este breve, los miembros de la Orden mayoritariamente se secularizaron, sin embargo, entre los ex jesuitas nunca desapareció la idea de la restauración e incluso algunos de ellos emprendieron la lucha política a favor de posturas independentistas como Juan Pablo Viscardo y Guzmán (Klaiber, 2009), sobre todo al calor de los acontecimientos derivados de la Revolución francesa. A partir de entonces, muchos ex jesuitas como Francisco Gustá31, Lorenzo Hervás Panduro32, Francisco de Miranda33, Francisco Masdeu34 o Manuel Luengo35 teorizaron acerca de que las expulsiones de los jesuitas habían sido el inicio de una conjura entre fracmasones, jansenistas y filosófos, unos «revolucionarios ex natura sua y maquiavelistas refinados» que conspiraban «para destruir a la Iglesia con la fuerza del Estado, y luego precipitar de lo más alto a los reyes creando repúblicas» (Giménez López, 2010a, p. 253).
La posición de los ex jesuitas en el exilio se complicó con la invasión de las tropas francesas en 1796 y ante ese clima convulso y por razones caritativas, el 29 de octubre de 1797, Carlos IV dispuso el regreso de los ex jesuitas españoles, con la única condición de no instalarse en la Corte o en los sitios reales. No obstante, Carlos IV seguía fiel a la política de su progenitor