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      Benito Pérez Galdós

      EPISODIOS NACIONALES: BAILÉN

      I

      – Me hacen Vds. reír con su sencilla ignorancia respecto al hombre más grande y más poderoso que ha existido en el mundo. ¡Si sabré yo quién es Napoleón!, yo que le he visto, que le he hablado, que le he servido, que tengo aquí en el brazo derecho la señal de las herraduras de su caballo, cuando… Fue en la batalla de Austerlitz: él subía a todo escape la loma de Pratzen, después de haber mandado destruir a cañonazos el hielo de los pantanos donde perecieron ahogados más de cuatro mil rusos. Yo que estaba en el 17 de línea, de la división de Vandamme, yacía en tierra gravemente herido en la cabeza. De veras creí que había llegado mi última hora. Pues como digo, al pasar él con todo su estado mayor y la infantería de la guardia, las patas de su caballo me magullaron el brazo en tales términos que todavía me duele. Sin embargo, tan grande era nuestro entusiasmo en aquel célebre día que incorporándome como pude, grité: «¡Viva el Emperador!».

      Decía estas palabras un hombre para mí desconocido, como de cuarenta años, no malcarado, antes bien con rasgos y expresión de cierta hermosura ajada aunque no destruida por la fatiga o los vicios; alto de cuerpo, de mirada viva y sonrisa entre melancólica y truhanesca, como la de persona muy corrida en las cosas del mundo y especialmente en las luchas de ese vivir al par holgazán y trabajoso, a que conducen juntamente la sobra de imaginación y la falta de dinero; persona de ademanes francos y desenvueltos, de hablar facilísimo, lo mismo en las bromas que en las veras; individuo cuya personalidad tenía acabado complemento en el desaliño casi elegante de su traje, más viejo que nuevo, y no menos descosido que roto, aunque todo esto se echaba poco de ver, gracias a la disimuladora aguja que había corregido así las rozaduras del chupetín como la ortografía de las medias.

      Estas eran, si mal no recuerdo, negras, y el pantalón de color de clavo pasado. Llevaba corto el pelo, con dos mechoncitos sobre ambas sienes, sin polvo alguno, como no fuera el del camino: su casaca oscura y de un corte no muy usual entre nosotros, su chaleco ombliguero, forma un poco extranjera también, y su corbata informemente escarolada, le hacían pasar como nacido fuera de España aunque era español. Mas por otra circunstancia distinta de las singularidades de su vestir, causaba sorpresa la persona de quien me ocupo, y este es un capitalísimo punto que no debo pasar en silencio. Aquel hombre tenía bigote. Esto fue, ¿a qué negarlo?, lo que más que otra cosa alguna, llamó mi atención cuando le vi inclinado sobre la mesa, comiendo ávidamente en descomunal escudilla unas al modo de sopas, puches o no sé qué endemoniado manjar, mientras amenizaba la cena, contando entre cucharada y cucharada las proezas de Napoleón I. Dos personas, ambas de edad avanzada y de distinto sexo, componían su auditorio: el varón, que desde luego me pareció un viejo militar retirado del servicio, oía con fruncido ceño y taciturnamente los encomios del invasor de España; pero la señora anciana, más despabilada y locuaz que su consorte, contestaba e interrumpía al panegirista con cierto desenfado tan chistoso como impertinente.

      – Por Dios, Sr. de Santorcaz – decía la vieja-, no grite Vd. ni hable tales cosas donde le puedan oír. Mi marido y yo, que ya le conocemos de antes, no nos espantamos de sus extravagancias; pero ¡ay!, la vecindad de esta casa es muy entrometida, muy enredadora, y toda ella no se ocupa más que de chismes y trampantojos. Como que ayer las niñas de la bordadora en fino, que vive en el cuarto núm. 8, llegaron pasito a pasito a nuestra puerta para oír lo que Vd. decía cuando nos contaba con desaforados gritos lo que pasó allá en las Asturias en la batalla de Pirrinclum, o no sé qué… pues esos enrevesados nombres no se han hecho para mi lengua… Esta mañana, cuando Vd. entró de la calle, la comadre del núm. 3 y la mujer del lañador, dijeron: «Ahí va el pícaro flamasón que está en casa del Gran Capitán. Apuesto a que es espía de la canalla, para ver lo que se dice en esta casa y contarlo a sus mercedes». El mejor día nos van a dar que sentir, porque como dice Vd. esas cosas y tiene esos modos, y hace ascos de la comida cuando tiene azafrán, y siempre saca lo que ha visto en las tierras de allá, le traen entre ojos, y sabe Dios… Como aquí están tan rabiosos con lo del día 2…

      – Ya se aplacarán los humos de esta buena gente – dijo Santorcaz, apartando de sí escudilla y cuchara. – Cuando se organicen bien los cuerpos de ejército y venga el Emperador en persona a dirigir la guerra, España no podrá menos de someterse, y esto que es la pura verdad lo digo aquí para entre los tres, de modo que no lo oigan nuestras camisas.

      – España no se somete, no señor, no se somete – exclamó de improviso el anciano quebrantando el voto de su antes silenciosa prudencia, y levantándose de la silla para expresar con frases y gestos más desembarazados los sentimientos de su alma patriota. – España no se somete, Sr. D. Luis de Santorcaz, porque aquí no somos como esos cobardes prusianos y austriacos de que Vd. nos habla. España echará a los franceses, aunque los manden todos los emperadores nacidos y por nacer, porque si Francia tiene a Napoleón, España tiene a Santiago, que es además de general un santo del cielo. ¿Cree Vd. que no entiendo de batallas? Pues sí: soy perro viejo, y callos tengo en los oídos de tanto escuchar el redoblar de los tambores y los tiros de cañón.

      – No te sofoques, Santiago – dijo apaciblemente la anciana-, que ya andas en los tres duros y medio y aunque yo creo como tú que España no bajará la cabeza, no es cosa de que te dé el reuma en la cara por lo que hable este mala cabeza de Santorcaz.

      – Pues lo digo y lo repito – añadió el viejo soldado. – Venir a hablarme a mí de cuerpos de ejército, y de brigadas de caballería y de cuadros…

      – ¿En qué batallas se ha encontrado Vd.?-preguntó con sonrisa burlona Santorcaz.

      – ¡Que en qué batallas me encontré! – exclamó D. Santiago Fernández cuadrándose ante su interpelante y mirándole con el desprecio propio de los grandes genios al ver puesta en duda su superioridad. – ¿Pues no sabe todo el mundo que fui asistente del señor marqués de Sarriá el año 1762 cuando aquella famosa campaña de Portugal, que fue la más terrible y hábil y estratégica que ha habido en el mundo, así como también digo que después de Alejandro el Macedonio no ha nacido otro marqués de Sarriá?… ¡Qué cosas tiene este caballerito! ¡Preguntar en qué acciones me he encontrado! Aquella fue una gran campaña, sí señor; entramos en Portugal, y aunque al poco tiempo tuvimos que volvernos, porque el inglés se nos puso por delante, se dieron unas batallas… ¡qué batallitas, mi Dios! Yo era asistente del señor marqués, y todas las mañanas le hacía los rizos y le empolvaba la peluca, de tal modo que la cabeza de nuestro general parecía un sol. Él me decía: «Santiago, ten cuidado de que los rizos vayan parejos, y que uno de otro no discrepen ni el canto de un duro, porque no hay nada que aterre tanto al enemigo como la conveniencia y buen parecer de nuestras personas». ¡Y cuánto le querían los soldados! Como que en toda aquella guerra apenas murieron tres o cuatro.

      Santorcaz al oír esto se desternillaba de risa, haciendo subir de punto con sus irreverentes manifestaciones el enfado de D. Santiago Fernández, el cual, dando una fuerte puñada en la mesa, continuó así:

      – ¿Qué valen todos los generales de hoy, ni los emperadores todos, comparados con el marqués de Sarriá? El marqués de Sarriá era partidario de la táctica prusiana, que consiste en estarse quieto esperando a que venga el enemigo muy desaforadamente, con lo cual este se cansa pronto y se le remata luego en un dos por tres. En la primera batalla que dimos con los aldeanos portugueses, todos echaron a correr en cuanto nos vieron, y el general mandó a la caballería que se apoderara de un hato de carneros, lo cual se verificó sin efusión de sangre.

      – No, no ha habido en el mundo batallas como esas, Sr. D. Santiago – dijo Santorcaz moderando su risa-; y si Vd. me las cuenta todas, confesaré que las que yo he visto son juegos de chicos. Y como desde aquella fecha ha conservado Vd. los hábitos de campaña, y gusta tanto de conversar sobre el tema de la guerra, los vecinos le llaman el Gran Capitán.

      – Ese es un mote, y a mí no me gustan motes-dijo doña Gregoria, que así se llamaba la mujer del valiente expedicionario de Portugal. – Cuando nos mudamos aquí, y dieron los vecinos en llamarte Gran Capitán, bien te dije que alzaras la mano y regalaras un bofetón al primero que en tus propias barbas te dijera tal insolencia; pero tú con tu santa pachorra, en vez de llenarte de coraje se te caía la baba siempre que los chicos te saludaban con el apodo, y ahora Gran Capitán eres y Gran Capitán serás por los siglos de los siglos.

      – Yo no me paro en pequeñeces – dijo D.

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