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si se cree en la conveniencia de la unidad de la humanidad, será entonces razonable constituir y organizar una comunidad universal. Ahora bien, si no se confía en sus bondades, la moral necesaria para establecerla pierde su razón de ser. Y también el Derecho, dirá Jenks, pues no puede hallar mayor justificación (better justification) que en los más profundos instintos humanos (the deepest instincts of man) (pg. 293).

      Los acontecimientos posteriores a la doctrina de Jenks no han hecho sino confirmar sus grandes aciertos: respeto del statu quo del Derecho internacional, desarrollo de nuevos ámbitos del Derecho internacional, formulación de unos principios morales de la comunidad humana, recuperación del concepto de persona para el Derecho internacional. Es mi deseo, en este libro, continuar la senda trazada por el maestro Jenks a la luz del nuevo orden mundial configurado por la globalización e intentar subir, al menos teóricamente, un nuevo escalón en el desarrollo científico del Derecho. Mi única crítica a Jenks es su confianza en el concepto de soberanía, aunque desdogmatizado y sometido a los principios del Derecho internacional174, sin ver en ello un peligro serio para el nuevo orden mundial, que en todo caso, ha de superar la idea de Estado. Mientras perdure la soberanía estatal, no podrá darse el paso definitivo hacia un Derecho global, que habrá de continuar conviviendo con el Derecho internacional.

      Más recientemente, y desde una perspectiva filosófica y no jurídica como Jessup y Jenks, el autor de A Theory of Justice (1971) reflexionó también sobre el Derecho de los pueblos (The Law of Peoples) en una conferencia impartida el 12 de febrero de 1993, con ocasión del aniversario del nacimiento de Abraham Lincoln175. Insatisfecho con el resultado de su construcción teórica, publicó en 1999 una versión revisada, que, tras su muerte, ha quedado como definitiva176.

      John Rawls nos ofrece en este sugerente ensayo una utopía realista (realistic utopia) sobre el Derecho y la Justicia que han de regir los principios y la normas del Derecho y la práctica internacional. Con “sociedad de pueblos” (society of peoples) se refiere a la unión de aquellos que aceptan regirse conforme al Derecho de los pueblos. En ella, los pueblos serían los actores, como lo son los individuos en las sociedades domésticas (pg. 23). Se trata, siguiendo a Bodino, de well-ordered peoples, es decir, de sociedades democráticas y liberales o bien, al menos, de “sociedades decentes”, es decir, con instituciones básicas fundadas en criterios de justicia y cierto grado de participación ciudadana en la toma de decisiones.

      Un caso típico de sociedad decente no liberal sería un pueblo musulmán no agresivo —denominado por él ficticiamente Kazanistán—, que reconozca las reglas de juego de la sociedad de pueblos. Como el propio autor afirma en la introducción, “The Law of Peoples intenta explicar cómo una sociedad mundial de pueblos liberales y decentes puede ser posible” (pg. 6). Para conseguirlo, apuesta por políticas justas, amparadas en instituciones sociales y desarrollos convenientes, que combatan los grandes males de la historia humana. En este Derecho de los pueblos, los derechos humanos cumplen una función importante en la medida en que restringen los motivos que justifican la guerra, en caso de que exista, prohíben ciertos comportamientos, y limitan concretamente el régimen de autonomía interna de los pueblos (pg. 79).

      Contrario a la idea de Estado como actor de su “Derecho de los pueblos”177 y anclado en una concepción liberal de la justicia, el iusfilósofo de Baltimore formuló ocho conocidos principios infor-madores de este Derecho de los pueblos, como lo hicieron James Leslie Brierly o Terry Nardin, en ocasiones anteriores178. Éstos se resumen en: libertad, igualdad, independencia y solidaridad de los pueblos, cumplimiento de los tratados, derecho a la defensa propia y protección de los derechos humanos.

      El propio Rawls reconoció abiertamente la imperfección de su construcción. Incluso del octavo principio sobre ayuda mutua entre pueblos advierte que es “especially controversial” (pg. 37 nt. 43), pero no por ello deja de constituir un loable intento: “This statement of principles is admittedly incomplete. Other principles need to be added, and the principles listed require much explanation and interpretation” (pg. 37). Me parece, sin embargo, que éste es el camino adecuado para configurar un ordenamiento jurídico que responda a las necesidades que surgen del nuevo orden mundial nacido de los escombros de las Torres Gemelas.

      La gran diferencia entre la teoría de John Rawls y los principios globales que proponemos es que Rawls parte de la idea de pueblo —como “persona moral”— y nosotros de la misma persona, como portadora de derechos (nomóforo). La reinterpretación que hace de las ideas roussonianas sobre las personas (men as they are) aplicándolas a las instituciones y en definitiva a los pueblos (cfr. pgs. 7 y 13) son la clave de mi parcial distanciamiento. Por lo demás, su teoría no resuelve el principal problema del Derecho internacional moderno: la posición de la persona como sujeto de derecho en la sociedad cosmopolita en que vivimos. Cierto es que la “sociedad de pueblos” debe respetar los derechos humanos y las libertades fundamentales, pero eso sigue siendo un criterio de mínimos, que no pone a la persona en el centro del sistema de Derecho global. Éste es un verdadero puesto.

      El concepto de pueblo, con ser más adecuado que los de Estado y nación, no es suficiente, pues hay comunidades políticas más generales que han de formar parte de esta sociedad de “comunidades”, que no necesariamente deben ser de la misma naturaleza. Con todo, en este punto Rawls es flexible, porque con frecuencia habla de sociedades en el sentido amplio de un grupo humano autosuficiente para realizarse institucionalmente como tal. No veo, en cambio, problema alguno en que sociedades dependientes en cierta manera, pero en todo caso transnacionales, formen parte de esta “sociedad de pueblos”. Es decir, no sé hasta qué punto la independencia (principio 1, pg. 37) debe ser condicio sine qua non para la aplicación de The Law of Peoples. Así, comunidades dependientes pero decentes e incluso internamente democráticas nacidas en el seno de sociedades no decentes deberían incorporarse a este entramado.

      Fruto de medio siglo de diálogo intelectual con el jurista alemán Carl Schmitt179 son las originales reflexiones de Álvaro d’Ors en su libro La posesión del espacio (1998)180. Tras estudiar la relación —sólo aparentemente incongruente— entre los conceptos de espacio y posesión181, el romanista español ofrece una nueva prospectiva ante la actual crisis de la distribución del mundo por Estados soberanos y nacionales.

      Sobre el espacio, concebido como “totalidad del ámbito sensible”182, y por tanto en cualquiera de sus concreciones, hay posesión y no dominio, señala d’Ors. Recupera así nuestro autor el antiguo concepto de possessio romana aplicado fundamentalmente a la tenencia del ager publicus. El derecho de propiedad sería, para d’Ors, “una preferencia sobre cosas determinadas judicialmente protegida”183, como lo es también la posesión, a la postre.

      Álvaro d’Ors propone una nueva ciencia —la Geodierética184—, que, como parte de la Geonomía, se ocupa de la ordenación justa de las parcelas del espacio accesible a los hombres. Esta distribución no debe asignarse como si de un dominio soberano se tratara, sino más bien como una “preferencia personal” correspondiente a un administrador de algo común.

      La diferencia más importante entre la Geodierética y la Geopolítica es que ésta presupone la idea de Estado, y no aquélla, que “abarca todos los niveles de adecuación del espacio a las necesidades objetivas de los hombres”185. Frente al territorialismo estatista propio de la Geopolítica, al servicio de la estrategia de las grandes potencias, Álvaro d’Ors, gran crítico del Estado moderno, defiende una distribución racional del espacio partiendo del principio de subsidiariedad conforme a “niveles de preferencias posesorias”, que van desde la familia —como primer nivel186— hasta los grandes espacios187. Son éstos una suerte de confederación de naciones no estatalizadas y que no forman entre sí un superestado. D’Ors pone el ejemplo de la Commonwealth británica, pero exige, al mismo tiempo, una mayor autonomía a los pueblos que la

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