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El asesino del cordón de seda. Javier Gómez Molero
Читать онлайн.Название El asesino del cordón de seda
Год выпуска 0
isbn 9788412491692
Автор произведения Javier Gómez Molero
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
Alessandra estaba de espaldas, sentada al extremo de la mesa más próximo a la puerta, y ni se inmutó. Aguardó a que Ángelo avanzase a su altura, le besase la mano y articulase unas corteses palabras a modo de saludo. Su mirada lo recorrió de arriba abajo, sus labios compusieron un mohín que venía a testimoniar su aprobación por la resplandeciente gorguera, las calzas acuchilladas de tejido beige y el jubón del mismo tono, y lo invitó a que tomase asiento enfrente de ella. Al segundo se llevó la mano derecha a la frente como si se hubiera olvidado de algo, se levantó sin dar tiempo a que Ángelo le retirase el sillón con respaldo de terciopelo rojo, y se apresuró hacia la puerta de salida.
—Vuelvo enseguida —se disculpó a la vez que la abría y derretía a Ángelo con el fuego de sus ojos negros.
El banquero dio por hecho que a Alessandra le acuciaba una urgencia que no admitía demora y se empleó en fijar su atención en la pieza en que se había quedado en soledad y a la que, de resultas de los nervios y de un cierto envaramiento, no había echado cuentas en su anterior cita. La decoración, el mobiliario, la configuración de una mesa, cualquier detalle en suma, lo entendía, además de interesante, de lo más revelador, porque formaban parte de la personalidad de su propietario, en cierto modo venían a proporcionar o sugerir indicios sobre su manera de ser.
Tapices de Arras, cortinas y guadamecíes revestían las paredes y creaban un mundo de confort que estimulaba a las confidencias. El suelo lo ocultaban mullidas alfombras, que al pisar sobre ellas daban la impresión de estar recubiertas de pluma de ganso, y del techo, en el centro del mismo, colgaba una araña de plata y cristal, cuyos cirios fabricados a molde, que se encajaban en modernas virolas, aún no habían sido prendidos por el fuego y puede que no se encendieran hasta bien entrada la noche, por cuanto los días estaban siendo largos y luminosos y los postigos de las ventanas los habían abierto de par en par.
A su derecha, pegada a la pared, una vitrina dorada, de cuidada talla de madera de roble, exhibía vasos y copas de plata, de alabastro y de pórfido, así como lozas de Urbino y vidrio de Murano. A la izquierda, sobre patas torneadas y tallas en relieve, se apoyaban dos arcones que Ángelo supuso con ropa de casa en su interior, encima de los cuales se apilaban tres o cuatro joyeros abiertos, con oros y piedras preciosas. Y uno de los rincones lo acaparaba una mesita baja cuya superficie de mármol se la repartían un laúd, una viola, un cuaderno de música y libros lujosamente encuadernados y dejados caer a la buena de Dios, en un desorden estudiado hasta el último detalle.
—Ángelo, como habréis observado, la mesa ya está puesta, de manera que nadie nos va a importunar, mientras tengáis a bien hacerme el honor de acompañarme —Alessandra portaba una bandeja de plata y esparcía su mirada sobre el mantel de lino blanco, que presentaba una vajilla de porcelana y copas y jarras de vidrio con motivos florales—. Espero hayáis perdonado mi momentánea ausencia, pero las muy estúpidas de las criadas habían olvidado servir estos exquisitos mazapanes, que a buen seguro os traerán recuerdos de vuestros años en Siena. Los elabora un confitero, compatriota vuestro, que goza en Roma de un reconocido prestigio. Si preferís dulces de miel, de almendra, de nueces, o pasteles de hojaldre con carne de ciervo y de liebre, tomad cuantos gustéis.
—Vos siempre tan atenta. No teníais que haberos molestado.
Los ojos de Ángelo se fueron detrás del rumboso escote que culminaba el vestido azul cielo de seda, con mangas transparentes y estrechas, ajustadas a los puños con cenefas de perlas de Alessandra, quien, al volcarse sobre la mesa para posar la bandeja con los mazapanes, dejó ver algo más que el inicio de unos pechos bien formados y de justas proporciones, entre los que hacía equilibrios un ángel de oro tallado en un rubí que colgaba de un collar de perlas, obsequio suyo al poco de conocerse.
—Satisfaceros constituye para mí el más dulce de los placeres. Decidme de cuál de los vinos que he elegido para abrir boca os sirvo —a Alessandra, que humedecía la punta de los dedos en el aguamanil y tomaba una servilleta para secarse, no le había pasado inadvertida la fijación de Ángelo en sus pechos y, lejos de violentarse, se sintió halagada.
—Si no os importa, para mí un Lacryma Christi —Ángelo había trasladado la mirada al rojo de sus labios, que unido al mismo tono en las mejillas hacía resaltar más aún su tez de porcelana, en contraste con las sombras que se había dado en los párpados inferiores y el mentón. Su pelo negro lo recogía una corona de cabellos postizos entrelazados con cadenas de oro y perlas preciosas, y un velo de color marfil envolvía sus orejas.
—Yo tomaré un moscatel de Asti —dijo mientras sus manos de nieve y uñas coloreadas escanciaban el vino en la copa de Ángelo —. ¿Qué me contáis de la ya no tan pequeña Margherita? ¿Cómo le van sus lecciones en casa del cardenal Borgia?
—Sus progresos me tienen admirado. Y sus ansias de aprender, todavía más —cada vez que su protegida preguntaba por su hija, a Ángelo le asaltaba la duda de si lo hacía porque realmente le iba algo en ello o por quedar bien ante él.
—¿Qué tal se os ha dado el día? —para Alessandra era una forma como otra cualquiera de reclamar a Ángelo que la pusiera al tanto de lo que se cocía en la ciudad.
—Me ha visitado Johann Burchard, o, para ser más ajustado a la verdad, lo he invitado a comer yo a mi casa. De entrada, me mandó recado declinando mi invitación, pero luego se lo pensó mejor y se presentó cuando ya no lo esperaba. Mañana es el gran día, no se le va de la cara la tensión que tendrá que soportar y habrá juzgado que un rato de esparcimiento, libre de preocupaciones, no le vendría mal. Aunque a los postres, ya más expansivo por el vino, hemos acabado conversando de lo mismo de lo que conversa Roma entera y media cristiandad. En el fondo, Burchard es un enamorado de su quehacer, un vocacional, y a partir de mañana va a estar en su salsa.
—Por nada del mundo me gustaría estar en su piel. No debe de ser fácil manejar a más de veinte cardenales, cada uno con su desbordado ego, habituados a ser ordeno y mando, a imponer sus condiciones —la esperanza de Alessandra se cifraba en que un día Ángelo se presentara en su casa trayendo del brazo al maestro de ceremonias del Vaticano, el hombre que dominaba los entresijos de la Santa Sede y el encargado de velar por el perfecto desarrollo de los cónclaves en los que se elegía al papa. No estaría de más departir con él y tirarle de la lengua.
—De Burchard admiro su sangre fría, su disciplina y su minuciosidad. Y, más que nada, la experiencia. En la elección de Inocencio VIII ya estuvo al frente de la organización del cónclave, así que seguro que no se le pasa un detalle. Y cuenta con el apoyo inestimable de un diario en el que, desde el día que tomó posesión de su cargo, va anotando cuantas cosas atañen al Vaticano, por fútiles que parezcan.
—Ese diario vale su peso en oro. Daría la más costosa de las joyas que me habéis obsequiado, por tenerlo un ratito en mis manos y ojearlo. A saber la de secretos que guardará. Lo mismo hasta nos desvela los remedios que, al objeto de alargarle la vida, los médicos aplicaron al papa en su agonía —Alessandra mojó los labios en su copa y chasqueó la lengua con coquetería.
Entre la población de Roma había cundido el rumor de que, ante la insuficiencia renal que padecía y habiéndosele practicado sangrías sin resultado, a Inocencio VIII se le realizó una «transfusión» por vía oral de la sangre extraída a tres niños que acabaron por morir y a cuyos padres se les compensó con un ducado de oro. A este rumor vino a seguir el de que a lo largo de los últimos meses de su vida el único alimento que el pontífice ingirió había sido la leche que mamaba de una mujer.
—Nunca Burchard revelaría un asunto de tal trascendencia. Todo lo que atañe a la intimidad del pontífice lo guarda tal que fuese un secreto de confesión —dijo Ángelo.
—Eso le honra. Pero, con unas copas de más en el cuerpo, lo mismo os ha dejado caer al oído algo, si no interesante, al menos curioso —Alessandra no se daba por vencida.
—Durante