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su primera cita en casa de ella, había quedado abrumado por otra suerte de encantos que, más allá de la belleza, la cortesana atesoraba y que hacían de ella una mujer de variados registros, que había empezado a alegrarle una existencia en la que solo había sitio para los negocios y el dinero. Dominaba la elocuencia y la filosofía, hablaba latín como el más culto de los humanistas, se sabía de memoria versos de Virgilio, Horacio y Ovidio, leía en griego al mismísimo Platón, conocía las obras de Petrarca, Bocaccio, Séneca o Cicerón, así como de san Agustín, san Jerónimo o san Ambrosio, recitaba sonetos de su propia cosecha, y cantaba y se acompañaba del laúd y la cítara.

      Y, amén de ello, reunía discernimiento y temple que la habilitaban para dar su parecer en relación con cualquier asunto que se plantease en la conversación, para quedar ante el invitado que él propusiese llevar a su presencia, como el más sutil embajador de los destacados por sus gobiernos en la Santa Sede. Lo mismo se enfrascaba en las cuestiones más mundanas e intrascendentes, que peroraba sobre política, religión o materias de Estado. E invariablemente destilando amenidad, saber estar y un humor fino y envidiable.

      En esa primera visita a su casa, Alessandra no había sentido reparo en ponerlo al día de quien realmente era y traerle a colación a lo que se comprometía si persistía en el empeño de convertirse en su protector. Desde que era una niña, y merced a la belleza que ya apuntaba, su madre no había escatimado en gastos, a fin de adoctrinarla para la lucrativa y honrosa profesión de cortesana que con tanta suficiencia ejercía. Nada más arribar a la adolescencia había gozado de proposiciones de eminentes personalidades de Roma que pugnaban por devenir en sus bienhechores, que dilapidaron fortunas por una cita con ella, inclinándose en virtud de los consejos maternos por escoger de entre todos ellos a micer Luigi del Búfalo, igualmente banquero, hombre culto, agradable de espíritu y, por encima de otras prendas que lo adornaban, en extremo generoso. De hecho, el palacete que habitaba junto a Piazza Navona, y que ella había amueblado y decorado con un gusto irreprochable, había sido un obsequio del bueno de Luigi.

      En justa reciprocidad a la información que Alessandra le había revelado en esa primera visita, también él le abrió su corazón y sin ahorrar detalle la hizo partícipe de las vicisitudes por las que había transitado su vida. Y ni que decir tiene, le garantizó que iba a disfrutar de todos los lujos habidos y por haber y estaría en situación de dar rienda suelta a cuantos caprichos le viniesen en gana.

      Ángelo había nacido en Siena, donde se había educado como correspondía al hijo de un banquero con casa asimismo en Roma. En sus tiempos mozos, su padre, al objeto de que aprendiera la profesión desde abajo y alcanzara a valorar el esfuerzo, lo había despachado a trabajar a la Ciudad del Vaticano en las oficinas de otro banquero sienés, Ambrosio Spannocchi, con el que llegaría a adquirir una sólida formación, que tiempo después le consintió independizarse y abrir su propio negocio, en un palacete a poca distancia del Panteón.

      Se preciaba de su trabajo, que le había regalado la posibilidad de intimar con personas influyentes, algunas de las cuales habían pasado a ser amigos, y presumía de entenderse especialmente bien con los españoles que, al socaire del cardenal Rodrigo Borgia, vicecanciller de la Santa Sede, se habían establecido en la ciudad de los papas y atendían puestos de relevancia. Nada más haber recalado en Roma, les había otorgado préstamos con que hacer frente a los gastos de instalación y estrechado con ellos lazos indisolubles.

      A su esposa, a la que había conocido de niña en Siena, por ser amiga de su hermana, y de quien había estado prendado desde la cuna, la perdió después de quince años de matrimonio, los más venturosos de su existencia. Cuando ni por asomo se figuraba que podía enturbiarse su vida, un mes de agosto, de esos que cargan de podredumbre la atmósfera de Roma y propagan por sus calles y plazas un hedor insufrible, trajo una epidemia de peste que se expandió por los trece distritos de la ciudad, se cobró centenares de víctimas y se llevó a su esposa al sepulcro. Y aun cuando en el lecho de muerte le hubiera insistido para que volviera a contraer matrimonio, en la medida en que sus dos hijos iban a quedar faltos de los cuidados de una madre, no había renunciado a su condición de viudo.

      A la muerte de su esposa, que había tomado a su cargo la educación de los pequeños, Ángelo había estimado lo más razonable enviar a la niña, a Margherita, al convento de San Sisto, donde las monjas iban a cuidar de su desarrollo y la pondrían en contacto con otras niñas de la alta sociedad romana. Allí aprendería a expresarse y a escribir en latín, a asistir a lecturas piadosas, a coser, a bordar, a tocar un instrumento musical, a adiestrarse en definitiva en tareas femeninas, que el día de mañana la capacitaran para ser un buen partido a tener en cuenta. A la presente, ya con doce años, la niña vivía con él y proseguía sus estudios con los mismos preceptores y en la misma casa que la hija del cardenal Borgia, quien había dado el visto bueno a tal lance y obsequiaba al banquero con su consideración. Margherita era despierta, traviesa y alegre como un cascabel, le apasionaba la lectura y raro era el día en que a la hora de la cena no le glosaba lo que a lo largo de la jornada había aprendido junto a su compañera de estudio desde sus años en San Sisto.

      La otra cara de la moneda venía a representarla su hijo varón, Carlo, quien a la muerte de su madre se encerró en sí y perdió la alegría de vivir. Antaño había sido un niño que se ilusionaba con las cosas más triviales, al que todo el tiempo le parecía insuficiente para jugar y divertirse con otros niños. Pero fue quedar huérfano y el mundo se le desmoronó. Carlo se mostraba reacio a admitir su pérdida, no hallaba consuelo en las razones que se le daban. Juzgaba la epidemia, por mor de la cual su madre había fallecido, no como el efecto del agobiante calor, de las perniciosas condiciones higiénicas o de la insalubridad de Roma, sino como un castigo enviado por Dios a los hombres por sus pecados.

      Y se dio a buscar culpables y cuestionárselo todo: los que hacían del dinero el fin de su existencia, el escandaloso lujo de la Iglesia y de sus altos cargos, la impiedad de infinidad de clérigos y la ausencia de vocación de sacerdotes dominados por la lujuria o la gula. Y se refugió en la obsesiva lectura de libros de vidas de Santos, de los Padres de la Iglesia, de los sermones del franciscano Bernardino de Siena. Y se le metió entre ceja y ceja dejar atrás Roma y emprender camino a Florencia, con el anhelo de escuchar de viva voz las prédicas del dominico Girolamo Savonarola, quien por entonces generaba no poca admiración entre las multitudes. Carlo acababa de cumplir diecisiete años y estaba en su derecho de elegir su propio camino.

      Luego de haberse instalado en la ciudad de los Médici, el joven se consagró en cuerpo y alma a la oración y empezó a acudir a la iglesia de San Marco, en la que Savonarola, que había sido nombrado prior, subía al púlpito a diario. Y tanto calaron en Carlo los sermones de aquel dominico, a quien seguían enjambres de fieles, que le besaban los pies y las manos y le cortaban trocitos de la túnica, que al cabo de unos meses terminó por demandar su admisión en la orden. Y, como si una cosa llevase a la otra, desde hacía ya demasiado se comportaba como si no tuviera un padre y una hermana.

      Ángelo continuaba mirándose al espejo, apreciando cómo de las comisuras de los labios se había adueñado un rictus que no sabía si interpretar de intranquilidad o de congoja por el futuro de su hijo, cuando llamó a la puerta de su dormitorio uno de los criados para hacerle llegar el recado que con tanta impaciencia esperaba, desde que se levantó no más hubo amanecido. Le alertaba de que disponían del tiempo justo para cubrir el trayecto que separaba su casa de la de madonna Alessandra. El carruaje con su tiro de cuatro caballos pulcramente enjaezados estaba preparado a la puerta y el cochero con dos mozos de librea también.

       2

       Roma, 5 de agosto del año del Señor de 1492.

      Ángelo visita a su protegida Alessandra y ambos se hacen cábalas acerca de la elección del nuevo papa.

      Fue el mismo criado de la vez anterior, un individuo de semblante amable y complacido de su suerte, quien lo acogió con una reverencia y le rogó que tuviera la bondad de seguirlo, que madonna Alessandra lo recibiría en sus aposentos. Mientras ascendía los peldaños de la escalera de mármol y alcanzaba el primer rellano, desde donde arrancaba el tramo que giraba a la derecha, Ángelo

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