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unos días, nuestra muy amada hija Lucrecia, en compañía de nuestra prima Adriana y la bella Giulia Farnese, solicitó de Nos autorización para abandonar el palacio de Santa Maria in Portico de Roma y emprender camino a Pesaro, donde la aguardaba su marido, Sforzino, con quien hacía tiempo que no se veía. Mientras nuestra hija se quedaba junto a él, madonna Adriana y la bella Giulia determinaron regresar a Roma, o, para no faltar a la verdad, obedecieron nuestras órdenes de retornar cuanto antes, pues las echábamos de menos, si bien no tanto como ellas a Nos. Pues bien, en las proximidades de Viterbo, el carruaje que las traía fue a cruzarse en su camino con una avanzadilla de los franceses que amenazan con caer sobre nuestra ciudad. Tanto una como otra se apuraron en hacer partícipe de su identidad al capitán al mando de la patrulla, que, lejos de dejarlas continuar, las hizo apresar y conducir a la fortaleza de Montefiascone. Justo ayer nos llegó una misiva de los franceses, en la que se nos conmina a entregar la suma de tres mil ducados para hacer frente al pago del rescate.

      La indignación se había enraizado en los rostros de Michelotto y García de Paredes, al tiempo que Johann Burchard exhibía su habitual frialdad. Si de los dos españoles hubiera dependido, habrían partido a uña de caballo en dirección a Montefiascone, habrían rescatado sin pararse en mientes a la prima y a la protegida del santo padre y las habrían trasladado a su presencia.

      —¿Hay algo más humillante para Nos que hayan apresado en nuestro propio territorio a dos damas a las que amamos de corazón y que encima nos veamos obligados a realizar un desembolso económico si queremos volver a verlas con vida? Si los franceses se han comportado de una manera tan ruin con quienes forman parte de la familia papal, ¿cómo no se comportarán con el resto de la ciudadanía? Amigo Burchard, se aproximan tiempos revueltos.

      —Santidad, ¿a quién vais a despachar a Montefiascone para que haga efectivo el pago del rescate y traiga de vuelta a madonna Adriana y a la bella Giulia Farnese? —preguntó, sin perder la calma, Johann Burchard.

      —Los tenéis delante —los ojos de Alejandro VI se asentaron primero en Michelotto y acto seguido en Diego García de Paredes—. Irán en una carroza con asientos de terciopelo y el escudo de los Borgia en los laterales, y los seguirá una escolta de medio centenar de hombres.

       13

       Roma, finales de diciembre del año del Señor de 1494

       Acompañado de dos expertos en arte antiguo, Johann Burchard, maestro de ceremonias del papa, recibe en su palacio a Michelotto, quien porta un misterioso cofre, cuyo contenido pretende que examinen

      Dos años no habían supuesto un espacio de tiempo tan dilatado, como para que a Michelotto le cupiera la certeza de que la medida que había adoptado era la correcta. A unas etapas en que había estado tentado de llevarlo a presencia de alguien que gozara de una autoridad por encima de la suya, y entregárselo para que hiciera lo que estimase conveniente, habían sucedido otras en las que había juzgado que lo más provechoso era quedárselo en su poder y no dar cuenta a nadie de su existencia. Por los guardias que habían detenido a Stéfano cuando pretendía pasarlo en su carro por delante de Porta San Paolo, y conocían en qué manos había acabado, no tenía que preocuparse. Estaban al cabo de cómo se las gastaba y no se atreverían a delatarlo por su apropiación.

      El mismo día en que se lo hubo arrebatado al labriego, que por mor de su maldad fue a poner fin a sus días enterrado en el mismo sitio donde se lo había encontrado, no bien se hubo visto al abrigo de las cuatro paredes de su casa, empleó la tarde y la noche en examinar su contenido y, por más que se confesase profano en la materia, le dio el pálpito de que lo que había en el interior del cofre constituía un tesoro. Y eso que gran parte de las piezas estaban cubiertas por una pátina de polvo y tan deformadas, que no se dejaban ver en todo su esplendor. Echar mano de un trapo y ponerse a limpiarlas le infundía respeto y cierta turbación, no fuese que, después de tanto tiempo en tan calamitoso estado, acabaran por deteriorarse más de lo que estaban o se cayeran a pedazos.

      La carroza que solía emplear en sus desplazamientos por Roma siempre que quería pasar inadvertido, lo había dejado a mitad de Vía del Sudario, una calle corta y estrecha, que se abría entre Vía del Monte della Farina y Largo di Torre Argentina, delante de la fachada de un fastuoso palacio de piedra, de cuatro pisos agujereados por ventanas con vidrieras. Aun cuando hubiese sido construido hacía relativamente poco, aquel palacio le trajo a la memoria otros de la ciudad, de estilo gótico, edificados tiempo atrás y que ya estaban pasados de moda.

      La puerta entreabierta —el señor había dado el día libre al servicio— lo trasladó a un amplio jardín sembrado de estatuas de emperadores romanos, por entre las que correteaban un par de avestruces y una piara de pavos reales, a cuya derecha arrancaba una escalera de mármol que llevaba al primer piso. Una vez hubo superado los peldaños, tan brillantes como afilados en sus bordes, cruzó por un salón en el que encima de una tarima se levantaba una cama cubierta por un edredón, que posiblemente estuviera relleno de plumas, y coronada por un dosel del que colgaban cortinas con flecos que arrastraban por el suelo. A través de la puerta entornada del fondo del dormitorio se abría paso una fragancia a leña quemada y a hierbas aromáticas, puede que de tomillo y romero, y un reconfortante calor que a buen seguro provenía de la llama de una chimenea. Del murmullo de voces que de su interior emergía, coligió que a la persona con la que se había citado le hacían compañía al menos otras dos.

      —Sed bienvenido, amigo Michelotto —antes de que dispusiera de tiempo para inquirir la identidad de los dos hombres que estaban sentados delante de una mesa, colmada de libros cuyos títulos en latín y griego revelaban su dominio de tales lenguas, Johann Burchard se aprontó a dar satisfacción a su curiosidad.

      El que vestía un ropón largo de tonos oscuros, que medio recubría una capa corta ribeteada de piel, le fue presentado como Spannolius de Mallorca, y el que llevaba unas calzas de un tejido que no supo identificar y un jubón estampado de mangas rasgadas respondía al nombre de Paulus Pompilius.

      —Os serviré yo mismo —Burchard alcanzó de una mesita baja una botella de moscatel y cuatro copas en cristal tallado que se aprestó a llenar—. Os preguntaréis por qué Spannolius y Pompilius se hallan presentes. Cuando me hicisteis referencia a vuestro deseo de que examinase las piezas que obran en vuestro poder, me disteis a entender que lo mismo respondían a vestigios de nuestra vieja y añorada civilización y, aun cuando presumo de reunir cierto conocimiento al respecto, he juzgado de provecho dejarme asesorar por peritos en la materia. Pompilius es un humanista muy reputado en los círculos intelectuales de Roma y se ha especializado en métrica y en lengua latina. Por su parte, Spannolius pertenece a la Academia de Iulius Pomponius Laetus y se tiene por una autoridad en la Antigüedad y en especial en piezas de la época clásica.

      —Ni a Pompilius ni a mí nos guía en nuestra actividad otro interés que el de esclarecer la verdad, rendir homenaje a nuestros ancestros y preservar el patrimonio que se nos ha legado. En los tiempos que corren hay infinidad de desaprensivos que persiguen su lucro personal y se aprovechan de quienes a toda costa ambicionan alimentar su ego, pasar por hombres cultos e inundar sus palacios y villas con nuestras reliquias. Igual les procuran piezas auténticas a un precio desorbitado, que trafican con otras falsificadas. Y todo porque se ha puesto de moda soltar sin venir a cuento expresiones en latín y alardear de manuscritos que son incapaces de leer o de objetos que están lejos de identificar —Spannolius desbordaba un entusiasmo en modo alguno fingido y se apreciaba dolido por la injerencia de tanto advenedizo.

      —Si no os importa, Michelotto, mostradnos esas joyas que guardáis en el cofre. Pero antes me vais a permitir que despeje la mesa —Burchard se levantó y en menos que se tarda en rezar un avemaría trasladaba los papeles de la mesa a lo alto de un arcón de mármol, que imitaba un sarcófago paleocristiano.

      Las miradas de los tres especialistas confluyeron en Michelotto, que daba la impresión de hallarse en desventaja y no sentirse a gusto ante aquellos intelectuales. Como un relámpago le cruzó la sospecha de que los tres se habían confabulado con ánimo de estafarlo, mediante una tasación de las piezas que iba a poner ante sus ojos muy por

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