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en la música de ese trovador de El Puerto que es Javier Ruibal. Andalucía ─y esta frase haría las delicias de Jesús Quintero─ es los cuñados, esos refugios que han sabido acoger a sus visitantes sin demasiadas preguntas, sin pedir el libro de familia buscando, como los «amantes» de los perros en sus oscuras genealogías, la pureza de sangre de la raza.

      Hay un chiste bastante celebrado según el cual los de Bilbao nacen «donde les da la gana». La broma, con todo lo que de simplona generalización pueda tener, pretende subrayar el carácter «muy suyo», inconfundible de los vascos. Pero, en nuestro caso, la imagen funciona en sentido inverso. Andalucía son todos.

      Sin más. «Sea por Andalucía libre, España y la Humanidad», cantó Blas Infante, definiendo en una letra que no podían haber escrito otros presuntos padres de presuntas patrias, el espíritu que aún debe guiar nuestros pasos.

      Por esta razón, el nacionalismo no puede cuajar en esta tierra. Por eso a los andaluces, pese a su historia de maltratos o quizá por eso mismo, les dan tanta grima aquellos que se llenan la boca de Andalucía, porque intuyen que detrás se esconde simplemente el beneficio propio.

      Escuchando a Saramago, ese íntegro portugués, ibérico en segundo lugar, europeo si le da la gana, y universal al fin y al cabo, hablar en nombre de un grupo de personas que simbolizan parte de lo más andaluz y auténtico de esta tierra, es fácil –incluso para un «esaborío» de primera generación como el que suscribe–, sentir el abrazo cordial, la mirada cómplice, anticipar el grito de emoción que representan los cuñados.

      «La felicidad es una cosa muy seria. La más seria de las cosas» –dijo el escritor portugués al término de su intervención. Por eso se puede hablar con gesto adusto de cosas serias. Y con rostro sonriente de cosas profundas. Por eso la jovial alusión a las cuñados no fue simplemente un chascarrillo, ni cosa de chirigota.

      [1 de marzo de 2007]

      André Gorz: amor y destino

      Dicen que «Siempre se van los mejores». No es cierto. Tarde o temprano nos vamos todos, con la diferencia de que algunos se han ganado el derecho a permanecer por siempre en la memoria colectiva de generaciones y generaciones. André Gorz (Viena, 1923; Vosnon, Aube, 2007) es uno de estos elegidos. A los 84 años decidió (porque saber morir es acto de valientes) quitarse la vida junto a su mujer, Dorine, quien desde hacía años sufría en sus carnes los elementos destructores de una enfermedad degenerativa (¿acaso es vivir otra cosa?).

      No fue un acto fruto de una improvisación. Gerard (éste era su verdadero nombre) y Dorine ya sabían hacía tiempo que el destino que durante casi 60 años los había unido se rompería tarde o temprano para ambos de un único hachazo. Por eso el suicidio de la pareja, que recuerda en muchos aspectos (aunque sus diferencias históricas sean no menos notables) al de Zweig (cuya condición de judío, perseguido y apátrida compartían), quiso no ser un punto y final, a lo sumo, una trascendental mudanza. En el año 2006, un octogenario Gorz confesaba en Lettre à D. Historie de un amour, su «amor constante más allá de la muerte» a la compañera de toda una vida: «Acabas de cumplir 82 años. Sigues siendo tan bella, graciosa y deseable como cuando te conocí. Hace cincuenta años que vivimos juntos; y te amo más que nunca. Hace días te dije que había vuelto a enamorarme de ti. Y tu vida desbordante me hace feliz, abrazando tu cuerpo contra el mío».

      Gorz, el filósofo anti-comunista, el economista anticapitalista, el antiprofeta del proletariado desnudaba de esta forma su alma y en tiempos de contingencia, de falta de compromiso, de liquidez, plantaba cara a una hipotética soledad aferrándose, templado y sentimental, al único pilar que sostenía su vida: su mujer.

      Inevitable el acordarse de la Égloga III de Garcilaso, allí donde el español áureo escribía:

      Y aun no se me figura que me toca

      aqueste oficio solamente en vida,

      mas con la lengua muerta y fría en la boca

      pienso mover la voz a ti debida;

      libre mi alma de su estrecha roca,

      por el Estigio lago conducida,

      celebrando t´irá y aquel sonido

      hará parar las aguas del olvido.

      Para la historia política, para el pensamiento económico, para la literatura, la prensa y el pensamiento occidentales la figura de André Gorz será recordada por trabajos como Historia y enajenación, por la extraña e irresistible El traidor, obra a la que su admirado Sartre le dedicó un encomiástico prólogo de más de 40 páginas, por su condición de cofundador de Le Nouvel Observateur. Ahora, a la simple la historia de los hombres Gorz le añade un perturbador corolario, el de ser la prueba entrañable y entrañada de un compromiso personal sin ataduras ni fronteras.

      [30 de septiembre de 2007]

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