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las han probado o sufrido. En cualquier caso, siempre acaba llegándose a una pareja (el patriarca Abraham y su esposa Sara) de la que todos descienden (caso de los judíos biológicos) o a unos contenidos religiosos (como ocurre con los conversos) con los que se comulga.

      Ese pasado común a tantos judíos lo narré en otro libro (El pueblo judío en la Historia: desde los comienzos al Holocausto). En el presente volumen me he centrado en describir ―y a veces comentar― aspectos políticos (especialmente sobre el conflicto de Oriente Próximo y el estado de Israel), sociales (la situación de los judíos en Israel y en la diáspora), religiosos (las corrientes del judaísmo y algunas de las principales relaciones, semejanzas y diferencias entre las religiones monoteístas) y culturales (aportaciones grupales e individuales a la humanidad). Dichos aspectos, junto con ese conocimiento histórico que explica tantos hechos del presente, contribuirán a darnos, en mi opinión, una buena perspectiva global del pueblo judío en la actualidad.

      Acabo agradeciendo el interés que mis familiares y amigos han puesto durante la redacción de esta obra y los consejos y confianza de José Luis Ibáñez Salas, director editorial de Punto de Vista Editores, sello que, al igual que el volumen antes mencionado, publica también este libro.

      I. Origen y evolución del conflicto de Oriente Próximo

      Una carrera de obstáculos

      Ocurre con frecuencia entre los no judíos que cuesta comprender el valor especial de la tierra de Israel para muchos que sí lo son. Esa calurosa zona de Oriente Próximo fue durante siglos el hogar judío, el lugar donde el pueblo forjó su «personalidad» al acoger sus penas, alegrías y retos cotidianos. El judaísmo, desde luego, ha contribuido de forma decisiva a mantener y elevar el carácter de esos vínculos ―aunque sin concretarlos políticamente― al reconocer en ellos la voluntad divina. Sin embargo, a pesar de esa larga tradición histórica entre tierra y pueblo el judaísmo no ofreció una concreción política a dicho vínculo.

      La existencia del actual estado de Israel tendría que esperar al progresivo desarrollo del sionismo, corriente de pensamiento y de acción relativamente reciente que el diplomático israelí Jacob Tsur definió y contextualizó así hace unas décadas:

      «El sionismo es el movimiento de liberación nacional del pueblo judío. Se inserta en el gran proceso histórico de la emancipación de las naciones, que se inició en Europa, desde Italia a los Balcanes, en la primera mitad del siglo XIX, con las primeras revoluciones nacionales, y que culminó con la independencia de casi todos los pueblos de Asia y de África después de la Segunda Guerra Mundial.»

      Durante el siglo XIX la secularización ganó partidarios en muchas comunidades judías de Europa occidental y central. Mientras los que vivían en la zona oriental conservaban sus costumbres centenarias, trabajando en actividades agrarias casi como único medio de vida, entre sus hermanos del oeste creció el número de los que relegaron la educación religiosa para aprovechar la enseñanza laica de los gentiles e introducirse en sectores influyentes.

      Uno de los judíos que optaron por esa vía fue Theodor Herzl (1860-1904), fundador del sionismo político. Nacido en Budapest e instruido en Viena, donde conoció las dificultades que un judío debía superar para situarse en la sociedad, Herzl encontró en el periodismo un medio con el que ganarse la vida. Gracias precisamente a su actividad como corresponsal de un diario vienés en París, Herzl pudo vivir en directo las pasiones que levantó el caso Dreyfus. Además de esta experiencia, el conocimiento de las persecuciones antisemitas desencadenadas en Rusia, así como su percepción del ambiente de hostilidad hacia los judíos que se estaba creando en Alemania, le impulsaron a reconsiderar su apoyo a los judíos que abogaban por la asimilación.

      En 1896 Herzl publicó en Viena El Estado de los judíos, cuyas ideas dieron comienzo al sionismo político organizado. Según Herzl, el problema judío sólo encontraría solución definitiva con la creación, por medios políticos y diplomáticos, de un estado judío. La importancia dada al factor político no existía en otras concepciones sionistas aparecidas a mediados del siglo XIX. Así, Asher Guinzburg (1856-1927), que firmó sus obras con el nombre de Ahad Haam, había preconizado la necesidad de establecer en Israel no un hogar nacional o una casa común, sino un centro espiritual que reavivara en la conciencia judía el deseo de recuperar una identidad que podía perderse. Haam, padre del que contradictoriamente se ha llamado «sionismo espiritual», hizo una gran labor dirigida a reavivar en las comunidades hebreas la cultura y las costumbres de siempre.

      Anhelo por Sión

      La palabra “Sión”, de origen incierto, es utilizada cerca de 150 veces en la Biblia. En la primera de ellas (2 Sam, 7) Sión da nombre a una fortaleza de Jerusalén conquistada a los jebuseos por el rey David. Con el tiempo, Sión extendió su significado a la ciudad de Jerusalén y, más tarde, al conjunto de Tierra Santa. Los Profetas emplearon el término con sentido religioso, pero también nacional, preocupados como estaban por la supervivencia del pueblo. Terminada la Biblia, la palabra Sión continuó formando parte de la cultura judía (aggadot, oraciones, poesías y canciones) con el doble significado religioso y nacional.

      A partir de la segunda mitad del siglo XIX, el anhelo por Sión acabó impulsando a bastantes familias a establecerse en esa tierra. Unos cuantos escritores hicieron lo mismo (Jacob Fichman, Yehuda Karni, David Shimoni, Rachel Bluwstein, Uri Zvi Greenberg, Yitzhak Lamdan, Avraham Shlonsky y Levi Ben-Amiati, entre otros). Estas migraciones se produjeron pocos años después o paralelamente, según los casos, al impulso que experimentó el sionismo político con las obras de Edmund Eisler, Theodor Herzl, Edward Bellamy, Elhanan Leib Levinsky, Henry Pereira Mendes, Isaac Fernhof y Shalom Ben Avram.

      El sionismo político ejerció sin embargo mucha mayor influencia. Es cierto que las ideas de Herzl no gozaron de acogida inmediata entre los judíos de la Europa occidental y que encontraron incluso la oposición de personas destacadas, como algunos miembros de la familia Rothschild y el barón de Hirsch. Pero no sucedió lo mismo en los países de Europa oriental. En estos no se había producido ningún tipo de asimilación y los judíos continuaban unidos, viviendo pobremente como hicieron sus antepasados y sometidos además a una creciente oleada de pogromos. Por eso, los protagonistas de la primera aliyá o migración a Israel no sólo fueron judíos procedentes de Oriente Próximo (Yemen, por ejemplo), sino principalmente de Rusia.

      Aliyá

      Literalmente «ascenso», la palabra aliyá designa en este contexto la migración de judíos para establecerse en Israel. El término, popularizado a partir de la deportación de judíos a Babilonia en el siglo VI a.C., hace referencia a la aliyá la’reguel o peregrinación que los varones judíos, tres veces al año, debían hacer al Templo de Jerusalén. Tras su destrucción en el 70 d.C. dicha obligación fue abolida, aunque continuaron realizándose viajes a Jerusalén.

      En el impulso a la creación del estado de Israel fueron determinantes los congresos sionistas. El primero, celebrado en Suiza en 1897, aprobó el llamado «programa de Basilea», en el que se establecía como interés prioritario del sionismo «crear para el pueblo judío un hogar en Palestina asegurado por el derecho internacional». El planteamiento era, desde luego, totalmente novedoso. En aquellos momentos, además, ese hogar imaginario no era más que una pequeña parte del Imperio otomano, al que pertenecía desde el siglo XV, alejado del centro de decisión turco y con escaso interés económico. Poco poblado, vivían allí principalmente árabes dedicados a labores agrarias y sin gobierno propio.

      Herzl, convertido ya en presidente de la Organización Sionista Mundial, trató en vano de conseguir del gobierno turco una carta (charter) que permitiera a los judíos realizar una colonización masiva en Palestina. Desilusionado y presionado por la brutalidad de los pogromos en Rusia, y buscando como fuera un refugio frente al antisemitismo, Herzl aceptó otros lugares para hacer realidad sus sueños: el desierto del Sinaí y Uganda, áreas dependientes de Gran Bretaña. También llegó a considerarse Argentina. Sin embargo, estos planes terminaron abandonándose. Era lógico porque a través de los siglos el pueblo judío siempre había manifestado, como afirman los historiadores Shlomo Ben Ami y Zvi Medin, un «nexo esencial con la Tierra de Israel».

      Herzl

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