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Pero ¿quiénes eran los fatimíes?

      Los fatimíes eran los miembros de una secta del siísmo ismailí o septimano. En efecto, el radicalismo legitimista y socialmente revolucionario del siísmo quedó a mediados del siglo VIII dividido en dos grandes bloques. Uno de ellos, el minoritario, es el del ismailismo. Sus miembros creían que Ismâ’îl, séptimo imam descendiente en línea directa de Alí, se había ocultado a los ojos de los hombres para reaparecer al final de los tiempos en forma de mahdi, una especie de mesías escatológico encargado de reconciliar a la humanidad con Dios a través de la restauración final y definitiva de los valores de justicia e igualdad propios del islam. Los ismailíes –los gulat o exagerados, como gustaban calificarlos sus enemigos–, tendieron a una progresiva sectarización de sus adeptos. Una de las sectas en que pronto se dividieron fue la de los fatimíes, especiales reivindicadores de la legitimidad profética a través de la figura de Fátima, única hija superviviente del Profeta y mujer de Alí.

      El radicalismo fatimí acentuaba el carácter apocalíptico del movimiento sií, y al tiempo que reivindicaba una mejora social para el conjunto de los musulmanes, mostraba sus contradicciones a la hora de valorar el papel de la mujer en la sociedad: el respeto hacia ella debía manifestarse en la eliminación de todo trato discriminatorio por razón de herencia y también en la evitación de la poligamia, pero como ocurría entre el resto de los musulmanes, y quizá en mayor medida, en ningún caso la mujer podía ejercer el más mínimo protagonismo social fuera del hogar familiar.

      Los fatimíes construyeron a principios del siglo X un primer ensayo político de envergadura en las regiones centrales del norte de África, pero muy pronto, antes de finalizar la centuria, se instalaron en Egipto, creando un renovado califato con capital en El Cairo, la ciudad de “la Victoria” –al-Qahira–, levantada entonces junto al viejo emporio de Fustat. Desde un principio el califato fatimí egipcio hizo descansar su compleja arquitectura sobre dos ejes fundamentales: el particular perfil religioso de su califa, y la extraordinaria vocación expansiva del régimen.

      Los califas preferían usar el título de imam o líder religioso, y tenían plena autoridad para definir doctrina; a fin de cuentas, eran partícipes de la emanación creadora de Dios. Su poder, por consiguiente, era absoluto, y nada ni nadie podía limitarlo. Tampoco era necesario, porque la chispa divina que se albergaba en el imam y que le convertía en inspirado, le hacía inevitablemente justo e infalible. Ello explica que su acceso al poder fuera exclusiva decisión de su predecesor, que solo revelaba su voluntad en el último minuto, sin que ningún consejo o instancia representativa participara en una formal confirmación. Esta doctrina de Estado –que, aunque desde luego excepcionalmente, llevará a alguno de sus titulares, en concreto al mencionado al-Hâkim, a ser considerado como una auténtica divinidad–, se traducía, como no podía ser de otro modo, en un lujo y un fasto que, influido por la tradicional cultura egipcia, superaba al de los abbasíes.

      Otra manifestación de esa misma doctrina es la fuerte centralización administrativa alcanzada, llegando en el terreno económico a un cierto dirigismo, cuyo teórico fin social, en consonancia con los principios ismailitas, era alcanzar cotas de cierta nivelación entre la población. Shaban, por ejemplo, opina que en materia de comercio interior, la sistemática aplicación de tasas y aranceles sobre productos y operaciones mercantiles, tenía este objetivo, ya que al gravarse el gasto y el consumo de quienes estaban en condiciones de llevarlo a cabo, según tarifas meticulosamente establecidas, se obtenían rentas trasvasables a otros sectores menos afortunados.

      Hay que decir, por otra parte, que esta teocracia –salvo excepciones que corresponden al divinizado califa al-Hâkim– no se tradujo en políticas excluyentes respecto a súbditos no ismailíes. Conscientes de que gobernaban sobre una población mayoritariamente sunní, los fatimíes ejercieron para con ellos una política de respeto y tolerancia. Ello explica que el mensaje ismailí, reducido a un círculo minoritario de iniciados en sus esotéricas proposiciones, no haya dejado huella duradera en Egipto pese a sus dos siglos de dominación. Tampoco cristianos y judíos fueron por lo general marginados, siendo ampliamente utilizados en la administración, especialmente en la tributaria, lo que acabó generando cierto sentimiento de rechazo popular hacia esas minorías.

      También la vocación expansiva fue característica del nuevo régimen. Se encargaba de prepararla un curioso sistema de propaganda misional establecida desde el gobierno, y la posibilitaba la organización de un poderoso ejército, aunque no siempre bien trabado. Pero junto a los factores religioso y militar, la expansión egipcia cuenta con una dimensión comercial de extraordinaria importancia y quizá uno de los elementos más característicos del régimen.

      El sistema de propaganda exterior –ya hemos aludido a que en el interior el califato renunció a tareas proselitistas– corría a cargo de una poderosa red de misioneros que, según la tradición ismailí, recibían el nombre de duat [singular: dai]. Su labor propagandista tenía por objeto preparar la conquista egipcia a través de la extensión previa del mensaje ismailí. Los duat, dependientes directamente del Gobierno, recibían su adoctrinamiento en la mezquita cairota de al-Azhar, y desde sus lugares de destino, mantenían una constante comunicación con la capital del califato. Por su parte, el ejército egipcio estaba compuesto por un heterogéneo conjunto de grupos étnicos –bereberes, sudaneses, árabes, cristianos armenios, turcos...– que, pese a conformar un impresionante contingente, acabaría siendo factor de inestabilidad interna. Hasta entonces, la autoridad fatimí –aunque ciertamente de manera no muy sólida– estuvo presente en la franja costera sirio-palestina, y lo haría prácticamente hasta el inicio de las cruzadas.

      El Egipto fatimí, además, desarrolla una extraordinaria actividad comercial exterior que se veía facilitada por el control de las rutas transaharianas y la obtención, a través de ellas, de ingentes cantidades de oro sudanés. Fueron ejes de atención fatimí tanto el Mediterráneo como el Mar Rojo. En relación al Mediterráneo, hay que destacar la presencia de mercaderes italianos de Amalfi, Génova y Venecia en El Cairo (cerca de 300 amalfitanos se hallaban ya en la capital poco después de la conquista), en Alejandría y Damietta. Buscaban, entre otros productos, lino, papel, azúcar y el preciado alumbre del sur de Egipto. Llegaban también a los puertos sirios de acceso a Palestina. De sobra conocida es la historia de los comerciantes amalfitanos que hacia 1070 levantaron en Jerusalén un monasterio, el de Santa María La Latina, y un hospial adjunto, que sería núcleo originario de la orden militar de los hospitalarios y que se erigía ahora frente al recién reconstruido templo del Santo Sepulcro, todo ello bajo la protección de las autoridades fatimíes. En cuanto al Mar Rojo, hay que decir que el régimen egipcio se encontró con una coyuntura favorable: el comercio a gran escala abandonaba el Golfo Pérsico y se trasladaba al Mar Rojo, donde a partir de este momento recalará la ruta de conexión con la India. Este trasvase cuenta con dos factores explicativos: por un lado, la decadencia económica de Bagdad y del imperio abbasí, y, por otro lado, la circunstancia fortuita de que un terremoto provocara la ruina irreversible del puerto iraní de Siraf. Gran parte de esta actividad comercial del siglo XI nos es bien conocida gracias al hallazgo en una geniza judía de El Cairo (dependencia de almacenaje aneja a las sinagogas) de una ingente cantidad de documentos comerciales, que los judíos guardaban por llevar impresas en sus encabezamientos las correspondientes invocaciones divinas.

      Desde un punto de vista estrictamente político, la evolución del régimen egipcio contempla desde fechas tempranas inequívocos síntomas de fragilidad estructural. Dada la extraordinaria carga ideológica del sistema, esos síntomas se expresan en forma de cismas religiosos, pero tras ellos, sin duda, se adivinan complejas y contradictorias realidades de orden político.

      El primero de esos cismas es el que dio lugar a un movimiento que todavía existe en la actualidad, el de los drusos, un movimiento desvinculado desde muy pronto de las esencias del islam. El cisma tiene su origen en el califato, que ya conocemos, del polémico al-Hâkim (996-1021). Las fragmentarias fuentes que nos permiten reconstruir la etapa de su gobierno nos lo presentan como un auténtico desequilibrado. Probablemente sería preciso matizar esta aseveración, pero el intermitente fanatismo mostrado por

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