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XI. Roberto Guiscardo, reconocido como duque de Apulia y Calabria por el papa y aceptando una formal dependencia respecto a éste, expulsó a los bizantinos del sur de Italia y diseñó el plan de ocupación de la Sicilia musulmana, todo ello sirviendo al vexillum sancti Petri, bajo la soberanía pontificia y, según vimos en su momento, con la inapreciable y milagrosa ayuda de san Jorge. Las operaciones, iniciadas bajo el pontificado de Alejandro II no concluyeron hasta 1091. Pues bien, pocos años antes, en 1087 concretamente, el vexillum sancti Petri había sido confiado, en esta ocasión por Víctor III, a genoveses y pisanos, que en aquella fecha y en nombre del papa ocupaban la plaza norteafricana de Mahdia en tierras de la actual Tunicia; parte del inmenso botín obtenido entonces fue invertido en la construcción de la catedral de Pisa.

      La segunda modalidad de reconquista cristiana es la que tiene por objeto no tanto la conquista de un territorio como la mera restauración de la autoridad eclesiástica del papa en él. Cabe situar en esta perspectiva la invasión normanda de Inglaterra por Guillermo el Conquistador en 1066. Guillermo fue el medio utilizado por el papa para introducir la reforma pontificia en una Inglaterra de tibia cristianización y refractaria al centralismo papal. Pues bien, parece que el vexillum sancti Petri fue también en esta ocasión enarbolado.

      Una última modalidad, la más compleja, es la que pretende combinar la reconquista material con vistas al restablecimiento de la soberanía papal con estrategias destinadas a la normalización de la autoridad eclesiástica en la zona. Un primer ejemplo podría ser el de la fugaz toma de Barbastro de 1064. Se trata, como sabemos, de una expedición que contaba con todas las bendiciones del papa Alejandro II y que no pocos historiadores han considerado una auténtica cruzada, quizá la primera propiamente dicha de la historia. El tema es discutible, lo que no lo es, en cambio, es la participación en la ofensiva de nobles aragoneses y catalanes a los que se sumaron numerosos caballeros francos provenientes de Aquitania, Normandía, Champaña y Borgoña. El objetivo último de la expedición era consolidar el debilitado reino de Aragón y a su titular Sancho Ramírez, pero la factura del papa no tardaría en materializarse: en 1068 el monarca aragonés entregaba su reino a la Sede Apostólica recibiéndolo, a cambio, en calidad de feudo, y solo dos años después, en 1070, el nuevo vasallo pontificio autorizaba la introducción del rito romano en sus dominios.

      El ejemplo más claro de esta última modalidad es, sin embargo, el de la ambigua guerra santa decretada en 1073 por el papa Gregorio VII en territorios castellano-leoneses y nunca llevada a cabo. La documentación sobre el particular, dirigida a los nobles francos, pone de relieve cuatro hechos de sumo interés:

      – Lo que el papa denomina como regnum Hyspanie era propiedad de la Sede Apostólica y ahora se hallaba ocupado por los musulmanes.

      – La dirección de la empresa era entregada a un noble muy cercano a la curia, el conde Ebles de Roucy, yerno de Roberto Guiscardo y cuñado y primo del rey Sancho Ramírez, vasallo del papa, como acabamos de ver, desde 1068.

      – La empresa se halla vinculada a la legación de un representante papal de significado curriculum reformista, el cardenal Hugo Cándido, responsable de la introducción del rito romano en la Península.

      – Todo este plan se verifica de espaldas al rey Alfonso VI, reticente a los objetivos normalizadores del papa –aunque no a la introducción de la liturgia romana– y, sobre todo, contradictor de la soberanía pontificia sobre la Península.

      La cruzada, como hemos indicado, es una forma evolucionada de guerra santa pontificia, distinta de la modalidad de reconquista cristiana. Debemos fundamentalmente a Jean Flori la perfecta delimitación conceptual entre ambas y una acabada caracterización de la segunda. Dicha caracterización pasa por la existencia de tres elementos novedosos respecto a la reconquista cristiana.

      La cruzada, en primer lugar, es una guerra promovida por el papa, no en cuanto obispo de Roma y responsable del Patrimonium Petri, sino como cabeza de la cristiandad. El objetivo de la cruzada no es defender sus propios intereses o los de la Iglesia de Roma en cuanto tal, sino que se orienta a la defensa de la cristiandad en su conjunto, y es a toda ella a la que, en nombre de Dios, se destina su convocatoria y no solo a los vasallos de san Pedro.

      La cruzada, en segundo lugar, se dirige a la liberación de Jerusalén y de cuantos símbolos de la Tierra Santa cristiana han sido mancillados por el infiel. La recuperación de los Lugares Santos, objetivo prioritario y concreto de la cruzada, es condición necesaria para la rehabilitación del honor de Dios, y también para el perdón de los hombres cuyos pecados no son ajenos a la desastrosa amenaza que sufre la cristiandad. Por ello, la cruzada debe entenderse como una forma de peregrinaje redentor, un peregrinaje armado que, en el esfuerzo penitencial, encuentra la salvación de quienes lo asumen.

      La cruzada, en tercer lugar y quizá sobre todo, posee una dimensión esencialmente escatológica. De un modo u otro se vincula a la venganza definitiva de Dios, que erradicará la increencia, derrocará al Anticristo y establecerá el definitivo reinado de Dios sobre la tierra. Pero todo ello ha de ocurrir al final de los tiempos, cuando el poder de Dios haga coincidir la Jerusalén terrestre con la Jerusalén bajada del cielo, en la que, según el Apocalipsis, “no entrará nada manchado” (Ap 21,27). Por eso el acceso a ella debe ir precedido por la purificadora experiencia del peregrinaje liberador. Esta dimensión escatológica, como veremos muy pronto, está sin duda presente entre los seguidores de la cruzada popular de Pedro el Ermitaño, pero con toda probabilidad lo estuvo también de modo específico en la convocatoria papal de Urbano II.

      Es precisamente el incumplimiento de esta importante dimensión escatológica la que obligó a redefinir de una forma inmediata el sentido y la naturaleza originarias de la cruzada. Ésta siguió respondiendo al llamamiento universal del papa en tanto responsable del conjunto de la cristiandad y siguió haciendo de la recuperación definitiva de la Tierra Santa su principal preocupación, pero obviamente su carácter absoluto en cuanto campaña única y definitiva que daba cumplimiento a la historia se relativizó: la cruzada se reinstaló en la historia, se aplicó a realidades espaciales desvinculadas de Jerusalén, se acomodó al realismo juridicista de los cánones y, sobre todo, redefinió sus planteamientos.

      En efecto, como tendremos ocasión de ver con más calma, a partir del mismo momento de la toma de Jerusalén en 1099 el movimiento cruzado tendió a universalizar sus objetivos. La conquista de la Ciudad Santa hizo despertar de sus ensoñaciones a los cristianos descubriendo a sus ojos que no se hallaban ante el receptáculo mismo del Reino de Dios sino ante las fauces de un peligroso enemigo, el islam, cuyos tentáculos rodeaban una buena parte de las costas mediterráneas y amenazaban en sus propias bases la seguridad misma de la cristiandad. La virulencia con que al otro lado del Mediterráneo, en la Península Ibérica, se mostraba entonces el movimiento integrista de los almorávides norteafricanos lo ponía crudamente de manifiesto.

      Por ello no es extraño que desde muy pronto se empezaran a realizar las primeras equiparaciones entre la cruzada palestina y la guerra reconquistadora que se desarrollaba en la Península Ibérica. A decir verdad, y de modo absolutamente excepcional, esas equiparaciones, tal y como tendremos ocasión de ver más adelante, se encuentran ya en la documentación de Urbano II posterior a la convocatoria de Clermont, y las reitera Pascual II en 1100 y 1101, pero sería un poco más adelante, en 1123, cuando el I Concilio Lateranense indentificará plena y canónicamente la cruzada jerosolimitana con la hispánica; incluso el componente de iter o peregrinaje redentor sería considerado común a los objetivos de las dos realidades geográficas. De hecho, el PseudoTurpín, una antigua crónica atribuida al legendario arzobispo de la Chanson de Roland, al que ya conocemos, no duda en presentar la intervención de Carlomagno en España como la respuesta del emperador a una invitación del apóstol Santiago a que verificase un peregrinaje militar que liberaría su tumba de los invasores sarracenos y que le garantizaría la corona de los santos.

      La desaparición del señuelo escatológico obligó también a las autoridades eclesiásticas a practicar un

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