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años con una súbita explosión, el Big Bang. Allí, en ese mismo instante, tuvieron su origen el tiempo y el espacio, y la materia y la energía, antes concentradas en un punto sin dimensiones, iniciaron una expansión que ya nunca se detendría.

      Poco a poco, la materia primigenia fue concentrándose. Surgieron primero los átomos más simples, los de hidrógeno, y la gravedad fue acercándolos entre sí hasta que su extrema proximidad y las colisiones incesantes entre ellos empezaron a unirlos para crear elementos más pesados, generando en el proceso una luz cegadora y un inmenso calor. La gravedad y el calor se compensaron y dieron lugar a objetos de forma más o menos esférica. Así surgieron las estrellas.

      Como los seres vivos, las estrellas nacen, envejecen y mueren. De sus restos surgen otras nuevas, más calientes y densas, y los átomos que producen, sencillos y ligeros al principio, van haciéndose más complejos y pesados. Junto al hidrógeno y el helio surge el oxígeno, el carbono, el hierro… Así, en esos hornos colosales, se cuecen los ladrillos con los que la naturaleza construye todos los seres que conocemos, vivos o no.

      Pero la vida no podría existir en la superficie de unos astros tan calientes. Por fortuna, a veces las estrellas no están solas. Cuando nacen, en la intimidad de las nubes de gas y polvo cósmico, algunas vienen al mundo acompañadas de un séquito de objetos más pequeños y oscuros, privados, a diferencia de ellas, del don de producir luz y calor. Atraídos por su masa, inician al punto una danza eterna a su alrededor. Condenados a errar para siempre, merecen sin duda el nombre que les dieron los antiguos griegos: planetas, esto es, vagabundos.

      Sabemos que en al menos uno de esos planetas, el que nosotros llamamos Tierra, la materia inerte dio origen a la vida. En un océano inhóspito, hace miles de millones de años, algunas moléculas complejas se aislaron de su entorno mediante una membrana protectora, aprendieron a tomar de él las sustancias que requerían y, en fin, hallaron la forma de hacer copias de sí mismas. Así comenzó la vida.

      Fue sólo el principio. Con el transcurrir del tiempo, la naturaleza impuso sus leyes inclementes, forzando a los seres vivos a cambiar sin cesar para adaptarse al entorno y obligándolos a desaparecer cuando no lo lograban. Sus experimentos biológicos, bajo la forma de caprichosas mutaciones, terminaban a veces en vía muerta. Pero en otras ocasiones el azar producía individuos superiores, especies nuevas, más aptas para sobrevivir en un entorno siempre cambiante, y la vida se extendía por doquier, conquistando desde los desiertos más áridos a las selvas más impenetrables, desde el fondo de los océanos a las más elevadas cumbres.

      Y al fin, después de cientos de millones de años de evolución, apareció sobre la faz de la Tierra una especie distinta de todas las demás, aunque sometida a sus mismas leyes. Una especie cuyos individuos eran capaces de erguirse sobre sus extremidades inferiores, liberando así las superiores para crear y manipular objetos. Una especie cuyos miembros poseían un cerebro enorme en relación con su tamaño, y tan complejo que no sólo podía concebir entes que no se veían ni se tocaban, sino que incluso podía darle un nombre a las cosas, los sentimientos y las acciones y, valiéndose de sonidos reconocibles, trasmitirlo a los otros individuos, haciendo así posible un grado de cooperación impensable para cualquier otro género de seres vivos.

      Y esa especie miró un día al cielo y se preguntó qué podían ser aquellos puntos brillantes que titilaban en la oscuridad de la noche. Tardamos mucho en entenderlo, aunque muy poco en intuirlo. Sin duda acertaba Vincent van Gogh, un espíritu tan genial como atormentado, al decir que cuando sentía una terrible necesidad de religión salía al campo de noche y pintaba las estrellas. En ellas se halla el origen de todo lo que conocemos y de nosotros mismos. No es, pues, exagerado afirmar que somos polvo de estrellas.

      El alba de la humanidad

      Pero ésta no es una historia de las estrellas, sino una historia de la humanidad o, al menos, de una gran parte de ella. De modo que, por mucho que nos duela, debemos apartar nuestra vista del cielo y fijarla con atención en la tierra, ya que en ella encontraremos, marcadas sobre el barro endurecido por el paso del tiempo, las primeras huellas de nuestra especie.

      Nuestros primeros antepasados, parientes cercanos de los grandes simios, eran muy diferentes a nosotros, tanto que no los consideramos todavía humanos. Sabían ya, eso sí, alzarse sobre sus extremidades inferiores, e incluso caminaban con ellas, sin necesidad de apoyarse de tanto en tanto en sus brazos, como aún hoy hacen nuestros primos los chimpancés y los gorilas. Pero es todo lo que podían hacer. Que sepamos, carecían por completo de la capacidad de fabricar objetos y, desde luego, eran incapaces de producir un lenguaje articulado con el que transmitir pensamientos complejos. Quizá no les hacía falta. El medio en el que vivían, los frondosos y húmedos bosques del continente africano, les ofrecía comida en abundancia, así que no tenían razón alguna para abandonarlo ni un motivo que les impulsara a cambiar. Se alimentaban de frutas, brotes, tallos tiernos e incluso hojas frescas. Su cuerpo era frágil y pequeño, al igual que su cerebro, todavía poco evolucionado, y su vida, tranquila, siempre que se mantuvieran en la espesura, a salvo de los carnívoros depredadores. Tenían, por tanto, poco con lo que impresionar a los científicos que descubrieron sus restos, que, quizá por ello, los denominaron Australopitecos, es decir, simios meridionales.

      Durante cientos de miles, incluso millones de años, apenas hubo cambios. Después, el clima fue haciéndose menos lluvioso. El bosque húmedo dejó paso al bosque seco y luego, simplemente, retrocedió, y nuestros antepasados tuvieron que adaptarse a un nuevo entorno. La sabana, rica en hierba y matorrales, pero no en árboles, ofrecía menos comida y mucha menos seguridad. La naturaleza ensayó respuestas diferentes ante los nuevos retos. Probó primero a fortalecer el aparato masticador de los homínidos, haciéndolo apto para triturar sin dificultad raíces y frutos más duros. Pero este camino de la evolución, que dio origen a los robustos Parantropos, resultó ser un callejón sin salida. No eran las mandíbulas, sino el cerebro, el órgano que debía incrementar su tamaño.

      Fue un crecimiento lento. La primera especie humana, el denominado Homo habilis, apenas contaba con un cerebro un poco mayor que el de sus antecesores. Pero se trataba de un cerebro mejor. Su corteza, el lugar donde reside la capacidad de comunicación, se hallaba mucho más desarrollada, lo que le permitía alcanzar un grado de cooperación entre individuos impensable para los Australopitecos. No fue el único avance. La alimentación del modesto Homo habilis incluía ya la carne, quizá robada de las fauces de voraces depredadores, o con mayor probabilidad simplemente obtenida de las carroñas que estos abandonaban tras sus festines, pero sin duda presente en su dieta, y con ella las proteínas que garantizaban alimento a un cerebro que no dejaría ya de crecer.

      No es, empero, por su cerebro ni por sus preferencias gastronómicas por lo que este pequeño antepasado nuestro tiene el honor de ser considerado el primer hombre. La razón está en sus manos. Con ellas era ya capaz de fabricar herramientas de las que se valía para hacer más sencillas sus tareas cotidianas. No se trataba todavía de útiles muy complejos, sino de modestos cantos trabajados mediante golpes para obtener un filo cortante. Tampoco parece que el Homo habilis fuera capaz de concebir en su mente la forma que después daba a la piedra. Pero era un paso fundamental que ninguna otra especie ha dado jamás. Dos millones de años antes del presente, el hombre, que había inventado la tecnología, se preparaba para someter a la naturaleza.

      El crecimiento del cerebro, la mejora de la dieta y el progreso de la técnica caminaron ya siempre de la mano. Los sucesores del Homo habilis aprendieron a cazar, de modo que la carne se convirtió en un alimento cada vez más abundante. Mejor nutridos, gozaron de un cerebro más grande y un cuerpo más fuerte. Más inteligentes, se mostraron capaces de desarrollar útiles más especializados, un lenguaje más rico y una organización social más compleja. Más seguros frente a sus enemigos, vivían más tiempo y podían reproducirse más, colonizando una tras otra nuevas regiones hasta que la mayor parte del planeta fue suyo.

      Pero el hombre hubo de recorrer un camino tortuoso y lento para lograrlo. Varias especies humanas tuvieron su oportunidad y todas ellas terminaron por extinguirse. El africano Homo ergaster y Homo erectus, su heredero asiático, que vivieron hasta hace unos doscientos mil años en los espacios abiertos del Viejo Mundo, eran ya capaces de concebir previamente

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