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participación que el voto, por aclamación y sin deliberación alguna. Fuera de la comunidad política, los periecos, artesanos y comerciantes que habitan los alrededores de la ciudad, y los ilotas, campesinos sometidos, son objeto del desprecio universal de los orgullosos espartanos.

      Atenas y Esparta, dos mundos en uno, Jano bifronte del alma helena, parecen capaces, por un momento, de colaborar desde la diferencia en la defensa de la civilización común. Así lo hacen frente al invasor persa, que trata de enseñorearse de Grecia a comienzos del siglo V a. C. Luego, concluidas las Guerras Médicas con la derrota de los persas, humillados una y otra vez, en Maratón, en Salamina, en Platea y Micala, cuando la colaboración ya no es necesaria, quizá queda, si no la amistad, la coexistencia. Atenas, elevada bajo la égida de Pericles al culmen de su esplendor económico y cultural, pacta con los espartanos una paz de treinta años. La capital del Ática brilla entonces con luz propia. Ornada por las obras de Fidias, entretenida por las comedias de Aristófanes, conmovida por las tragedias de Sófocles y Eurípides, iluminada por el pensamiento de Protágoras, de Gorgias, de Sócrates, de Platón, Grecia entera se mira en ella como en un espejo que le devuelve, embellecida, su propia imagen. Para muchos griegos, su hegemonía es algo natural, lógico, un fruto de la evidente superioridad de su cultura. No para Esparta. La paz no es posible porque es la paz de Atenas, la supremacía incontestable de una forma de ser griego sobre la otra, de la democracia sobre la oligarquía. La guerra fría deja pronto paso al enfrentamiento directo. Grecia se parte en dos. La llamada Guerra del Peloponeso, en el último tercio del siglo cuarto antes de nuestra era, poseerá todo el encarnizamiento característico de una lucha de ideas, una guerra total, que sólo concluye, agonizante ya la centuria, cuando Esparta sale victoriosa. Luego las hegemonías se suceden. Tebas hereda la primacía espartana; Atenas ansía la grandeza perdida. Los conflictos se encadenan. Grecia está exhausta. Sus campos, arruinados, expulsan al campesino hambriento hacia la ciudad en busca de pan y de trabajo. Y la ciudad, superpoblada, no puede ofrecer ni uno ni el otro. La artesanía se encuentra en crisis; el comercio languidece. La polis, antaño orgullosa, paga así el precio de su obstinación.

      El retorno de los reyes

      Y mientras, más al norte, en la Macedonia que los griegos desprecian como tierra apenas civilizada, una fuerte monarquía afila sus armas. Su rey, Filipo II, acaricia sueños de conquista. Espera unir a los griegos bajo su mando y lanzar su fuerza renovada contra el viejo enemigo persa, sometiéndolo en su propia casa, vengando así los agravios pasados. Su talento militar, apoyado en sus invencibles falanges, subyuga a sus debilitados y divididos vecinos del sur. Filipo dispone entonces un ejército de diez mil hombres y pone sus ojos sobre Asia Menor. La muerte le sorprende cuando cree ya tocar con la mano el sueño por el que tanto ha luchado. Será su hijo, Alejandro, favorito de la fortuna, el llamado a realizarlo.

      Alejandro pone orden en casa antes de visitar la ajena. Los griegos, que sólo ven su juventud, excitados por la brillante oratoria del ateniense Demóstenes, creen llegado el momento de rebelarse. Pronto habrán de suplicar el perdón del joven rey. El cachorro de Filipo en nada desmerece la energía de su padre y aun le aventaja en talento y determinación. En tan sólo diez años, poderoso y fulminante como un rayo, atraviesa Persia de un extremo al otro; derrota una y otra vez a los ejércitos inmensos que el Gran Rey envía contra él, en el Gránico, en Isos, en Gaugamela, y se apropia por derecho de conquista de aquel imperio colosal que abarca desde Grecia hasta el Indo, desde Egipto hasta el Caspio.

      No le basta. Alejandro no es un hombre al uso. No conquista para satisfacer sus anhelos de grandeza, para destruir, sino para transformar, para crear. Por eso modela en su mente un mundo nuevo, una civilización distinta, que ha de nacer del abrazo fecundo de Oriente y Occidente. Y, transmutado en demiurgo, la hace nacer, le insufla vida. Funda ciudades, diseña caminos, reanima rutas comerciales, hace circular la moneda, impulsa la artesanía y los intercambios y da a conocer a los griegos aquellas tierras lejanas que describen sus geógrafos y naturalistas.

      Pero se trata de un imposible. Pueblos tan diversos en raza, lengua y cultura, separados por distancias tan inmensas, sólo podían permanecer unidos bajo la mano firme de un hombre excepcional. A su muerte, inesperada, prematura, el imperio, que no tiene otro nombre que el suyo propio, se desmorona y de sus ruinas brotan reinos nuevos. Seleuco, Casandro, Antígono, Tolomeo, ayer generales, compañeros de Alejandro, son hoy reyes, soberanos de estados colosales, fundadores de dinastías griegas llamadas a reinar sobre súbditos orientales.

      Sin embargo, Alejandro no había soñado en balde. Sus conquistas rompieron para siempre la barrera invisible que durante milenios había separado Oriente y Occidente. Su voluntad indomable dejó ya abiertas por mucho tiempo para los griegos las puertas del comercio con ese lado del mundo, desplegando ante sus espíritus emprendedores materias primas y mercados de una riqueza inconcebible. Atraídos por una fuerza tan intensa, emigraron por millares, poblando una tras otra las numerosas ciudades que el joven monarca y sus sucesores sembraron desde Egipto a la India, llevando con ellos el fermento de su cultura, que germinaría con asombrosa vitalidad, galvanizando el desarrollo de regiones enteras. Las monarquías helenísticas, al fundir de algún modo las tradiciones de Oriente y Occidente, parecieron realizar el sueño de Alejandro. Su esplendor económico, científico, cultural y artístico permitía augurar que la cuenca oriental del Mediterráneo conservaría su papel de conductora de los avances de la humanidad. Sin embargo, no fue esto lo que sucedió. Sería Occidente, y no Oriente, el llamado a liderar el progreso de los hombres.

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