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Víctimas del absolutismo. José Luis Gómez Urdáñez
Читать онлайн.Название Víctimas del absolutismo
Год выпуска 0
isbn 9788418322150
Автор произведения José Luis Gómez Urdáñez
Жанр Документальная литература
Издательство Bookwire
Sin embargo, en la dedicatoria a Fernando VI, todas las grandes obras que citaba Feijoo, «la gran maravilla del Reinado de Vuestra Majestad», eran las que estaba llevando a cabo Ensenada, quizás con la sola excepción de «promover más y más cada día las fábricas», asunto del que se ocupaba Carvajal, aunque siempre con Ensenada encima, pues las reales fábricas de Carvajal iban a la ruina. Feijoo se asombraba de que el «régimen que hay ahora es el que nunca hubo. Así se ven los efectos de él». Estos efectos eran «amontonar materiales para aumentar la Marina», más fábricas, «fortificar los puertos y fabricar, en El Ferrol, Cartagena y Cádiz, unos amplísimos arsenales», obras públicas, «romper montañas para hacer más tratables y compendiosos los caminos», canales como el de Castilla,
abrir acequias, engrosar el comercio con la formación de varias compañías, establecer escuelas para la náutica, para la artillería, y todo lo demás que deben saber los oficiales de Marina, formar una insigne de cirugía, debajo de la dirección del célebre maestro de ella don Pedro Virgilio, pagar exactamente los sueldos, satisfacer hasta el último maravedí los caudales anticipados por los recaudadores. Vemos consignados anualmente cien mil escudos de vellón para extinguir las deudas contraídas por el difunto padre de V. M., atraer con el cebo de gruesos estipendios varios insignes artífices extranjeros, ya de pintura, ya de estatuaria, ya de las tres arquitecturas, civil, militar y náutica, ya de otras artes.
Esos son los grandes proyectos de Ensenada, entre los que Feijoo cita también el más importante de todos, el catastro: «Trabajar en la grande y utilísima obra de reglar la contribución de los vasallos a proporción de sus respectivas haciendas».
El catastro, el proyecto más ilustrado del siglo por lo que tenía de fermento antifeudal, provocó de nuevo que Feijoo se arriesgara ante Ensenada, pues reflejó las dificultades técnicas, el coste de la operación, que era una de las críticas que ya empezaba a circular contra el vasto plan de catastrar las Castillas: «Lo que a mi entender no podrá perfeccionarse sin grandes gastos», añadía Feijoo. A Ensenada no le debió gustar nada que el fraile se metiera en estos asuntos, pues, cuando ya sabía que la operación del catastro iba a fracasar, le dijo a su querido amigo el cardenal Valenti Gonzaga: «No hay para mí cosa más dolorosa que mudar de concepto ya antiguo, porque lo que es efecto de la razón se suele atribuir a inconstancia del ánimo».
Así que ya en las primeras páginas del más polémico libro, este tomo III de las Cartas eruditas, el padre entraba de lleno en la política partidista. Sabía por Sarmiento todo lo que ocurría en la Corte, pero también se lo había insinuado el padre Flórez en su carta, que Feijoo había incluido en el tomo anterior, en la que le hablaba claramente del otro partido: «Obligando a envidiar el todo de su modo de probar y discurrir, aún a aquellos que son de otro partido, en lo que está sujeto a variedad».
Feijoo, en lo más alto de la estimación regia, podía estar tranquilo. Incluso los del otro partido «envidiaban su modo de probar y discurrir». Además, estaba Rávago, que impediría que las cosas fueran a mayores arriba, con el amo. Rávago empleaba toda su astucia con el rey: «Y para consolarle, añadí —le decía a Portocarrero en noviembre de 1749— y le gustó mucho, que yo no sabía cuál fuera peor para un Estado, si la unión o desunión de sus ministros, no siendo ellos muy santos; porque si están muy unidos se cubren unos a otros, y nunca llegan a saberse sus yerros». En realidad, el confesor le dijo a Fernando VI lo mismo que pensaba Felipe II.
La francofobia de Feijoo y la reacción ensenadista
Pero había un límite que no se podía rebasar, pues antes de nada estaba la estrategia político-militar —dos pactos de familia ya— y aún más, la construcción de la nueva monarquía fernandina, que obviamente estaba coronada por la casa de Borbón y que encarnaba el primer Borbón español, un rey español que, sin embargo, repetía a menudo «soy Borbón», pues nada le enojaba más que ser menos ante sus primos franceses. Como decía el marqués de Villarías: «Los estímulos de la sangre hacen su oficio». En definitiva, ni siquiera gozando del «real agrado» se podía criticar al gran Luis XIV, como hizo Feijoo en este tercer tomo. Aunque corrieran por Madrid todo tipo de críticas contra los franceses, lo políticamente correcto era hacer como Ensenada, que le decía a su confidente, la marquesa de Salas, en 1744, que le importaba «maldita la cosa ni el que escriba o no chismes a la corte (el embajador francés), cuando mis amos me conocen y tienen reiteradas pruebas de que yo procuro por todos los medios que franceses y españoles se unan como hermanos para dar la ley a Europa». En realidad, sin embargo, el zorro riojano pensaba que «con la Francia no urge otro paso que el de la disimulación (...) sin contraer más empeño que el de las buenas palabras». O también mostrar «una entereza prudente» y «conservar su amistad, bien que sin dependencia, para no exponernos al torrente de su poder, mientras no estuviese el de la monarquía (española) en la consistencia que debemos esperar». Toda una lección de astucia y disimulo.
Sin embargo, el iluso Carvajal llegó a decir, en 1753: «El rey ¿lo es nuestro por Borbón? Ya se ve que no». Concluía con un desvarío político: «El rey es rey nuestro porque es de Austria y nadie puede dudarlo». La francofobia de Carvajal aparecía ya en su Testamento político —que seguramente conoció Feijoo—, escrito antes de llegar al poder, en 1745, en el que decía de los franceses: «Tienen para nosotros una enemistad irreconciliable que nos asesinarán hasta el último exterminio siempre que puedan». Para el que iba a ser ministro de Estado, el Gobierno francés no había dejado de causar daño a España y a sus Indias, y auguraba: «Piensan ponernos en el último exterminio y en menos figura que la que hacen Génova y Lucca, y a fe que llevan mucho andado del camino». España, por tanto, debía elegir a Inglaterra, lo que seguramente agradó a nuestro fraile anglófilo. Todavía ocho años después, Carvajal se despachaba a gusto contra Francia y los franceses en Mis pensamientos: «Todo lo demás es repugnante, empezando por el carácter de los individuos».
Pero esas ideas, obviamente, no eran las que tenían los verdaderos dirigentes del «régimen que hay ahora» —palabas de Feijoo—, ni por supuesto era conveniente esgrimirlas ante la exhibición de poder de los ensenadistas, una red que había copado todas las esferas del poder, como demostró brillantemente Cristina González Caizán. El propio Carvajal acabó reconociendo que «hace falta un primer ministro, pero yo no lo soy». Por eso, Feijoo y Sarmiento se equivocaron al reconocer el favor del tozudo ministro de Estado cuando quizás este no había sido más que un intermediario o el último en firmar, como en el caso del Concordato.
El padre maestro empezó bien el tomo III de las Cartas, con una dedicatoria repleta de alabanzas a los reyes de Francia —un santo en Francia y otro en España—, incluyendo loas a Luis XIV, el Grande, y otros ilustres progenitores de Vuestra Majestad; pero cometió el error de anteponer las virtudes del rey de Rusia, Pedro I, a las del rey de Francia, Luis XIV, que salía muy mal parado en la comparación. En fin, esas ideas solo podían provenir del entorno de Carvajal, el duque de Alba, Ricardo Wall y… Benjamin Keene, el embajador inglés, que ya se reconocían como el bando contrario. Como le decía Wall a Carvajal desde Londres, donde era embajador: «Contribuye a ello mucho la manera en que escribe Mr. Keene, pues todas sus cartas son tan parciales hacia nosotros que cuasi se podría creer que V. E. le ha encantado». A esas alturas (1752), el astuto embajador Benjamin Keene había concebido ya el plan para acabar con Ensenada.
En ese contexto, el padre dio al impresor la carta 19, «Paralelo de Luis XIV, rey de Francia, y Pedro el Primero, zar, o emperador de la Rusia». Sin duda, aquella innegable anglofilia que ya dejó ver desde que se asomó a la imprenta (TC, II: 15) y la consiguiente