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La delimitación de este problema y su descripción coordinará las primeras consideraciones de este ensayo. Si bien es cierto — como refería al comienzo— este problema no es exclusivo a la literatura, dirijo el foco a esta última disciplina. El carácter problemático de este problema no deriva sólo del conflicto creado por las dos voluntades mencionadas, a saber, el deseo de preservar la identidad de nuestras disciplinas, y el deseo de renovarlas para asegurar su supervivencia en el tiempo. Cuando caemos en cuenta que las premisas que parecen guiar nuestra identidad disciplinar se encuentran informadas por políticas discriminatorias sexuales, raciales y de género, recién entonces nos enfrentamos a la gravedad real del asunto. Tanto en filosofía como en literatura el canon se encuentra constituido en su gran mayoría por hombres, y esta tendencia es reproducida hoy en día. Para probar este último punto, quiero invitar a mi lector a realizar el siguiente experimento. Abra alguna edición reciente (digamos, una publicada en los últimos 15 años) de un libro de ensayos académicos o de teoría literaria, una revista académica o revista literaria (cuyo tema central no sea feminismo), y cuente cuantas mujeres hay contribuyendo a la colección. Los resultados en su mayoría hablarán por si mismos.

      Hoy en día no hay políticas extendidas de representación igualitaria de género en las publicaciones académicas y literarias. El instinto a preservar nuestra tradición como la conocemos también se ha traducido en la reproducción de sus políticas discriminatorias. Por lo mismo resulta necesario interrogar la economía que administra los límites disciplinares, así como la lógica responsable de la creación de los límites genéricos que le dan forma y dividen nuestras disciplinas y los géneros para los cuales escribimos.

      Esta operación puede echar luz en la arbitrariedad que informa estos límites, así como en la topología extraña al borde y en los textos que la habitan. Lo nuevo, no en el sentido de la última moda, la última publicación, si no que lo nuevo extraño a la economía de inclusión y exclusión que forma parte de lo literario, pertenece a una economía del todo distinta. Lo nuevo que es resistido por la categoría de lo literario no reconoce su legislatura. Tanto por la topología descrita por estos trabajos nuevos, como por la estética que proponen (lo idiomático), resulta importante reflexionar en ellos.

      Las razones informando la exclusión de un determinado texto ya sea del campo literario o filosófico, tiene que ver tanto con la capacidad de este texto para hacer eco del canon o de la tradición (en forma, estilo, e ideas) como con razones de tipo “externas” (género sexual, clase social, raza, etc.). En ambos casos, si la identidad de nuestras disciplinas es establecida en base a principios anquilosados como lo son la reproducción de la tradición de diversas maneras, el resultado es siempre la disminución de la diversidad de éstas y su estancamiento.

      En este ensayo presto atención al comportamiento de los márgenes disciplinarios de la literatura bajo condiciones que ponen en guardia sus mecanismos de defensa, pero esta vez no se tratará de la defensa de la identidad disciplinaria, si no de la libertad de expresión que en la modernidad se ha transformado en uno de los estandartes de la literatura. Bajo condiciones de censura, la poesía de Nicanor Parra saca provecho de la volatilidad de los márgenes literarios y los presupuestos de la institución literaria para explotar su capacidad crítica. El estudio de la forma en que esto es llevado a cabo es un registro del comportamiento de la poesía en tiempos de censura, explica aspectos formales de la antipoesía en relación con su contexto, y deja en evidencia la lógica y el comportamiento del lenguaje, otra forma de aproximarnos a una comprensión de sus límites.

      La autoridad del canon literario —las reglas que calladamente impone— no son muy diferentes de lo que llamamos ley, incluso si dicha ley no ha sido escrita.

      En el hipotético vestíbulo de entrada al espacio literario, una esfera protegida donde no todos los escritores, escritoras y textos son admitidos, la ley sale a recibir aquellos textos que la respetan y que potencialmente podrían protegerla al reproducir el mismo sistema que la vio nacer. Ser aceptada en la esfera literaria es privilegio que concede la autoridad de hablar “desde dentro”, con ese aire de familia que te da a entender que el/la que habla sabe de lo que está hablando. En la ausencia de código genético, este aparato filial de sobreentendidos toma la forma del crédito.

      La autoridad de hablar con autoridad literaria es conferida cada vez que una nueva obra es incorporada al campo literario. Si tuviésemos el privilegio de ir a preguntarle a esa obra y ese(a) autor(a), ¿qué es la literatura? O ¿cómo hay que escribir para que te dejen entrar? Muy probablemente dicha obra guardaría silencio, precisamente para callar que la verdad de las cosas no tenía la menor idea cómo había entrado, pero que ahora, una vez dentro, empezaba a disfrutar eso de poder decidir quién entra y quién no.

      Como contenido formalizado la ley literaria nunca es ofrecida a la percepción.

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      ¿Cómo es que la literatura —que no tiene esencia— puede configurar un campo y administrarlo como si hubiese una ley literaria que pudiese ser prescrita e impuesta?

      La organización de la autoridad en general, y en particular la forma que toma esta organización en el caso de la literatura, plantea un problema que Derrida aborda en Prejuges, texto que presentó en el coloquio de Cerisy de 1982, y que apareció publicado en francés junto con otros autores bajo el título La Faculté de Juger. En forma de comentario a la parábola de Kafka “Ante la ley” (Vor dem Gezetz), Derrida se refiere a la forma en que nos relacionamos a la autoridad, y el rol que cumplimos en la creación de esta. La parábola —para las que no la conocen—es muy breve, probablemente no más de mil palabras. Mi paráfrasis preservará esa brevedad.

      Este texto aparece dentro de la novela Der Process [El proceso], publicada en 1925 después de la muerte de Kafka, y narra la historia de un campesino que aparece un día ante las puertas de la ley pidiendo acceso a ésta. El guardián que protege la entrada responde que tal acceso es posible, pero no en ese momento [jetzt aber nicht]. Cuando el campesino se inclina a mirar más allá de este umbral el guardián le advierte que incluso si intentase cruzar por la fuerza y lo lograse, más allá de esa puerta encontraría otras puertas, cada una protegida por otro guardián; un sinnúmero de puertas consecutivas y un sinnúmero de guardianes, uno más poderoso que el anterior. Persuadido y desde ya intimidado por el porte y la fuerza del guardián que tenía en frente, el campesino decide esperar hasta obtener permiso para entrar. La historia termina con la muerte del campesino, quien finalmente espero toda su vida.

      Siguiendo la historia, resulta que en el lugar de la ley siempre y sólo encontramos sus representantes que te hacen observar la ley, te hacen literalmente mantenerte de pie —o mantenerte sentado— frente a ella, observándola. Esta espera es sostenida solo en vistas a la promesa de que aún existe posibilidad de que eventualmente se nos permita acceso. En esta historia respetar la ley no significa obedecer su regla sino esperar su revelación. Lo interesante y triste de esta historia es que precisamente en esta espera la ley se crea.

      La lectura que hace Derrida de esta parábola es aplicable a la economía de autorización que es responsable por la creación de la tradición literaria. Así como en la parábola, la ley literaria es validada a través de nuestro reconocimiento de su autoridad, en la misma medida en que la ley valida nuestro trabajo al reconocer en éste las posibilidades para reproducirse en tanto ley. En términos prácticos, acatar la ley, obedecerla y respetarla (hacerle cumplidos), resultará en nuestra publicación; si tenemos suerte nos van a citar, nos traducirán, y perteneceremos a la tradición y disciplina de la que intentamos formar parte.

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