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la misericordia es el amor de Dios metido en las realidades de este mundo. Y no solo suple, sino que colma todas las aspiraciones de unidad entre lo conocido y lo amado. La misericordia une y ata los lazos más firmes del conocimiento del hombre y del encuentro de la inteligencia con todo lo creado, pues le pone «alma» al conocer, para que no quede en una simple idea. «El corazón tiene sus razones», diríamos con el pensamiento pascaliano. Y poner «corazón» es oficio de la misericordia.

       Sumo y todo bien

      Como perfección y supremo bienestar. Así entiende Francisco el bien. Cúmulo y expresión de todos los atributos de Dios. El bien es la esencia de Dios. ¡Tú eres el bien! La integridad completa. ¡Tú eres todo bien! Lo más grande, querido y ambicionado. ¡Tú eres el sumo bien! La bondad en su perfección y exclusividad. ¡Tú eres el solo bueno! Estas palabras «todo bien, sumo bien, total bien», manifiestan no solo una entusiasmada proclamación de alabanza a Dios, sino de entrega incondicional y gozosa. Contra el relativismo, la aceptación de Dios como bien perfecto, bondad absoluta, misericordia sin limitaciones, conocimiento de la verdad, que es sabiduría y amor. El digno de toda alabanza: «Bendigamos al Señor Dios vivo y verdadero: tributémosle siempre alabanza, gloria, honor, bendición y todos los bienes» (Ofp 1, 1). Estas palabras son una maravillosa síntesis de la vida franciscana. Todo lo creado se recoge en un cántico entusiasmado de alabanza y bendiciones a Dios, al que todo se ofrece, del que todo se espera.

      Francisco cree en Dios y vive en Dios. No son dos formas de acercamiento a lo divino. Ni una tautología que repite el mismo concepto en palabras distintas. Creer en Dios y vivir en Dios es la unidad de la fe, del concepto y la praxis, de la mente y de la vida, de la razón y del sentimiento. La esencia de la fe se hace comportamiento y la existencia, inmanente en lo concreto, denota y vislumbra la presencia del Absoluto. El conocimiento de Dios se hace vida y, su amor, historia de salvación. Lo llena todo, pero Él está más allá de la misma creación. El mal no tiene sentido, el bien sí. No hace falta verlo. La bondad de Dios es suficiente garantía para la aceptación. Los interrogantes, hechos queja, pueden aparecer de continuo: ¿Por qué siendo Dios providente tenemos que soportar un mundo tan absurdo? ¿Para qué pedir, si Dios conoce la necesidad de cada uno? La tentación del abandonismo está siempre latente, porque un esquema muy rígido de causa efecto, de luz y tinieblas, de bien y de mal, lleva a la duda, incluso a negar verbalmente la existencia de Dios. Un Señor Dios que no cuida de mí, no puede existir. En este razonamiento falta un inciso: no cuida de mí como yo quiero que se ocupe de mí. No se resigna a que Dios sea distinto y único.

      El hombre tiene ansia de Dios, pero no ha optado incondicionalmente por Él. Quiere un dios fácil que le evada de la coherencia de la fe. Se endosa a Dios la propia responsabilidad. En el fondo no se confía en Él, porque se duda de la asistencia al hombre. No hay entrega, sino espera del beneficio. La virtud y la oración se ofrecen a Dios como recomendación o como premio. Cesa la obligación de ser fiel cuando el asunto en cuestión ha llegado a un desenlace. Si salió bien, se cumple la promesa en el plazo convenido. Cuando la respuesta fue negativa, las actitudes de petición y alabanza se truecan en agresividad o evasión.

      El Dios de Francisco es el que aparece en la Exposición del Padrenuestro. Lleno de amor, el de la «anchura de los beneficios y la largura de las promesas»:

      Oh santísimo Padre nuestro: creador, redentor, consolador y salvador nuestro. Que estás en el cielo: en los ángeles y en los santos; iluminándolos para el conocimiento, porque tú, Señor, eres luz; inflamándolos para el amor, porque tú, Señor, eres amor; habitando en ellos y colmándolos para la bienaventuranza, porque tú, Señor, eres sumo bien, eterno bien, del cual viene todo bien, sin el cual no hay ningún bien. Santificado sea tu nombre: clarificada sea en nosotros tu noticia, para que conozcamos cuál es la anchura de tus beneficios, la largura de tus promesas, la sublimidad de la majestad y la profundidad de los juicios. Venga a nosotros tu Reino: para que tú reines en nosotros por la gracia y nos hagas llegar a tu Reino, donde la visión de ti es manifiesta, la dilección de ti perfecta, la compañía de ti bienaventurada, la fruición de ti sempiterna (ExpPN 1-4).

      No es el Dios legislador que establece unas normas estrictas de conducta que han de ser observadas con rigurosidad y perseverante legalidad. Como si Dios estuviera anotando, minucioso e inmisericorde, cuanto acontece de mal en la vida del hombre. ¡Cuidado con Dios! Con Él no se juega. Él ve, calla, juzga y te espera. Es un dios frío, presente, pero lejano. No le interesa el hombre sino el juicio inmisericorde que debe hacer caer sobre él. No se preocupa de la justicia. Utiliza una ley fría, estática, despótica. Es un dios para la legalidad pagana. La ley es yugo y carga, nada más. La suavidad y ligereza que puso en ella Cristo se han olvidado. A este dios, le responde un culto, no de generosa disponibilidad de amor, sino revestido de cierto egoísmo y angustia perfeccionista. ¡Sed perfectos! Como el Padre, no según el modelo del propio egocentrismo que, en lugar de buscar el amor generoso y desprendido, se intenta la pureza legal autocomplaciente y ritualista.

      Dios es nuestro Padre. Esta es la mayor seguridad y el mejor de los consuelos. Francisco contempla a Dios de esta manera:

      ¡Oh cuán glorioso, santo y grande es tener un Padre en los cielos! ¡Oh cuán santo, consolador, bello y admirable, tener un tal esposo! ¡Oh cuán santo y cuán amado, placentero, humilde, pacífico, dulce, amable y sobre todas las cosas deseable, tener un tal hermano y un tal hijo: Nuestro Señor Jesucristo! (1CartF 1,11-19).

      Muy lejos esta figura del Dios padre de esa otra que lo distancia. Está en el cielo y desde allí, en lo alto y muy lejos, ordena el mundo con rigurosa mecánica. Lo mueve todo, siendo inmóvil. Es un dios tan inaccesible como insensible. Lo hace todo bien, con admirable ordenamiento. Activo y conduciendo la vida de los hombres, pero indiferente. Su trabajo quedó concluido en una ordenación perfecta. Es un dios tan abstracto como indiferente a la conducta humana. La ofensa grave a este dios, que sería el pecado, no está relacionada con la persona, sino con el orden. El pecado rompe ese acabado y magnífico ordenamiento de las cosas y de los seres. Es el dios que garantiza una estructura perfecta. Más que querer a Dios, se admira a un dios que impulsa el movimiento del complicado mecanismo universal. La fe no es amorosa, sino admirativa. Se cree en el ser perfecto, no en el Dios de la Alianza y de la amistad con el hombre.

      Francisco quiere que se alabe a Dios con un corazón limpio. No apartar de Él la mente y el corazón y buscarlo continuamente en su Espíritu, que es «pastor y obispo de nuestras almas» (1R 22,25-32). La deformación de la fe en Dios Padre produce la idea del dios paternalista, celoso de la atención y del cuidado de los hombres, proteccionista hasta en los detalles mínimos, que se enfada por la desconsideración. Un dios celoso que no puede soportar que alguien pueda querer con libertad. A este dios se le da un culto sumisionista y engañoso. Si hay acatamiento, nace del temor al posible enfado del jefe; si hay alabanza, es para conseguir que no decaiga el mecenazgo y el valimiento. Al no ser sincero, el honor es burla y engaño.

      No es el Dios de la Biblia, sino la proyección de unos sentimientos de inseguridad y deseo de proteccionismo. Una idea de Dios que frecuentemente está acompañada con la de un dios acaramelado y llorón, sufriendo constantemente por el desvarío de los hombres, inconsolable y victimista, que no ha resucitado en Jesucristo y que requiere el arropamiento consolador y cariñoso de los hombres. Como el hombre necesita un fuerte apoyo para motivar el propio sentido de la existencia, la búsqueda de ese fundamento va acompañada de la incertidumbre; el ansia se convierte en angustia y, a impulsos de la necesidad, emerge un dios, que no es más que el producto de unos deseos insatisfechos. A falta de un Dios auténtico, se busca un dios sucedáneo, que nace y muere según el estado de necesidad. Cambiará la figura de superprotector o de juez inflexible, de un ser íntimo y próximo a la negación total de transcendencia. Y, en muchas ocasiones, no sabremos si este dios ha nacido de la necesidad del paciente o de la invención del analista. Son los condicionantes personales o sociales los que apoyan la autoconsideración del creyente y la proclamación de la no práctica. Si la sociedad no ve bien al ateo, el hombre débil se declara creyente. Interiormente no cree, pero no es tan osado como para confesarlo públicamente. En el caso contrario, no se practica la fe, unas veces por respeto humano y otras por simple pereza. Resulta obvio que entre los dos extremos hay abundante variedad de

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