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marginadas para justificar y potenciar su toma de conciencia como proletariado. Fue, pues, el fruto maduro de una historia de cinco siglos de cristianismo católico –y más recientemente protestante, alimentado por la renovación eclesial del retorno a las fuentes de la vida teologal: la Biblia como palabra de Dios en la historia y la práctica de la fe unida a la justicia como criterio principal de interpretación del reinado de Dios en el corazón de la historia. Representa, además, la recepción colegial más acabada3 del aire de renovación que impulsó el concilio Vaticano II en la Iglesia católica romana para leer los signos de los tiempos de la sociedad moderna, urbana e industrial, dando testimonio de un cristianismo pastoral, comprometido con los sufrimientos y esperanzas de la humanidad para anunciar al Dios de la vida.

      La teología de la liberación trató de ser así una respuesta comprometida a los tiempos de cambio y revolución que se vivían en el mundo de la segunda mitad del siglo XX. Por un lado, los movimientos sociales inspirados en la idea de revolución (sexual, social y política) anhelaban un cambio de modelo de sociedad que superara las discriminaciones de todo tipo. Por otro lado, las comunidades cristianas que vivían en las periferias marginadas de las capitales urbanas latinoamericanas y caribeñas, así como en el campo empobrecido, releyeron su historia a la luz de la palabra de Dios pero con ojos nuevos: desde una lectura popular de la Biblia, participativa a partir de una pedagogía del oprimido4, y generadora de nuevas formas de comunidad al estilo del cristianismo primitivo, como indicio del reinado de Dios en el corazón de las masas empobrecidas.

      Pero después de medio siglo de camino de la Iglesia latinoamericana y caribeña moderna, con una teología de la liberación viva, asistimos a cambios sociales, políticos y culturales significativos. Por ejemplo, hemos transitado de la Guerra fría al mundo unipolar dominado por el hemisferio norte, es decir, marcado por la globalización del mercado neoliberal, con todos sus efectos tecnológicos y simbólicos en las poblaciones urbanas, particularmente los jóvenes, atrapados en el espejismo del bienestar.

      No obstante, existe la otra cara de la luna. Desde «los condenados» y marginados de la historia5, desde el reverso del «pensamiento abismal»6, más allá del «patriarcado falocéntrico»7 y desde el «lado nocturno» del poder8, las subjetividades marginadas, personales y colectivas, construyen otro mundo posible. Aquí las comunidades indígenas se han vuelto maestras en el arte del buenvivir, pues practican formas de socialidad no hegemónica, viven una economía solidaria justa, defienden sus territorios (geográficos y corporales), fortalecen sus sabidurías ancestrales y las conectan con los saberes modernos para cuidar la casa común que nos ha sido confiada por la Sabiduría divina como don y tarea9. Celebran la vida con fiesta, flores y cantos, aun en medio de los dramas como los feminicidios, las fosas clandestinas y los barrios de miseria habitados por los descartables del sistema, como lo denuncia el papa Francisco10.

      Tales prácticas alternas de resistencia, digna rabia y buen vivir se expanden por ciudades de todo el continente, atravesando las fronteras y los muros que establecen los regímenes políticos proteccionistas que hacen del miedo su estrategia mediática y de política partidista efectiva. Por eso, la era Trump –con su proteccionismo económico, su política de fronteras cerradas y el belicismo nacionalista, de vuelta también en Europa y otras sociedades cerradas representa en su conjunto un reto aun mayor para las teologías contextuales del siglo XXI. En efecto, acompañar los procesos sociales, culturales, políticos y espirituales11 de las víctimas sistémicas será su tarea prioritaria. Aprender a balbucear nuevos nombres de Dios en medio de los escombros de las sociedades controladas por el necropoder –según la expresión acuñada por Achille Mbembe– que se expande por todo el orbe será el desafío principal en los años por venir. Vivir la esperanza en medio de la catástrofe se irá develando como la única posibilidad de una praxis y un lenguaje teologal capaz de ser fiel al kerigma cristiano primitivo «el Crucificado está vivo» (Mt 28,5-6) como testimonio de la llegada inminente del reinado de Dios en medio de la historia rota de la humanidad.

       La Declaración de Boston 12

      En este contexto de modernidad tardía del siglo XXI, la teología de la liberación se enfrenta hoy a nuevas formas de marginación social, sexual, política, religiosa y cultural con sus prácticas correspondientes de resiliencia por parte de las víctimas sistémicas que dicen «¡ya basta!» a la lógica de la dominación13. Seguir siendo un pensamiento crítico surgido de la praxis de liberación del Dios de la vida que opta por los pobres y excluidos una praxis compasiva que inspira a los pobres, pequeños, desheredados y excluidos de todos los tiempos desde el clamor de Abel hasta las víctimas de hoy trae consigo nuevos retos epistémicos, sociales y espirituales que es preciso atreverse a explorar.

      La Declaración de Boston puede ser valorada así en un contexto epocal nuevo. Es expresión de un encuentro inédito de casi cincuenta teólogas y teólogos de tres generaciones, con corrientes de pensamiento teológico diverso pero que fueron capaces de confluir en un diálogo franco para enfrentar los desafíos pastorales y teológicos del siglo XXI, a partir de una confesión común de la misericordia divina revelada por Jesús de Nazaret a su comunidad escatológica que devino con el tiempo Iglesia, pueblo de Dios.

      Fue posible distinguir en este encuentro al menos cinco voces distintas y convergentes, cada una surgida de su contexto socio-cultural propio, y articulada como discurso teológico original. Todas fueron voces comprometidas con su historia regional propia a partir de la cercanía con el pueblo de Dios.

      La primera voz fue el discurso de la teología de la liberación como fuente común, representada en este encuentro por Gustavo Gutiérrez, Agenor Brighenti y Consuelo Vélez, acompañada por los comentarios de Harvey Cox. Sus intervenciones enfatizaron la vigencia de la opción preferencial de Dios por los pobres y marginados en sus luchas por un cambio social de la explotación y esclavitud que contradicen el designio divino sobre la humanidad y la creación. Cada una de ellas, con sus variaciones, fue postulando la mediación de las ciencias sociales y de la hermenéutica de la Biblia leída con corazón compasivo como referentes claves para un método teológico que sigue brotando de la praxis de liberación. Señalaron nuevos acentos como la fuerza inspiradora de la comunidad local pastoral como sujeto creativo (Brigenthi) de la Buena Noticia, o bien la espiritualidad liberadora que dignifica cuerpos y emociones, como fuente de sentido profético en medio del sufrimiento (Vélez).

      La segunda voz en Boston fue la teología del pueblo desarrollada por Lucio Gera y Rafael Tello hace algunas décadas, que hoy caracteriza al pontificado del papa Francisco, pero que tiene una historia regional, acompañando la vida pastoral de comunidades y teólogos del Cono Sur. Juan Carlos Scannone y Carlos Galli, junto con un nutrido grupo de teólogas y teólogos laicos de Buenos Aires, expusieron su percepción y análisis del primado de esta teología: la cercanía pastoral y compasiva con las personas y comunidades que habitan las periferias urbanas es el principio teológico y espiritual de la vida cristiana. La prioridad del pueblo de Dios –y de sus pastores y teólogos que «huelen a calle»explica el sentido de la reforma de la Iglesia católica que promueve desde hace cuatro años el papa Francisco en la Iglesia católica romana.

      La tercera voz fue la de la comunidad teológica latina de los Estados Unidos, a través de las voces de Roberto Goizueta, Nancy Pineda-Madrid y Michael Lee, entre otros colegas procedentes de universidades católicas estadounidenses como el Boston College que fue la institución anfitriona. El énfasis lo hicieron en la migración latina como clave hermenéutica teológica transcultural. De ahí la importancia de la comunidad como núcleo de cuidado mutuo de la identidad de los ancestros y la sabiduría de las comunidades cristianas latinas de los Estados Unidos que, enfrentándose a un ambiente hostil de racismo y exclusión, viven con devoción y fiesta la cercanía del Dios viviente y de María de Guadalupe como «madre de la nueva creación»14. Esta teología latina estadounidense se reconoce heredera de la teología de la liberación en su primera generación, con pioneros como Virgilio Elizondo

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